El Error Epistemologico
itzeel30 de Octubre de 2012
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ERROR. FILOSOFIA.
La filosofía clásica establece una división tripartita de la verdad: 1) Verdad como propiedad de las cosas o verdad ontológica. 2) Verdad como propiedad del conocimiento, es decir, adecuación o conformidad de mi entendimiento con la realidad. Se trata de la verdad lógica. 3) Y, finalmente, la verdad como prerrogativa del lenguaje. A las verdades del primer tipo se les opone la falsa apariencia; a las del segundo, el e.; y a las del tercero la mentira (v.) (S. Tomás, De veritate, ql). Con este esquema tenemos ya situado al error Su estudio compete, pues, a la gnoseología (v.) o teoría del conocimiento (v.).
Antes de adentrarnos en su estudio conviene dejar suficientemente clara una distinción importante entre ignorancia (v.) y error. Ambos coinciden en ser privación de un conocimiento para el que se posee aptitud, frente a la nesciencia que no viene a ser otra cosa que la absoluta falta de capacidad para hallar la verdad; lo único que ocurre es que mientras la primera no supone juicio alguno, el segundo connota forzosamente la segunda operación del espíritu (v. juicio). El e. se nos manifiesta en un juicio falso, para errar debemos juzgar, y podemos definirlo como el estado en que se encuentra la mente humana cuando toma lo falso por verdadero. Puede distinguirse también entre e. y engaño. Del primero sólo puede hablarse en el ámbito de los juicios; del segundo, en la esfera de las percepciones. Los fenomenistas al no distinguir claramente entre sensación y percepción descartan la posibilidad de engaño en esta segunda (v. FENOMENISMO).
Algunas interpretaciones. Los eleatas negaban existencia al e., y el argumento en el que se basaban era congruente con los supuestos ontológicos de que partían. Sólo del ser puede hablarse, el discurso lógico sobre el no-ser es imposible e inviable; hablar del e. es un non-sens puesto que una proposición errónea es una proposición que «no-es-verdadera» y en definitiva, de lo que no-es no puede enunciarse nada (v. ELEA, ESCUELA DE). Una postura, a radice, antípoda a la de los fixistas presocráticos sería la de los sofistas (v.) y la de los escépticos (v.) absolutos, para los que nuestro conocimiento se halla irremediablemente preso en el e. y jamás puede librarse de éste por más vueltas que le dé. Si para aquéllos el e. resultaba incongruente con el principio primero de su ontología, para éstos, lo que sí es absurdo es el poder hablar de conocimiento verdadero.
Muchas veces las tesis ingenuas del escepticismo ocultan una confusión de conceptos y una extrapolación de lo que en el fondo ha sido el aguijón que ha impulsado al hombre a filosofar. De la imperfección de nuestro conocimiento, de nuestras limitaciones en el campo gnoseológico, de nuestra misma finitud constitutiva, propiedades éstas que explicarían y hasta justificarían una cierta actitud crítica y un cierto antidogmatismo (v. DOGMATISMO), pretenden inferir un perenne estado de e., la incapacidad de nuestro entendimiento para llegar a la verdad, y ello lo hacen justamente basándose en la argumentación de que lograr tal propósito supone una dificultad no superable por nuestra capacidad humana.
Saliéndole al paso a esta tesis, la filosofía tradicional ha hecho una distinción entre el e. llamado positivo y el e. negativo. Por e. positivo o auténtico e. no debe entenderse otra cosa que la representación falsa del objeto por parte de la subjetividad del cognoscente, mientras que por e. negativo debemos entender el conocimiento imperfecto e incompleto de algo, sin que tales propiedades connoten una falsa aprehensión de un tal objeto. Un antecedente de esta tesis lo encontraríamos en S. Agustín (v.), cuando nos avisa de la necesidad de conservar los errores en esta vida, y del poco valor que por tal hecho tiene ésta: «A mí mismo me ha sucedido equivocarme en una bifurcación de caminos y no pasar por donde se había ocultado un grupo de donatistas armados que esperaban mi paso; y así sucedió que llegase a donde me dirigía tras un largo rodeo. Conocidas después sus asechanzas, me regocijé de haberme equivocado, dando graz:ias a Dios, ¿Quién dudará anteponer un viajero que yerra de este modo a un salteador que de este modo no se equivoca? (...). Por esto mismo es miserable esta vida en que vivimos ya que en algunas ocasiones es necesario el error para conservarla. Muy lejos de mí el creer que tal sea aquella vida donde la verdad misma es vida de nuestra alma, donde nadie engaña ni es engañado» (Enquiridion, 17,5). Para el converso de Tagaste esta vida sería el lugar de las verdades a medias, de los errores útiles o negativos, pareciendo querer contraponer dialécticamente a ésta, la otra vida en la que habrían desaparecido por completo todos estos obstáculos que taran nuestro paso por el mundo. Dios, al fin y a la postre, sería el «premio de nuestros errores» (In Joann., 63,10).
