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Lazarillo De Tormes

lobitasweet24 de Marzo de 2013

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TRATADO PRIMERO

Cuenta Lázaro su vida, y cuyo hijo fue

Pues, sepa vuestra merced ante todas cosas, que a mi llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé

González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro

del río Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre, y fue desta manera. Mi padre, que Dios

perdone, tenia a cargo de proveer una molienda de una aceña, que esta ribera de aquel río, en la

cual fue molinero mas de quince años; y estando mi madre una noche en la aceña, preñada de mi,

tomóla el parto y parióme allí; de manera, que con verdad me puedo decir nacido en el río. Pues

siendo yo niño de ocho años, achacaron a mi padre ciertas sangrías mal hechas en los costales de

los que allí a moler venían, por lo cual fue preso, y confesó, y no negó, y padeció persecución por

justicia. Espero en Dios, que está en la gloria; pues el Evangelio los llama bienaventurados. En este

tiempo se hizo cierta armada contra moros entre los cuales fue mi padre, que a la sazón estaba

desterrado por el desastre ya dicho, con cargo de acemilero de un caballero que allá fue; y con su

señor, como leal criado, feneció su vida.

Mi viuda madre, como sin marido y sin abrigo se viese, determinó arrimarse a los buenos, por ser

uno de ellos, y vínose a vivir a la ciudad, y alquiló una casilla, y metióse a guisar de comer a ciertos

estudiantes, y lavaba la ropa a ciertos mozos de caballos del comendador de la Magdalena, de

manera que fue frecuentando las caballerizas. Ella y un hombre moreno de aquellos que las bestias

curaban, vinieron en conocimiento. Este algunas veces se venia a nuestra casa, y se iba a la mañana;

otras veces de día llegaba a la puerta, en achaque de comprar huevos, y entrábase en casa. Yo, al

principio de su entrada, pesábame con él y habíale miedo, viéndole el color y mal gesto que tenía;

mas de que vi que con su venida mejoraba el comer, fuile queriendo bien, porque siempre traía pan,

pedazos de carne, y en el invierno leños, a que nos calentábamos. De manera que, continuando la

posada y conversación, mi madre vino a darme dél un negrito muy bonito, el cual yo brincaba y

ayudaba a acallar. Y acuerdóme que, estando el negro de mi padrastro trebejando con el mozuelo,

como el niño veía a mi madre y a mi blancos, y a él no, huía dél con miedo para mi madre, y

señalando con el dedo decía: “¡mamá, coco!”

Y él respondió riendo: “¡Hideputa!”

Yo, aunque bien mochacho, noté aquella palabra de mi hermanico, y dije entre mi:

“¡Cuantos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mesmos!”.

Quiso nuestra fortuna que la conversación del Zaide, que así se llamaba, llegó a oídos del

mayordomo, y hecha pesquisa, hallóse que la mitad por medio de la cebada que para las bestias le

daban hurtaba, y salvados, leña, almohazas, mandiles y las mantas y sábanas de los caballos hacía

perdidas, y cuando otra cosa no tenía, las bestias desherraba, y con todo esto acudía a mi madre

para criar a mi hermanico. No nos maravillemos de un clérigo, ni de un fraile, porque el uno hurta de

los pobres y el otro de casa para sus devotas y para ayuda de otro tanto, cuando a un pobre

esclavo el amor le animaba a esto. Y probósele cuanto digo y aún mas, porque a mi con amenazas

me preguntaban, y como niño respondía, y descubría cuanto sabía con miedo, hasta ciertas

herraduras que por mandado de mi madre a un herrero vendí. Al triste de mi padrastro azotaron y

pringaron, y a mi madre pusieron pena por justicia, sobre el acostumbrado centenario, que en casa

del sobredicho comendador no entrase, ni al lastimado Zaide en la suya acogiese.

Por no echar la soga tras el caldero, la triste se esforzó y cumplió la sentencia, y por evitar peligro y

quitarse de malas lenguas, se fue a servir a los que al presente viv&iac>

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na; y allí,

padeciendo mil importunidades, se acabó de criar mi hermanico, hasta que supo andar. Ya yo era

buen mozuelo, que iba a los huéspedes por vino y candelas y por lo demás que me mandaban.

En este tiempo vino a posar al mesón un ciego, el cual, pareciéndole que yo sería para adestralle, me

pidió a mi madre, y ella me encomendó a él, diciéndole como era hijo de un buen hombre, el cual

por ensalzar la fe había muerto en la de los Gelves, y que ella confiaba en Dios no saldría peor

hombre que mi padre, y que le rogaba me tratase bien y mirase por mi, pues era huérfano. Él

respondió que así lo haría, y que me recibía no por mozo sino por hijo. Y así le comencé a servir y a

adestrar a mi nuevo y viejo amo.

