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Filosofia

aristri19 de Marzo de 2014

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NTRODUCCIÓN A LA FILOSOFÍA

CAPÍTULO PRIMERO

EL CONCEPTO DE LA FILOSOFÍA

1. La definición nominal de la filosofía

Es una observación común la de que el verdadero conocimiento de las cosas sólo se logra con la experiencia de su frecuente trato, cuando hemos llegado a adquirir con ellas una cierta connaturalidad, por la que efectiva y propiamente se realiza su personal asimilación. Esto, que en general acontece en todo orden de asuntos, vale, de una manera especial, para la esfera de los conocimientos científicos, que son los más difíciles de conseguir. Dé ahí que la comprensión de la naturaleza y sentido de una ciencia sea más un resultado tardío y reflexivo -sobre la base de un previo cultivo de la misma-, que no una labor enteramente apriorística y montada al aire.

Sólo, pues, tras haber filosofado, y no de cualquier modo, sino de una manera insistente y tenaz, puede llegarse a la posesión de una idea auténtica, realmente vivida, de lo que es la filosofía. Sin embargo, tan cierto como esto es que, sin una “idea previa”, todo lo modesta que se quiera, de lo que es una determinada actividad científica, se nos hace imposible acometerla, cualquiera que sea el grado o la medida en que ello se intente[1]. De ahí la conveniencia, en nuestro caso, de una inicial aproximación a la esencia del saber filosófico.

En general, toda definición puede verificarse de una doble manera: como definición nominal o como definición real, según se atienda, respectivamente, a la palabra o nombre con que designamos a una cosa, o a la propia y formal constitución, cuya esencia se busca, de la cosa nombrada. La definición nominal ofrece, pues, la significación de una palabra; en tanto que la definición real es expresiva de la esencia de una cosa.

Conviene, pues, que antes de elucidar la noción esencial de la filosofía, se considere aquí la significación de la palabra con la cual la nombramos. Pero la propia definición nominal es susceptible, a su vez, de dos modalidades: la etimológica y la sinonímica, según que el método de que nos valgamos para manifestar la significación de un término sea el recurso a su origen, o la aclaración por otras voces más conocidas y de pareja significación.

La definición etimológica es una especie de genealogía verbal; una cierta hermenéutica histórica de las palabras. La de la voz castellana “filosofía” no es otra que su procedencia de la latina philosophia, eco, a su vez, de la voz griega de análogo sonido. El término griego φιλοσοφία es un nombre abstracto, en cuya composición interviene, junto a un término derivado de una raíz que significa, en un sentido amplio, lo que en castellano “amar”, un ilustre vocablo -el de σoφíα-, cuyo equivalente latino es el término sapientia, que traducimos por "sabiduría". Filosofía es, así, etimológicamente, el amor o tendencia a la sabiduría.

Es explicable que la voz σoφíα aparezca en autores que no usaron el término compuesto. Pero el sentido de la palabra σοφία era muy amplio y comprensivo en sus orígenes. HOMERO la empleaba para designar, en general, toda habilidad, destreza o técnica, tales como las que poseen los artesanos, los músicos y los poetas. HERODOTO llama σoφóς a todo el que sobresale de los demás por la perfección y calidad de sus obras. Análogo sentido tuvo en sus comienzos el término σοφιστής, antes de revestir la significación peyorativa a que se hicieron, en buena parte, acreedores los intelectuales zaheridos por PLATÓN[2].

Parece que fue HERÁCLITO quien por primera vez empleó el término φιλóσοφος[3] Hay una venerable tradición que atribuye a PITÁGORAS la invención del vocablo. Según esta tradición, cuyos más destacados promotores fueron, en la antigüedad, CICERÓN[4] y DIÓGENES LAERCIO[5], eran llamados “sabios” cuantos se dedicaban al conocimiento de las cosas divinas y humanas y de los orígenes y causas de todos los hechos; pero PITÁGORAS, habiendo sido interrogado acerca de su oficio, respondió que no sabía ningún arte, sino que era, simplemente, filósofo; y comparando la vida humana a las fiestas olímpicas, a las que unos concurrían por el negocio, otros para participar en los juegos, y los menos, en fin, por el puro placer de ver el espectáculo, venía a concluir que sólo éstos eran los filósofos.

La autenticidad de este relato, uno de los más bellos tópicos de nuestra cultura, ha sido discutida por la moderna crítica[6]; mas la anécdota vale en cualquier caso como emblema del noble y desinteresado afán que conduce a la búsqueda del saber y que se ha conservado, durante milenios, como uno de los rasgos esenciales de la actitud filosófica.

