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EL SENTIDO DE LA EDUCACIÓN EN SANTO TOMAS DE AQUINO

ShaLu0720 de Julio de 2014

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El sentido de la educación en Santo Tomás de Aquino *

Una vez más la celebración de la Festividad de Santo Tomás de Aquino como Patrono de los Estudiantes, Colegios, Academias y Universidades Católicas, nos reúne para meditar acerca del sentido de la educación en la enseñanza perenne del Doctor Angélico. El tema de la educación, disperso a lo largo del vasto corpus de sus obras, se agrupa alrededor de tres aspectos fundamentales. En primer lugar, Tomás indaga sobre el oficio del maestro o, para decirlo más adecuadamente, sobre el género de vida que debe abrazar aquel que se dedica a enseñar a otros. En segundo término, su reflexión se vuelve sobre el acto mismo de enseñar, lo que podemos llamar el arte de la enseñanza -el ars docendi- que es mucho más que una técnica pedagógica, en el sentido actual de la palabra, sino una visión psicológica y aún antropológica del proceso educativo por lo que bien puede servirnos, hoy, para un discernimiento crítico respecto de la validez y utilidad de tales técnicas. Tercero, y último, el pensamiento de Santo Tomás apunta al fin de la educación en directa relación con el fin natural y sobrenatural de la existencia personal del educando.

Procuraremos pasar revista a cada uno de estos tres aspectos.

1. ¿Qué es un maestro? ¿Qué significa ser maestro?

La primera respuesta a este interrogante es la persona misma de Santo Tomás. Santo Tomás, en efecto, se nos aparece a nuestra mirada como un hombre de múltiples registros. En él coinciden el santo, el teólogo, el filósofo, el místico, el poeta de la Eucaristía, el predicador de multitudes, el pastor de almas. ¿Cuál de estos registros de su personalidad multiforme es el que lo caracteriza por encima de los otros? A nuestro entender, hay en Tomás un título que lo define y que permite asumir en una perspectiva unitaria la totalidad y la variedad de su poliédrica personalidad. Ese título es el de doctor cristiano. Tomás fue, por encima de todo, un doctor cristiano. Con esto no queremos decir que al santo, al pastor o al místico, los consideremos en menos. Simplemente lo que queremos destacar es que el título de doctor -y de doctor cristiano- es lo que especifica y lo que mejor explica, a la vez, la naturaleza de una vida y de una obra que casi no tienen parangón en la historia de la cultura humana y cristiana. Entonces, volvemos a preguntar, ¿qué es un doctor y, más propiamente, un doctor cristiano? Y siguiendo el curso de la vida, de la obra y de la doctrina del Angélico, respondemos: un doctor, un maestro, es alguien que enseña y, por eso mismo, une en sí, de manera eminente, y en el debido orden de su respectiva subordinación, las dos formas o géneros en que suele dividirse la vida humana, es decir, la vida contemplativa y la vida activa, constituyendo de ese modo un tercer género de vida, la vida mixta, que fue la vida que abrazó Santo Tomás en el marco de la Orden Dominicana. El doctor, el maestro (y vayamos tomando nota de la sinonimia) es, efectivamente, un contemplativo, pero un contemplativo que, al mismo tiempo que contempla, ejerce una acción bien definida: la de enseñar a otros; acción docente, que representa, por eso mismo, el elemento “activo”, la vida activa.

Ahora bien, para poder entender de qué modo se da esta unión de vida contemplativa y de vida activa, se ha de tener presente que la acción magisterial se nutre y se sostiene en una contemplación incesante. El doctor lleva a los otros, mediante su magisterio, la verdad previamente contemplada. Medita la verdad, la contempla y, luego en un gesto de libérrima generosidad, la transmite a los demás, a modo de don, como acto y efecto de la caridad. Contemplata aliis tradere: contemplación de la verdad que por amor se comunica y se transmite a los otros, esa es en esencia la vida del doctor que, al decir de Gilson, imita menos infielmente – dejando empero a salvo el abismo que las separa – la misma vida de Dios[1].El doctor realiza en sí, de un modo vivo, el admirable consorcio mediante el cual se unen y armonizan la contemplación y la acción. Y lo admirable consiste en que la donación de lo contemplado no disminuye en nada la fuerza y la libertad de la propia contemplación. Ocurre que en el peculiar género de vida del doctor, el acto magisterial no se encuentra forzada u ocasionalmente sobreañadido al acto de la contemplación sino que procede de ella y es su plenitud. La enseñanza es, en cierto modo y bajo determinados aspectos como veremos enseguida, principalmente una obra de la vida activa, uno de los modos más altos del ejercicio de la caridad; pero la enseñanza deriva de la contemplación, se alimenta de ella y, a su vez alimenta a la contemplación desde el momento en que lo contemplado al ser transmitido se enriquece y perfecciona. La contemplación alimenta a la enseñanza y la enseñanza alimenta a la contemplación.

