Nanni Menetti ¡El artista nunca ha tenido manos!
Perla EspinozaDocumentos de Investigación24 de Agosto de 2016
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- Nanni Menetti
¡El artista nunca ha tenido manos!
El artista nunca ha tenido manos. Se trata de una afirmación que el público en general comprende si se refiere a Duchamp y sus ready-made, es decir a cosas “encontradas” y por tanto “hechas” por las manos de otros. Ready-made que después de Duchamp, se sabe, se limita a declarar, a “bautizar”, “arte”. Si se refiere a Duchamp y, posteriormente, a otros artistas del arte contemporáneo, pero del todo incomprensible, para el público, si se refiere, como yo pretendo sostener aquí, a cualquier artista, no sólo de hoy, sino también del pasado.
Pase que Sol LeWitt realice una obra para la Galería G7 de Bolonia, quedándose en América y sirviéndose de las manos de un ayudante suyo y de las de una veintena de estudiantes de la Academia de Bolonia; pase que Jeff Koons e otros muchos más, de Andy Warhol a Arman y Kostabi, etc., deleguen la producción de sus obras en “fábricas” o “talleres” varios. Ya see sabe, son artistas de vanguardia y a la vanguardia se le ocurre todo o casi todo, pero que se afirme que también Morandi, en cuanto artista, no ha tenido (no ha usado nunca) manos ni tampoco Picasso, De Chirico ni Leonardo, Miguel Ángel, Rafael, Tiziano ni siquiera Fidias, Praxíteles, Zeuxis, Parrasio, etc. parece realmente una herejía, si no una oblicua y caprichosa provocación.
Y en cambio no es así. En cambio, a quien mire bien, para decirlo una vez más con De Saussure, con el ojo desinteresado de la ciencia[1]1 (ese ojo analítico por otra parte que cada uno de nosotros espera encontrar cuando se somete a alguna exploración médica) en la operación de Duchamp no aparece una verdad lógica (teorética) relativa sólo a la poética del arte conceptual propia de la historia del arte del siglo XX, sino una verdad propia de todo arte, , porque antes aún que del arte se trata de una verdad que está en las raíces de la constitución de toda nuestra identidad en general.
La clave para comprender esta verdad está en una correcta teoría del lenguaje que ahora, con alguna anécdota y algún ejemplo, trataré de explicar sintéticamente.
El lenguaje no nombra cosas y cuerpos, sino funciones
Cosas y funciones. Esta distinción es fundamental. Distinción que el semiólogo L.J. Prieto, por ejemplo trata en la oposición entre “identidad numérica” e “identidad específica”[2]2 de toda entidad, cosa o ser vivo que sea. Ocultarla significa predisponerse a caídas continuas en la hipóstasis a esencia de lo fenoménico, en la indebida extensión de verdades parciales a verdades totales, en una palabra en la ideología, monstruo letal para quien quiera comprender verdaderamente cómo están las cosas. Pero pasemos a la anécdota y los ejemplos.
Estaba un buen día en mi estudio acudiendo tranquilamente a mis trabajos, cuando, después de haber llamado, entró un joven que se presentó como policía y me invitó amablemente a intervenir en una convención anual de su cuerpo. Cuando le precisé que, ocupándome prioritariamente de arte, no sabría qué contarles, respondió que conocía mis trabajos y mi pensamiento y que, si quería, sería ciertamente capaz de encontrar también algo interesante para ellos. Estimulado en mi amor propio, acepté y comencé de inmediato a preguntarme los asuntos que podría tratar, permaneciendo en el ámbito de competencia de la policía. Debo decir que la tarea no se estaba poniendo muy bien: cuanto más se acercaba la fecha, más tanteaba yo en la oscuridad. No tenía idea de lo que iba a decir hasta que una mañana, al abrir en el bar un periódico, la salvación me vino milagrosamente al encuentro. En el periódico venía esta noticia: “Estimado profesor de literatura arrestado por secuestrar a su mujer”. Lo tenía. Iría a proponer a la policía este rompecabezas. ¿Cómo hacer arrestar al marido, culpable de celos perniciosos, dejando libre al estimado profesor de literatura, que no tenía ninguna culpa, sino que estaba lleno méritos por su trabajo? Así lo hice y se creó un debate que algunos recuerdan todavía. Todo arresto se desborda siempre, ya que se arresta un cuerpo (una “identidad numérica”), pero el culpable es siempre y sólo un “sujeto funcional”, es decir un cuerpo no en absoluto, sino en relación con alguna práctica. Un cuerpo puede entrar en diversas prácticas y el lenguaje no nombra el cuerpo sino la identidad que el cuerpo adquiere en las prácticas en las que entra, en resumen, en los términos de Prieto, una “identidad específica”, profesor respecto a los escolares, marido respecto a la mujer, padre respecto a los hijos, etc. etc.