El verbo “filosofar” (φιλοσοφείν) se encuentra en HERODOTO, quien atribuye a CRESO la siguiente frase, dirigida a SOLON: “he oído que, por el placer de la especulación -θεωρίης είνεχεν- has recorrido, filosofando (φιλοσοφέων), muchos países”[7]. Y TUCÍDIDES pone en boca de PERICLES, que se dirige a los atenienses, estas otras palabras: "amamos la belleza con simplicidad y filosofamos sin timidez"[8].

La articulación más coherente de los dos elementos que entran en la voz “filosofía” -y, al propio tiempo, su más penetrante exégesis- es la que hace PLATÓN en el “Banquete”. Apoyándose en la mitología del Eros, el discípulo de SÓCRATES hace decir a éste, al que finge inspirado por la sacerdotisa de Mantinea, que el Amor no es un dios, sino un ser intermedio (δαίμον) entre dioses y hombres. Hijo de Poros (la abundancia) y Penia (la escasez o penuria), participa, a la vez, del opuesto carácter de sus progenitores. No es, pues, ni la opulencia misma, ni la pura miseria; ni la cabal posesión, ni la indigencia estricta y absoluta. La filosofía, por tanto, no es ignorancia ni sabiduría, sino algo que no tiene el ignorante (que ni siquiera llega a percatarse de su propia ignorancia), y de lo cual está dispensado el sabio. En rigor, la “modestia" socrática, por la que se concibe a la sabiduría como algo divino, más allá de los límites de nuestra natural capacidad, es la expresión de la filosofía como justa medida de la posibilidad intelectual del hombre. La ignorancia total es infrahumana; la plena e ideal sabiduría excede nuestro ser; únicamente la filosofía es natural y propiamente humana.

Esta versión de la filosofía como vislumbre de algo que no llega a alcanzarse por completo -como un remoto atisbo de la Sabiduría- es la más honda significación de la teoría platónica aludida. Trátase, pues, no de la misma sabiduría, sino tan sólo del reflejo o participación de ella, que al hombre le es posible conseguir. De tal suerte, por tanto, que lo que este saber tiene de “humano”, le falta de “saber”, y es así, esencialmente, una tensión, más que una posesión o un verdadero logro[9].

* * *

Nuestra lengua carece de una correspondencia sinonímica estricta de la palabra “filosofía”. En compensación, muestra cierta abundancia de vocablos y giros relativamente afines. Como es natural, todos ellos traducen de algún modo corrientes y doctrinas filosóficas que han impregnado la literatura y el idioma usual. Por lo demás, es muy explicable que lo que ha trascendido al lenguaje común sean más bien las resonancias prácticas y las acepciones concretas, que no los contenidos puramente teóricos de esas concepciones. Por su especial influjo, merecen destacarse entre ellas el antiguo estoicismo, la tradición escolástica y, por último, la moderna corriente positivista.

La huella del estoicismo se advierte en nuestra lengua en los giros y términos que expresan una idea de la filosofía como actitud serena ante la vida y las vicisitudes de la existencia humana. Es un lejano eco del viejo ideal práctico del “sabio”, ya formulado en Grecia y que Roma acogió con entusiasmo; idea en la cual la sabiduría, más que un sistema de especulaciones, constituye un estilo y un tono existencial. En su virtud, es filósofo sólo aquel que “sabe” conservar el dominio de sí mismo, tanto en el éxito como en el infortunio; el que mantiene imperturbable el ánimo en cualquier ocasión. “Tomar las cosas con filosofía” es una frase que se deriva de esta actitud; lo mismo que el empleo de nuestro término como sinónimo de “calma” y de “paciencia”, y aun de una cierta idea, no exenta de ironía en ocasiones, de sosegada resignación y consuelo.

La tradición del escolasticismo, castiza en nuestra patria, se manifiesta con el empleo de términos tales como los de “ciencia” y “sabiduría” en su acepción puramente secular, como contradistinta del sentido y origen sobrenatural y divino de la fe y la sagrada teología. La filosofía es, así, mera sabiduría del siglo, por oposición a la teología de la fe, que se ampara en el dato revelado. Es verdaderamente notable la riqueza que tiene nuestra lengua en vocablos de origen escolástico y de la más clara e intencionada acepción metafísica. Pero la misma idea del saber filosófico, tal como esa tradición lo entiende, no es traducida siempre con el mismo acierto; en ocasiones se la designa denominando al todo por la parte, como cuando se la hace equivalente a la de “metafísica”; otras veces se atiende demasiado a las connotaciones prácticas del término y se la llega a identificar con la “prudencia”, que aunque es, sin duda, un vocablo de muy ilustre abolengo en la Escuela, sólo designa una especial virtud, y aun en este sentido no

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