De todas las obras de la vida activa, la enseñanza es la única que participa de este carácter. Sin duda que es cosa excelente y buena dedicarse a las obras de misericordia, pero, de alguna manera, ellas distraen de la contemplación; y si bien es cierto que siempre es posible salvar en el ejercicio de las obras exteriores un margen de libertad, no es menos cierto -y volvemos a citar a Gilson- “que no hay ningún lugar en el que esta libertad se pueda salvar más íntegramente que en el acto de enseñar[2].”

En consecuencia, pues, debemos concluir que entre las obras de la vida activa hay algunas (y estas son justamente la enseñanza y la predicación) que proceden de la plenitud de la contemplación. Pero hay algo más: estas obras son preferibles a la sola contemplación pues siempre es más y mejor iluminar que lucir solo, como es más y mejor llevar a los otros lo contemplado que contemplar en soledad. En cambio, las otras obras de la vida activa que en su totalidad consisten en ocuparse de cosas exteriores como la limosna, son menos excelentes que las primeras a no ser en casos de extrema necesidad a causa de las exigencias de la vida presente[3].

Al respecto, resulta notable el equilibrio del Santo Doctor. Nunca deja, en efecto, de proclamar que la vida contemplativa supera en excelencia a la vida activa. Y suscita un particular asombro advertir que las ocho razones a las que apela para demostrar este aserto están tomadas de Aristóteles a quien confronta y compara con la Sagrada Escritura. La lectura del texto respectivo, correspondiente a la Suma de Teología, segunda parte de la segunda parte, cuestión 182, artículo 1, resulta esclarecedora no solo en lo que hace al tema en sí mismo considerado sino, además, porque nos permite calibrar el genuino espíritu del tomismo, esto es, su notable capacidad de unir la razón y la revelación. En efecto, los ocho pasajes aristotélicos tomados del Libro X de la Ética son completados con lugares bíblicos: verbigracia cuando el Filósofo dice que la vida contemplativa es más excelente porque conviene al hombre por razón de aquello que hay en él de más alto que es el entendimiento, Tomás recuerda que por eso Raquel, tipo bíblico de la vida contemplativa, significa “principio visto”, en tanto que Lía, que representa la vida activa, es llamada la de los ojos legañosos (Génesis, 29, 17)[4].

Sin embargo, y sin mengua de la excelencia simpliciter de la vida contemplativa, bajo algún aspecto y en determinadas situaciones, secundum quid, ha de preferirse la vida activa a causa de las exigencias de la vida presente y así si bien es cierto que es mejor filosofar que enriquecerse no lo es menos que, para aquel que padece necesidad, es mejor enriquecerse[5].

Este equilibrio nos permite entender cómo concibe Santo Tomás el acto de enseñar. Detengámonos, ahora, en otro texto, de la misma Suma de Teología, Segunda de la Segunda, cuestión 181, artículo 3: si el acto de enseñar pertenece a la vida activa o a la contemplativa. Pues bien, este acto, el actus doctrinae, tiene un doble objeto puesto que se realiza por medio de la palabra que es el signo audible exterior de un concepto interior. El primero de esos objetos es la materia u objeto del concepto interno (materia sive obieetum interioris conceptionis) y de acuerdo con esto la enseñanza pertenece a veces a la vida activa y otras a la contemplativa. Pertenece a la vida activa cuando el hombre piensa una verdad para regir por ella la acción exterior (quando homo interius concipit aliquam veritatem ut per eam in exteriori actione dirigatur); pertenece, en cambio, a la contemplativa cuando el sujeto concibe interiormente una verdad inteligible en cuya consideración y amor se deleita (quando homo interius concipit aliquam veritatem intelligibilem in cuis consideratione et amore delectatur). Pero el segundo objeto de la enseñanza, por parte de la palabra que se pronuncia para ser oída, es el propio oyente, aquel a quien el verbo va destinado (et sic obietum doctrinae est ipse audiens). Y a este respecto no cabe duda de que la enseñanza pertenece de pleno a la vida activa puesto que es obra exterior que recae directamente sobre aquel que la recibe[6].

Si se medita este pasaje del Doctor Común, se advierte con claridad que la enseñanza -lo mismo que la predicación con la que se halla estrechamente emparentada- participa, como dijimos, por igual de los géneros de vida; incluye a ambos. Pero debe advertirse, además, que esta peculiar naturaleza de la enseñanza se funda en su carácter de palabra, de verbo que se concibe, se profiere y se oye. Se trata, sin duda, de una palabra humana pero hecha imagen y semejanza de la misma palabra de Dios. De modo que aquel que enseña realiza la analogía más próxima al Logos Divino, se asemeja -hasta donde ello es posible para la creatura- al Verbo Creador. Y se aproxima, también, al Amor de Dios puesto

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