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La cena de Reyes


Enviado por   •  29 de Febrero de 2016  •  Síntesis  •  813 Palabras (4 Páginas)  •  172 Visitas

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Tal vez la narración más celebrada de Alfonso Reyes y uno de los cuentos fantásticos más antologados de la literatura mexicana sea “La cena” (1912), publicado posteriormente en El plano oblicuo. Sus atmósferas lúgubres, que parecen extraídas de alguna novela gótica o de Los papeles de Aspern, de Henry James (la casa podría ser la misma), así como su ritmo ágil y vertiginoso, el problema en torno a la identidad y su estructura temporal cíclica, en que los personajes —atrapados en el tiempo— se hallan condenados a repetir las mismas acciones para toda la eternidad, en una suerte de Eterno Retorno de lo mismo, son elementos que convierten a esta obra en un verdadero relato de pesadilla. En su ensayo “La flor de Coleridge”, Jorge Luis Borges cita a este poeta del romanticismo (Samuel Coleridge), autor, entre otras obras, de “Kubla-Khan” y “La balada del viejo marinero”: Si un hombre atravesara el paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano, ¿entonces qué? Se trata de una imagen impactante. Borges menciona una novela clásica de la ciencia ficción: La máquina del tiempo, de H.G. Wells. Allí, como en Coleridge y en “La cena”, el viajero en el tiempo vuelve maltrecho a su mundo, pero la prueba de que estuvo en el futuro es una flor marchita (una flor del futuro). En el cuento de Reyes, sin embargo, hay una variante original. A diferencia de Wells, en el polígrafo regiomontano se repite la misma flor una y otra vez: el final nos conecta con el principio. En otras palabras, se anula el tiempo. El epígrafe de san Juan de la Cruz que Reyes coloca al inicio de su narración nos remite a un poeta en cuyos versos suelen desaparecer los elementos deícticos espacio-temporales: la noche sosegada en par de los levantes del aurora la música callada la soledad sonora la cena que recrea y enamora. Lo anterior nos lleva a una reflexión sobre la identidad, que sólo puede existir en un espacio-tiempo en que el yo se arraiga y está consciente de sí. El éxtasis manifestado en el ritual (fiesta, cena o celebración de cualquier índole) implica un tiempo sin tiempo: todo se repite y, por lo tanto, se anulan la identidad cotidiana y la sustancia temporal. En “La cena”, el protagonista se identifica con el retrato del final. Recobra entonces la memoria, recobra su identidad y así todo tiene que reiniciarse; de lo contrario, el tiempo se volvería lineal. La memoria, en efecto, es lo único que le proporciona cohesión al yo. Sin ella, nadie tendría identidad y todo se difuminaría. Desde el principio es notoria la circularidad: “A cada instante surgían glorietas circulares”. Tales glorietas nos anuncian el tiempo cíclico del cuento, pero también lo hacen el reloj, la luz que cobraba elegancia “irreal”, y sobre todo la siguiente clave: “corría frenéticamente, mientras recordaba haber corrido a igual hora por aquel sitio y con un anhelo semejante”, si bien después se afirma: “falsa recordación”. Al final, sabremos que no fue falsa. El personaje Alfonso se halla atrapado en el tiempo, condenado a repetir sus mismos actos para siempre. La prueba de que estuvo en aquella casa, y de que fue invitado a cenar por esas mujeres-sombras —cuyo tono le era familiar— es justamente la flor, al igual de lo que ocurre en Coleridge y en H.G. Wells. Aquellas mujeres eran, además, la misma; y él —Alfonso—, el mismo del retrato. Sólo se recobra la identidad cuando se recobra la memoria porque ésta cohesiona al yo. Recordemos a Pierre Klossowski, cuando sostiene: “la identidad no es sino una mera cortesía gramatical” (el pronombre yo). En La reencarnación se pierde la memoria y hay que empezar todo de nuevo. Eso le ocurre al protagonista de “La cena”: cuando descubre que él es la persona del retrato, pierde la memoria y sale de la casa. Corre y corre y la historia comienza otra vez. Tal vez desde la abrupta pérdida de su padre —el general Bernardo Reyes— al iniciarse la Decena Trágica (febrero de 1913), la memoria (la pérdida de la memoria) sea una de las muchas obsesiones del autor regiomontano. Puede percibirse con claridad en su extenso poema Ifigenia cruel, en “San Ildefonso” y en otras muchas zonas de su obra, si bien, al mismo tiempo, Reyes constituye uno de los ejemplos más vívidos de ese constante recuperar la memoria histórica, social y literaria. Ha sido ya muy comentado el influjo benéfico que “La cena” —junto con La bruja, de Jules Michelet y la mencionada novela de Henry James— ejerció en la célebre Aura, de Carlos Fuentes, nouvelle en que todo se repite cada tres días. Por ello, porque el cuento de Reyes ha influido en más de una generación, merece —a sus cien años— ser recordado.

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