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Educar Es Universalizar

Yacei13 de Junio de 2013

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Educar es universalizar

Fernando Savater

Hemos hablado hasta aquí de la educación tomada desde el punto de vista más amplio y general posible, con ocasionales acercamientos a la realidad presente del modelo de país en que vivimos. Pero esta perspectiva quizá demasiado abstracta no puede desconocer que bajo el mismo rótulo de “educación” se acogen fórmulas muy distintas en el tiempo y en el espacio. Los primeros grupos humanos de cazadores-recolectores educaban a sus hijos, así como los griegos de la época clásica, los aztecas, las sociedades medievales, el siglo de las luces o las naciones ultra tecnificadas contemporáneas. Y ese proceso de enseñanza nunca es una mera transmisión de conocimientos objetivos o de destrezas prácticas, sino que se acompaña de un ideal de vida y de un proyecto de sociedad. Cuando se le reprochaba el excesivo subjetivismo de sus juicios, el poeta José Bergamín respondía: «Si yo fuera un objeto, sería objetivo; como soy un sujeto, soy subjetivo» Pues bien, la educación es tarea de sujetos y su meta es formar también sujetos, no objetos ni mecanismos de precisión: de ahí que venga sellada por una fuerte componente histórico-subjetivo, tanto en quien la imparte como en quien la recibe.

Semejante factor de subjetividad no es primordialmente una característica psicológica del maestro ni del discípulo (aunque tales características no sean tampoco irrelevantes ni mucho menos) sino que viene determinado por la tradición, las leyes, la cultura y los valores predominantes de la sociedad en que ambos establecen su contacto.

La educación tiene como objetivo completar la humanidad del neófito, pero esa humanidad no puede realizarse en abstracto ni de modo totalmente genérico, ni tampoco consiste en el cultivo de un germen idiosincrásico latente en cada individuo, sino que trata más bien de acuñar una precisa orientación social: la que cada comunidad considera preferible. Fue Durkheim, en Pedagogía y sociología quien insistió de manera más nítida en este punto: «El hombre que la educación debe plasmar dentro de nosotros no es el hombre tal como la naturaleza lo ha creado, sino tal como la sociedad quiere que sea; y lo que quiere tal como lo requiere su economía interna […] Por tanto, dado que la escala de valores cambia forzosamente con las sociedades, dicha jerarquía no ha permanecido jamás igual en dos momentos diferentes de la historia. Ayer era la valentía la que tuvo la primacía con todas las facultades que implican las virtudes militares; hoy en día [Durkheim escribe a finales del pasado siglo] es el pensamiento y la reflexión; mañana será, tal vez, el refinamiento del gusto y la sensibilidad hacia las cosas del arte. Así pues, tanto en el presente como en el pasado, nuestro ideal pedagógico es, hasta en sus menores detalles, obra de la sociedad.»

Aunque si es la sociedad establecida, desde sus estrategias dominantes y los prejuicios que lastran su perspectiva, quien establece los ideales que encauzan la tarea educativa… ¿cómo podemos esperar que el paso por la escuela propicie la formación de personas capaces de transformar positivamente las viejas estructuras sociales? Como señaló John Dewey, «los que recibieron educación son los que la dan; los hábitos ya engendrados tienen una profunda influencia en su proceder. Es como si nadie pudiera estar educado en el verdadero sentido hasta que todos se hubiesen desarrollado, fuera del alcance del prejuicio, de la estupidez y de la apatía». Ideal por definición inalcanzable. Entonces ¿tiene que ser la enseñanza obligatoriamente conservadora, instructora por tanto para el conservadurismo, de modo que el fulgor revolucionario de los educandos sólo se encenderá por reacción contra lo que se les inculca y nunca como una de las posibles formas de comprenderlo adecuadamente? La respuesta a este complejo interrogante no puede ser un simple «si» o «no», es decir desoladora en ambos casos.

En primer lugar, conviene afirmar sin falsos escrúpulos la dimensión conservadora de la tarea educativa. La sociedad prepara sus nuevos miembros del modo que le parece más conveniente para su conservación, no para su destrucción: quiere formar buenos socios, no enemigos ni singularidades antisociales. Como hemos indicado un par de capítulos atrás, el grupo impone el aprendizaje como un mecanismo adaptador a los requerimientos de la colectividad. No sólo busca conformar individuos socialmente aceptables y útiles, sino también precaverse ante el posible brote de desviaciones dañinas. Por su parte, también los padres quieren proteger al niño de cuando puede serle peligroso – es decir, enseñarle a prevenirse de los males- y juntamente ellos quieren protegerse de él, es decir prevenir los males que puede acarrearles la criatura. De modo que la educación es siempre en cierto sentido conservador, por la sencilla razón de que es una consecuencia del instinto de conservación, tanto colectivo como individual. Con su habitual coraje intelectual,

