Detras Del Tiempo
tarantino1328 de Mayo de 2013
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AL OTRO LADO
DEL TIEMPO
RICHARD BACH
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A Tink
CAPÍTULO 1
L PROBLEMA ERA LA PORTEZUELA. No quería permanecer abierta.
En los Piper Cub la puerta viene en dos piezas: un trapezoide ancho para la mitad superior, con plexiglás a
modo de ventana, y otro para la mitad inferior, cubierto de tela amarilla, igual que el resto del aeroplano. La
mitad inferior funciona bien, porque en cuanto se la destraba cae directamente hacia abajo y su peso la
mantiene allí.
En cambio, la mitad superior gira hacia afuera y tiene una traba, pequeña y débil, para mantenerla abierta
mientras el piloto o el pasajero entra en la cabina o sale de ella. La traba retiene la puerta levantada durante el
correteo y el despegue.
La vista desde un Cub con la portezuela abierta es una pantalla panorámica tecnicolor tridimensional con
sonido estéreo, la hierba y las copas de los árboles se alejan, y el corazón remonta vuelo. El viento corre como
un convertible 28 a toda marcha por la curva de la montaña, con el costado abierto en vez de la capota baja.
Para chapotear en ese viento... Por eso es que la gente como yo disfruta entre aeroplanos.
Sólo que la mitad superior de la portezuela se cerraba con un golpe. Si superaba los ciento cuatro
kilómetros por hora, la presión del viento podía más que la traba y ¡pam! ahí estaba yo, en una cabina medio
cerrada, aislado de mi río de viento. Fastidioso, fastidioso.
Pasé días enteros pensándolo desde que me encontré con el problema. No me dejaba en paz.
En el trabajo, mientras trataba de escribir, allí estaba, la imagen de la traba, girando lentamente en el
espacio entre mis ojos y la pantalla del ordenador. Una traba del mismo tipo pero más grande no era la
solución: la fuerza del viento aumenta en proporción al cuadrado de la velocidad. Yo lo sabía. La portezuela se
bajaría a ciento doce kilómetros por hora, en vez de hacerlo a ciento cuatro.
¿Retirar la puerta? Pensé que no. A veces, en invierno, durante las tormentas de lluvia... No quiero que el
costado del aeroplano quede perpetuamente abierto.
Un gancho, un gancho para puertas mosquiteras. ¿En un avión? ¿Adónde lo atornillaría, a la tela del ala?
Mientras vagaba por los pasillos de la ferretería, la imagen vagaba conmigo. Imanes no, ni trabas a
presión, ni fallebas. Nada serviría. No había modo de sujetar la traba al ala. La imagen se esfumó cuando me fui
a dormir.
Por la mañana temprano, apenas despierto, allí estaba otra vez, flotando, la imagen de la traba. Gemí al
verla. ¿Iba a seguirme por un día más, importunándome por mi ineptitud mecánica?
Pero cuando volví a mirar, a mirar con atención, la traba no era la misma que la del día anterior. De
ningún modo. Estaba sujeta al ala por dos tornillos de expansión modificados, que no se atornillaban a la tela,
sino al marco de aluminio que estaba detrás de ella. Una abundante superficie de apoyo allí, que sostiene una
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traba de diferente diseño, una que se desliza por sobre el marco mismo de la puerta, como para poner y sacar
con un toque, pero que retiene la portezuela como una morsa.
Esa imagen flotó en la luz temprana sólo el tiempo suficiente para que yo entendiera; luego desapareció.
Nada de imágenes en el aire, nada de problemas que me humillaran, nada de nada. Aire vacío.
No hacía falta que me azuzaran. Manoteé el bloc de apuntes que tenía junto a la cama e hice el bosquejo
del nuevo diseño. ¿Funcionar? ¡Por supuesto que funcionaría! ¿Cómo fue que la fábrica de Piper Cub no
diseñó una traba así en 1939?
En cuestión de horas el artefacto estaba hecho, con el bronce de la traba pulcramente taladrado, los
pequeños tornillos de expansión reducidos a dos pestañas cada uno y bien atornilladas en su sitio, sobre el ala.
Saqué el aeroplano del hangar, lo lancé al aire, a ciento setenta y seis kilómetros por hora. La puerta,
incólume, sólida como el ala misma.
No soy incompetente. Soy un genio del diseño. No veo la hora de detenerme junto al primer Cub que vea,
para examinar su endeble traba de portezuela y susurrar: “Malo, malo...” a un piloto que sepa perfectamente lo
malo que es y esté dispuesto a dar cualquier cosa, a cambiar sus mejores guantes de piloto, por una traba que
más o menos funcione.
Y ése fue el fin del asunto. Con el tiempo, la felicidad que me brindaba mi traba se fusionó con una
felicidad general; en la actualidad, si tuviera que dibujarla de memoria, probablemente no podría hacerlo. Pero
antes de que pasara un mes volvió a suceder.
