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Lecturas Complementarias


Enviado por   •  21 de Julio de 2014  •  15.737 Palabras (63 Páginas)  •  162 Visitas

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El abuelo más loco del mundo Roy Berocay

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1. ¿A dónde ir? Es un viejo loco! —No es para tanto, además, no hay otro lugar donde dejar a Marcos por tantos días. La discusión llevaba ya un largo rato. Las palabras me parecían flechas invisibles lanzadas por el aire, flechas que llegaban hasta el otro cuarto donde, como siempre, yo dibujaba monstruos. Cuando las palabras “viejo loco” atravesaron la puerta, puse el lápiz a un costado y esperé. Sabía que mis padres nunca se ponían de acuerdo cuando hablaban sobre el abuelo Felipe, pero ahora el asun-to era mucho más importante que de costumbre. Hacía un par de años que no veía al abuelo, pero pensar en él me despertó un sentimiento tibio en la barriga y también un montón de dudas: mamá siempre decía que el abuelo era una mala influencia para mí. Me acordé de cuando íbamos juntos a pescar y empecé a reírme solo. Sí, el abuelo podía ser

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una mala influencia. Todavía podía verlo allá en la playa, hablándome bajito, señalándome las muchachas que pasaban con unos trajes de baño casi invisibles.

De todos modos ahora la discusión era distinta: mis padres tenían que hacer un viaje, ese mismísimo viaje del que habían hablado durante mucho tiempo y necesitaban un lugar seguro donde dejar a un niño ejemplar y educado, o sea, yo. —Siempre fue muy bueno con Marcos! —decía papá. —Sí, pero es muy distraído y fuma demasiado, un día se le va a prender fuego la casa —insistía mamá. —No seas exagerada; además tu hermana no tiene lugar, así que mi padre es la única solución. La discusión seguía, pero yo sabía que en cualquier momento llegarían a un acuerdo. Después de todo, serían sólo quince días y se trataba de ese famoso viaje con el que tanto habían soñado. —;El abuelo Felipe! —dije en voz alta aunque nadie podía escucharme. Ese viejo flaco y pelado, de cara cómica, al que le gustaba leer novelas policiales y escuchar música extraña. Ese viejo de manos grandes y piernas finitas que siempre andaba fabricando unos aparatos que

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nunca servían para nada. —Está bien! —suspiró finalmente mi madre—. Pero vas a tener que hablar con él, explicarle todo... que trate de ser responsable aunque sea una vez en su vida. Mi padre contestó algo, pero no pude escuchar con claridad. Bueno, todo resuelto: me quedaría quince días en esa vieja casa cerca de la playa. Decían que el abuelo la había construido con sus propias manos; que había levantado las paredes de bloques y tablas y que había hecho los pisos de madera, uniéndolos clavo por clavo, pero eso me parecía una exageración. ¿Quién podía tener tanta paciencia? ¡Eran millones de clavos! Sentí hormigas en el estómago y, como me gustaba mucho pensar en todas las cosas, traté de saber porqué. ¿Estaba nervioso por tener que vivir con alguien a quien mi madre consideraba un mal ejemplo? ¿O era que nunca había estado tanto tiempo lejos de mi casa? Supe que aquella sensación me venía por las dos razones al mismo tiempo y también por otras. Algo, una especie de alegría nerviosa hacía que mi corazón latiera con más fuerza. La casa vieja, el abuelo que fumaba muchísimo, los aparatos, la música, la playa cercana... eran muchas cosas juntas que me venían a la cabeza igual que en una película. Pensé que el asunto podía ser divertido, una

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especie de aventura, y casi casi tuve ganas de que llegara ya mismo el esperado día del viaje. Sonreí. Acababa de recordar que en la casa había un cuarto maravilloso, que era como una torre chica, donde podría jugar a los viajeros del espacio o sentarme a dibujar frente a las ventanas de madera que daban a la playa. Esa noche durante la cena, mientras mis padres hablaban muy contentos de los lugares que visitarían en su viaje, seguí pensando en las cosas que necesitaba llevarme a la casa del abuelo: los lápices de dibujo, la pelota de fútbol.., Pero nunca imaginé que, en realidad, estaba a punto de comenzar una aventura increíble.

II. La casa de la playa El auto rojo de papá frenó y patinó sobre la arena que el viento acumulada en la calle. Miré por la ventanilla. Allí estaba la casa y era casi exactamente como la recordaba: blanca y pequeña, con techos bajos y la torre enana con ventanas que parecían ojos cuadrados. Más allá, a pocos metros, algunas olas rompían con fuerza contra la playa. —Bueno —dijo mi padre abriendo la puerta del auto—. Acá estamos. Lo miré y vi que en su cara aparecía una expresión nueva, infantil, como si estuviera

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reviviendo otros tiempos, épocas que parecían muy lejanas. —Papá. —Mmmm? —Ustedes vivían acá antes? Sonrió. —No, vivíamos en la ciudad, pero veníamos acá todos los fines de semana y en las vacaciones — sonrió de nuevo—. Esperábamos que llegara el viernes de noche y cuando papá volvía del trabajo, cargábamos todo en una camioneta viejísima... —Era lindo, ¿no? Me acarició la cabeza, despeinándome. Siempre hacia eso, era un gesto automático que me molestaba porque me hacía sentir como un nene chiquito. Después cargamos un par de bolsos, cruzamos la verja de madera y nos detuvimos frente a la puerta, fabricada con tablas cruzadas. ¡La puerta tenía como ciento cuatro clavos! Mi padre golpeó una vez, dos veces, tres, y los dos nos quedamos esperando, mientras el viento aumentaba y levantaba nubes de arena que bailaban en remolino sobre la vereda. —Qué raro, yo le avisé que veníamos —dijo mi padre poniendo los bolsos en el suelo—. Voy a ver, a lo mejor se quedó dormido. “Es muy distraído”, pensé recordando las palabras de mi madre y tuve ganas de reír. Quizá

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el abuelo estaba durmiendo la siesta, o se había ido a pescar, o... —No hay nadie —dijo papá, preocupado después de dar una vuelta alrededor de la casa. —A lo mejor se olvidó —dije. —Quedate acá, enseguida vuelvo. Salió corriendo rumbo a la playa. Entonces caminé unos pasos y observé las paredes pintadas con cal, el musgo verde que empezaba a treparse desde el suelo, el vidrio roto en la ventana de la cocina y después volví a la entrada. Al rato escuché unas voces; a unos cuantos metros de distancia mi padre, parado sobre un médano bajito, movía los brazos como si estuviera hablándole a alguien. Un poco más allá, una figura flaca subía el ca- mino lentamente: era el abuelo Felipe, con una caña de pescar y un balde.

Cuando los dos hombres estaban cerca, pude oír lo que se decían: —Pero, papá, te dije que veníamos a esta hora! —Es que no uso reloj —decía

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