Hannah Arendt lo ha formulado sin rodeos: “Me parece que el conservadurismo, tomado en el sentido de conservación, es la esencia misma de la educación, que siempre tiene como tarea envolver y proteger algo, sea el niño contra el mundo, el mundo contra el niño, lo nuevo contra lo antiguo o lo antiguo contra lo nuevo.” A este respecto, tan intrínsecamente conservadora resulta ser la educación oficial, que predica el respeto a las autoridades, como la privada y marginal del terrorista, que enseña a sus retoños a poner bombas: en ambos casos se intenta perpetuar un ideal. En una palabra, la educación es ante todo transmisión de algo y sólo se transmite aquello a quien ha de transmitirlo considera digno de ser conservado.

Y sin embargo su pedestal conservador no agota el sentido ni el alcance de la educación. ¿Por qué? En primer lugar, porque los aprendizajes humanos nunca están limitados por lo meramente fáctico (datos, ritos, leyes, destrezas…) sino que siempre se ven desbordados por lo que podríamos llamar el entusiasmo simbólico. Al transmitir algo aparentemente preciso inoculamos también en los neófitos el temblor impreciso que lo enfatiza y lo amplía: no sólo cómo entendemos que es lo que es, sino también lo que creemos que significa y, Hegel dejó dicho que “el hombre no es lo que es y es lo que no es”. Se refería a que el deseo y el proyecto constituyen el dinamismo de nuestra identidad, que nunca se limita a la asimilación de una forma cerrada y dada de una vez por todas. Pues bien, podríamos parafrasear el dictamen hegeliano para referirlo a la enseñanza cuyo contenido nunca es idéntico a lo que quiere conservarse sino que acoge también lo no realizado, lo aun inefectivo, el lamento y la esperanza de lo que parece descartado. La educación puede ser planeada para sosegar a los padres, pero en realidad siempre los cancela y los rebasa. Al entregar el mundo tal como pensamos que es a la generación futura les hacemos también partícipes de sus posibilidades, anheladas o temidas, que no se han cumplido todavía. Educamos para satisfacer una demanda que responde a un estereotipo –social, personal- pero en ese proceso de formación creamos una insatisfacción que nunca se conforma del todo… constatación estimulante, aunque desde el punto de vista conservador ello constituya un cierto escándalo.

Pero es que, en segundo lugar, la sociedad nunca es un todo fijo, acabado, en equilibrio mortal. En ningún caso deja de incluir tendencias diversas que también forman parte de la tradición que los aprendizajes comunican. Por más oficialista que sea la pretensión pedagógica, siempre resulta cierto lo que apunta Hubert Hannoun en Comprendre I’education: «la escuela no transmite exclusivamente la cultura dominante, sino más bien el conjunto de culturas en conflicto en el grupo del que nace». El mensaje de la educación siempre abarca, aunque sea como anatema, su reverso o al menos algunas de sus alternativas. Esto es particularmente evidente en la modernidad, cuando la complejidad de saberes y quereres sociales tiende a convertir los centros de estudio en ámbitos de contestación social a lo vigente, si bien eso es algo que de un modo u otro ha ocurrido siempre. Pedagogos como Rousseau, Max Stirner, Marx, Bakunin o John Dewey han marcado líneas de disidencia colectiva a veces tan espectaculares como las que confluyeron en el año 68 de nuestro siglo, pero la historia de la educación conoce nombres revolucionarios muy anteriores: empezando por Sócrates o Platón y siguiendo por Abelardo, Erasmo, Luis Vives, Tomás Moro, Rabelais, etc. Los grandes creadores de directrices educativas no se han limitado a confirmar la autocomplacencia de lo establecido ni tampoco han pretendido aniquilarlo sin comprenderlo ni vincularse a ello: su labor ha sido fomentar una insatisfacción creadora que utilizase aquellos postergados y sin embargo también activos en un contexto cultural dado.

Quien pretende educar se convierte en cierto modo en responsable del mundo ante el neófito, como muy bien ha señalado Hannah Arendt: si le repugna esta responsabilidad, más vale que se dedique a otra cosa y que no estorbe. Hacerse responsable del mundo no es aprobarlo tal como es, sino asumirlo conscientemente porque es y por que sólo a partir de lo que es puede ser enmendado. Para que haya futuro, alguien debe aceptar la tarea de reconocer el pasado como propio y ofrecerlo a quienes vienen tras nosotros. Desde luego, esa transmisión no ha de excluir la duda crítica sobre determinados contenidos de conocimiento y la información sobre opiniones «heréticas» que se oponen con argumentos racionales a la forma de pensar mayoritaria.

Pero creo que el profesor no puede cortocircuitar el ánimo rebelde del joven con la exhibición

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