En el fondo, las tesis examinadas conciertan en lo fundamental con la tesis primigenia de la filosofía como un saber intermedio, con la modestia socrática del saber, con la «docta ignorancia» de un Nicolás de Cusa (v.), y anticipan históricamente las modernas tesis del «problematicismo filosófico» y de la «dialéctica del no-saber» de las que Kant (v.), Hartmann (v.) y laspers (v.) serían buenos representantes.
Este último, en un sentido muy agustiniano, distingue entre Falschheit (Falsedad) y Un-wahrheit (No-verdad). La primera supondría el más craso e., que en la filosofía jaspersiana vendría a ser el recluimiento en una tesis exclusiva que rechazase a todas las demás, mientras que la segunda sería más bien la imperfección de mi conocimiento, el no-Ser absoluto y definitivo de cada ser que voy conociendo, lo inconcluso de mi realizarme en el mundo (cfr. Von der Wahrheit, Munich 1947, 475 ss.; R. Almazán Hernández, Introducción a la problemática de la Verdad en la filosofía de Karl laspers, «Studium» X,1970,83-113). El pensador alemán llega al igual que Agustín de Hipona a postular dialécticamente la existencia de un Ser, al que gusta de llamar Trascendencia, antídoto de esas imperfecciones y en el que desaparecen esos «errores negativos», esas «verdades a medias»: «Pero la Verdad Absoluta sólo puede existir allí donde ya no hay lugar para la falsedad, en la Trascendencia, en donde la falsedad, junto con las verdades para nosotros, desaparecen» (o. c., 597).
Es interesante tener en cuenta la tesis relativista, según la cual la marcha de la humanidad es una sucesiva serie de errores, pero errores no en el sentido positivo del término, sino errores como ideologías, puntos de vista, teorías, etc., que durante determinado momento histórico fueron mantenidas como válidas, «como si» no fuesen tales errores, y tuvo que ser una época posterior la que demostrase la no validez de estos modos de enfrentarse a la realidad, la que las puso a la luz como tales errores; esta misma razón les puede hacer suponer que la teoría en las que se hallan instalados y desde la
cual critican a las demás no tiene derecho a pretender ostentar un rango de validez absoluta, que se encuentran instalados sobre las arenas movedizas de la historia, pues una época posterior tendrá igualmente derecho a descalificarla. No hay otro modo de proceder para el historicismo (v.), la verdad está en función de la temporalidad, la cronomanía para decirlo con Maritain; pero no por ello hay que desechar los errores, sino que debemos servirnos de ellos como de sendas perdidas de caminos que no debemos recorrer nunca. Estos errores tienen al menos una ventaja, la de señalarnos un callejón sin salida, pero, ¿no nos están mostrando ya una verdad con ello? (V. REALISMO; DUDA).
Aparte del relativismo (v.) profesado por quienes defienden esta tesis, podemos señalar dos rasgos igualmente distintivos de la misma: a) Imposibilidad de asignar a una disciplina científica o filosófica un fin universal y supra-histórico. La finalidad le viene impuesta por la misma época (G. Simmel, Problemas fundamentales de la filosofía, cap. I). b) Proceso negativo del conocimiento humano. Vamos conociendo por modo de negación. Como afirma Ortega en Ideas y Creencias, «tras mucho errar se va acotando el área del posible acierto» (Obras completas, V, Madrid 1946, 404-405).
Dentro de estas líneas que venimos comentando, puede recordarse aquí a Nietzsche (v.), para el que el mundo de la verdad debe ceder y dar paso al mundo de la apariencia, del error. Sustenta su extraña tesis en base a un escepticismo historicista y relativista. Según él, el reino del ser debe ser sustituido por el del devenir, y la misma metafísica debe ser sustituida por el arte donde entra la apariencia, lo no-verdadero, etc. La verdad no sería otra cosa que el e. en el que me hallo instalado; el e. que fomenta al existente es para él verdad. Quizá cabe aquí recordar a Unamuno cuando advierte de «que vale más el error en que se cree que no la realidad en que no se cree; que no es el error, sino la mentira, la que mata al alma» (Obras Completas, III, 994).
En general, casi todas las tesis defensoras de un escepticismo a ultranza se apoyan en el argumento de la falibilidad de nuestros sentidos. De que en ocasiones el testimonio de dichas potencias orgánicas pueda inducirnos a e., infieren que en ninguna ocasión y bajo ningún motivo puede ser digno de crédito tal testimonio. Es justo reconocer que a menudo podemos ser inducidos a error por los sentidos, pero ello acontece de una manera accidental, pues si nos equivocan no hay que imputarlo a su misma esencia, que como la de toda potencia cognoscitiva
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