Verdad tan evidente para Isaac Asimov, por ejemplo, como para servirse de ella directamente para explicar el rompecabezas de la naturaleza tanto ondulatoria como corpuscular de la luz: “Podría parecer una paradoja, o directamente algo místico, casi como si la naturaleza verdadera de la luz superara toda posibilidad de comprensión humana. Al contrario, yo querría explicar – escribe – el concepto recurriendo a una analogía: un hombre puede tener muchos aspectos: marido, padre, amigo, hombre de negocios... Según las circunstancias y el ambiente en que se encuentra se comporta como marido, padre, amigo u hombre de negocios. Nadie espera de él que exhiba su comportamiento marital con un cliente o su comportamiento de hombre de negocios con su mujer; sin embargo, cada hombre en particular no tiene nada de paradójico ni es nada más que un hombre.”[3]3 Nada de paradójico, repito, salvo aún, para muchos de nosotros, la cuestión del artista y sus manos.
Y no se piense que eso valga sólo para los nombres comunes. Vale también para los nombres propios. Dejando estar la elección funcional del nombre para un recién nacido por parte de los padres, que con frecuencia quieren relacionar al niño mediante el nombre elegido con algún pariente difunto o con algún deseable buen futuro, el nombre propio funciona en sentido lógico como un metanombre, como la suma lógica de los nombres comunes que indican las distintas relaciones mediante las cuales la persona ha sido conocida por alguien y por tanto el nombre propio está aún más lejano de nuestro cuerpo de lo que lo están los nombres comunes. Es inútil recordar que los significados de los que mi nombre es portador para mi mujer no son los que encierra, qué sé yo, para un crítico (piénsese aún en Asimov) que se ocupe de mis trabajos o para cualquier otra persona que haya entrado en alguna relación conmigo. Dentro del mismo nombre, sea común o propio, nuestra identidad se disemina al infinito: ¿queremos decir que somos siempre uno, nadie o cien mil?
Ahora ¿a qué viene este cuento? Creo que está ya más que claro, pero conviene remacharlo definitivamente: se diga lo que se diga, nuestro lenguaje no nombra nunca los cuerpos (los objetos, los sujetos empíricos o invariantes extrafuncionales como en cierta área francesa se gusta decir hoy) solos, en absoluto, sino en la identidad que tienen dentro de alguna práctica. Si tuviera que reescribir la Biblia, no diría que Adán dio nombre a las cosas, sino a cómo aparecían las cosas en las relaciones que él mantenía con ellas. No otra cosa. No por nada se nos decía en un tiempo que el verbo, precisamente la acción, era la parte fundamental del discurso. Los verbos implican siempre una relación entre dos polos (no importa aunque sea sólo del sujeto consigo mismo) y nombramos la relación y no los polos: siempre. Y si a veces nos parece lo contrario en relación con algún término, es porque hemos perdido la memoria de sus raíces. Pero, donde las raíces son accesibles, esta verdad encuentra siempre confirmación. Verdad devastadora para todo realista ingenuo o metafísico que ahora, antes de llegar finalmente a la cuestión de las manos del artista, veré aún más detalladamente precisamente en el arte.