Según parece, no había ajustado del todo la tapa del aceite en el motor del Cub; un día en que volaba
alto por sobre el bosque encontré una súbita corriente descendente, una fuerte sacudida al aeroplano. En el
mismo instante vi pasar un canario junto a la portezuela abierta.
–Qué extraño –dije en voz alta, volviéndome a mirar la mota amarilla que se perdía de vista–. ¿Qué hace
un canario volando a esta altura y sobre un lugar tan desolado?
Finalmente llegué a la conclusión de que debía ser un canario escapado, libre por fin, flexionando con
deleite sus alitas.
Pocos minutos después detecté algunas gotas de aceite en el montante de sustentación, junto a la
portezuela abierta. Luego, muchas gotas más. Después, aceite en el lado derecho del parabrisas, láminas de
aceite por el costado del avión.
Extrañado, me desvié hacia un henar ancho y parejo. ¿Se nos habrá roto un caño de aceite? ¿Qué está
pasando?
De pronto entendí ¡No era un canario lo que había pasado sobre el bosque! ¡Era la tapa del aceite! Era mi
tapa, pintada de amarillo canario, y ese aceite era el lubricante de mi motor, que volaba desde el tanque sin
tapa. Era hora de aterrizar.
Esa noche, una tapa de aceite giraba en el aire, entre la pantalla de mi computadora y yo. ¿Cómo haces,
Richard, para asegurarte de no perder nunca más una tapa de aceite? En algún vuelo futuro no ajustarás con
férrea firmeza esa varilla medidora, verás otro canario y susurrarás: “Oh, no ...”.
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No puedo atornillarla ni enroscarla con una abrazadera que, conociéndome bien, terminará dentro del
tanque. Tiene que haber algún modo de asegurarla... Pero la tapa ha sido diseñada simplemente para
enroscarla con fuerza. Y sé que algún día me olvidaré de ajustarla. ¿Cómo evitar que la tapa gire hasta
desprenderse y despegue por sí misma en un último vuelo solitario?
Desperté temprano, antes de que aclarara, y encontré la imagen brumosa tal como estaba la noche
anterior, flotando ante mí: era un problema no resuelto. Pero observé con atención, sin pensar en nada. Sólo
observé. Con paciencia.
Entonces sucedió algo extraño. Hubo un susurro en el aire, la imagen se disolvió y apareció una tapa de
aceite distinta. Y mientras yo la observaba, por unos brevísimos segundos, vi una forma detrás de la pieza: un
encantador rostro humano, entrevisto como se puede entrever, a través del vidrio, en el momento en que
entregan la correspondencia. La cara de la persona que entrega la correspondencia.
En ese instante hubo un destello de sorpresa, al encontrarse sus ojos con los míos, que observaban; ella
ahogó una exclamación y desapareció.
En el aire, centelleante, giraba una tapa de aceite con un cordón enganchado, de cuero, como el de una
bota. Un extremo se sujetaba a la tapa por una diminuta conexión de alambre; el otro iba atado a la grapa de la
capucha, justo bajo el cilindro trasero derecho del motor. Con la grapa en su sitio no había modo de que ese
artefacto saliera disparado. Tal vez pudiera aflojarlo algún tornado, pero no se apartaría del Cub a menos que
se desprendiera toda la parte delantera del avión.
Solución simple, definitiva, obvia.
Por la noche estaba en el taller; perforé un agujero diminuto en el costado de la tapa para la conexión,
inserté un alambre para sujetar el cordón, até el cuero a la grapa de la capucha y lo instalé en el Cub.
Funcionaba perfectamente. Aun aflojando la tapa y tirando con fuerza para arrancharla del tanque, no se
deslizaba más de dos o tres centímetros desde la abertura; la varilla medidora se mantenía en el tubo de
llenado y el cordón no cedía. ¡Sí! ¡Nunca más otro canario!
Mientras volvía a la casa, esa noche, me pregunté: “¿Por qué un cordón de cuero? ¿Por qué no un cable
de acero?”. Hoy en día, en la aviación, todo el mundo usa cables de acero. ¿Por qué se me había ocurrido de
cuero?
Mientras me lo planteaba, recordé el momento en que había aparecido la solución y vi nuevamente esa
cara encantadora y fugaz, con un lápiz de madera para dibujo enhebrado de forma casual en el pelo oscuro, la
sorpresa honda en los ojos pardos al encontrarse con los míos. Y después, el desvanecimiento instantáneo.
Alguien pronunció las palabras con mi voz cuando me detuve en el camino, recordando.
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–¿Quién? ¿Era? ¿Ésa?
Cerré la boca, pero la pregunta no cesó. ¿Cómo había podido olvidar esos ojos? Aquello no era una
...