Como estuvimos en Salamanca algunos días, pareciéndole a mi amo que no era la ganancia a su

contento, determinó irse de allí; y cuando nos hubimos de partir, yo fui a ver a mi madre, y ambos

llorando, me dio su bendición, y dijo:

“Hijo, ya sé que no te veré mas. Procura de ser bueno, y Dios te guíe. Criado te he, y con buen amo

te he puesto. Válete por ti.”

Y así me fui para mi amo, que esperándome estaba. Salimos de Salamanca, y llegando a la puente,

está a la entrada della un animal de piedra, que casi tiene forma de toro, y el ciego mandóme que

llegase cerca del animal y allí puesto, me dijo:

“Lázaro, llega el oído a este toro, y oirás gran ruido dentro dél.”

Yo simplemente llegué, creyendo ser así; y como sintió que tenía la cabeza par de la piedra, afirmó

recio la mano y dióme una gran calabazada en el diablo del toro, que más de tres días me duró el

dolor de la cornada, y dijóme:

“ Necio, aprende que el mozo del ciego un punto ha de saber más que el diablo”, y rió mucho la

burla.

Parecióme que en aquel instante desperté de la simpleza en que como niño dormido estaba. Dije

entre mí:

“Verdad dice éste, que me cumple avivar el ojo y avisar, pues soy solo, y pensar como me sepa

valer.”

Comenzamos nuestro camino, y en muy pocos días me mostró jerigonza, y como me viese de buen

ingenio, holgábase mucho, y decía:

“Yo oro ni plata no te lo puedo dar, mas avisos para vivir muchos te mostraré.”

Y fue así, que después de Dios éste me dio la vida, y siendo ciego me alumbró y adestró en la

carrera de vivir. Huelgo de contar a vuestra merced estas niñerías para mostrar cuanta virtud sea

saber los hombres subir siendo bajos, y dejarse bajar siendo altos cuánto vicio.

Pues tornando al bueno de mi ciego y contando sus cosas, vuestra merced sepa que desde que Dios

crió el mundo, ninguno formó mas astuto ni sagaz. En su oficio era un águila; ciento y tantas

oraciones sabía de coro: un tono bajo, reposado y muy sonable que hacía resonar la iglesia donde

rezaba, un rostro humilde y devoto que con muy buen continente ponía cuando rezaba, sin hacer

gestos ni visajes con boca ni ojos, como otros suelen hacer. Allende desto, tenía otras mil formas y

maneras para sacar el dinero. Decía saber oraciones para muchos y diversos efectos: para mujeres

que no parían, para las que estaban de parto, para las que eran mal casadas, que sus maridos las

quisiesen bien; echaba pronósticos a las preñadas, si traía hijo o hija. Pues en caso de medicina,

decía que Galeno no supo la mitad que él para muelas, desmayos, males de madre. Finalmente,

nadie le decía padecer alguna pasión, que luego no le decía: “Haced esto, haréis estotro, coged tal

yerba, tomad tal raíz.“ Con esto andábase todo el mundo tras él, especialmente mujeres, que cuanto

les decía creían. Destas sacaba él grandes provechos con las artes que digo, y ganaba mas en un

mes que cien ciegos en un año.

Mas también quiero que sepa vuestra merced que, con todo lo que adquiría y tenía, jamas tan

avariento ni mezquino hombre vi, tanto que me mataba a mi de hambre, y a si no me demediaba de

lo necesario. Digo verdad: si con mi sotileza y buenas mañas no me supiera remediar, muchas veces

me finara de hambre; mas con todo su saber y aviso le contraminaba de tal suerte que siempre, o las

mas veces, me cabía lo mas y mejor. Para esto le hacia burlas endiabladas, de las cuales contaré

algunas, aunque no todas a mi salvo.

El traía el pan y todas las otras cosas en un fardel de lienzo que por la boca se cerraba con una

argolla de hierro y su candado y su llave, y al meter de todas las cosas y sacallas, era con tanta

vigilancia y tanto por contadero, que no bastara hombre en todo el mundo hacerle menos una

migaja; mas yo tomaba aquella lacería que él me daba, la cual en menos de dos bocados era

despachada. Después que cerraba el candado y se descuidaba pensando que yo estaba

entendiendo en otras cosas, por un poco de costura, que muchas veces del un lado del fardel

descosía y tornaba a coser, sangraba el avariento fardel, sacando no por tasa pan, mas buenos

pedazos, torreznos y longaniza; y así buscaba conveniente tiempo para rehacer, no la chaza, sino la

endiablada falta que el mal ciego

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