Las funciones y el lenguaje en el arte
No estamos encerrados dentro del lenguaje como estamos encerrados dentro de la atmósfera y de modo inevitable. No podemos salir de la atmósfera sólo gracias a la atmósfera misma. ¿Qué hacen de hecho los astronautas? Se la llevan con ellos como oxígeno. De igual modo podemos salir del lenguaje gracias al lenguaje mismo. Hay, en efecto, en el lenguaje palabras de significado suspendido, palabras como índices apuntados hacia el exterior y basta. Dos de estas palabras son precisamente “cosa” y “cuerpo”, pero hay otras; pienso, por ejemplo, en “trasto” y semejantes. Palabras de contenido semántico puramente indicativo que sirven para arrojar las entidades fuera de las relaciones y por tanto fuera de sus nombres (fuera del lenguaje) en espera de insertarlas en otras relaciones y por tanto de recuperarlas en el lenguaje con otros nombres. En el ready-made de Duchamp está escondida precisamente esta verdad. Tomemos el famoso escurrebotellas. Debe su artisticidad simplemente a su dislocación (al definirlo como arte, Duchamp ha desplazado su colocación y por tanto su función y su relación), desde la cantina a la galería de arte. De escurrebotellas a obra de arte, por tanto de un nombre a otro pasando por el estado semánticamente indeterminado de cosa.
Y si, como obra de arte, seguimos llamándolo escurrebotellas lo hacemos en memoria de lo que fue, de la relación de la que ha sido retirado y en la que ya no está. Entrado en la galería de arte, en relación con la galería de arte, es natural que sea llamado arte. Salido de la relación con las botellas ha perdido su nombre primigenio y se ha convertido en cosa. Entrado en relación con el arte se ha hecho arte, ha cambiado de nombre, tanto que si se queremos seguir llamándolo escurrebotellas nos sentimos en la obligación de añadir de Duchamp, que es como decir que no es propiamente escurrebotellas. El escándalo de esta operación es tal para quien es víctima de dos formas de hipóstasis, de dos indebidas extensiones de verdades parciales a verdades totales. La primera, la idea de procedencia bíblica de que el nombre no nombre precisamente las relaciones, sino el alma, la esencia de las cosas; la segunda, la de la indebida transformación de una verdad válida en línea de principio (donde hay un alma, una esencia no puede haber sitio para otra) en una verdad válida en línea de hecho. Es del todo natural entonces que cueste aceptar un escurrebotellas como obra de arte, pero de costar a tener razón hay una buena diferencia. La artisticidad es una función (una relación) en la que, queriéndolo alguna cultura, puede entrar cualquier cosa: no hay cosas u objetos artísticos por naturaleza, sino sólo por cultura en el sentido etimológico del término, es decir porque así, como arte, son cultivados, usados, hechos funcionar en suma. A diferencia de cuanto pensaba Asimov para la función de hombre, verdad de ningún modo corriente. Por el contrario, se ha difundido la idea, incluso en personas cultas contemporáneas nuestras, de que en el arte del siglo XX hay mucha mixtificación y, digamos, tomadura de pelo del público. Pero es una idea debida a una ignorancia teórica preocupante, tanto más en personas que por su papel y su visibilidad crean opinión con frecuencia. Recuerdo a propósito un artículo de un escandalizado Magris[4]4, no corregido en absoluto por los que dialogaron con él. Ciertamente, puede desagradar esta o aquella forma de arte, pero de aquí a tacharlas de mistificación hay un gran trecho. La mistificación implica una relación violada con la idea de una verdad igual para todos que no tiene ningún soporte científico. Pero volvamos a nosotros y a una ulterior confirmación de la credibilidad de lo que estoy diciendo. ¿Alguien recuerda a Ochetto y su cambio político de la Bolognina? Al querer cambiar el nombre del partido del que era secretario (el entonces histórico PCI) y no saber todavía con qué programa nuevo relacionarlo, ¿qué hace Ochetto? ¿No lo llamó quizá la cosa? No hay salida: el nombre de las cosas y los cuerpos es fruto sólo de las relaciones en las que entran y no de una pretendida esencia a priori eterna e inmóvil desde siempre. Lo que no quiere decir que no la haya, no digo esto, no sé; digo sólo que nuestro lenguaje no puede nombrarla. Resignados a esta impotencia y ocupándonos sólo de las funciones, volvamos finalmente a la cuestión de la que hemos partido: el artista y su carencia de manos.
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