Inteligencia Emocional
chembito5 de Mayo de 2013
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EL DESAFÍO DE ARISTÓTELES
Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy sencillo.
Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el
momento oportuno. Con el propósito justo y del modo correcto, eso,
ciertamente, no resulta tan sencillo.
Aristóteles, Ética a Nicómaco.
Era una bochornosa tarde de agosto en la ciudad de Nueva York. Uno de esos días asfixiantes que
hacen que la gente se sienta nerviosa y malhumorada. En el camino de regreso a mi hotel, tomé un autobús
en la avenida Madison y, apenas subí al vehículo, me impresionó la cálida bienvenida del conductor, un
hombre de raza negra de mediana edad en cuyo rostro se esbozaba una sonrisa entusiasta, que me
obsequió con un amistoso «¡Hola! ¿Cómo está?», un saludo con el que recibía a todos los viajeros que
subían al autobús mientras éste iba serpenteando por entre el denso tráfico del centro de la ciudad. Pero,
aunque todos los pasajeros eran recibidos con idéntica amabilidad, el sofocante clima del día parecía
afectarles hasta el punto de que muy pocos le devolvían el saludo.
No obstante, a medida que el autobús reptaba pesadamente a través del laberinto urbano, iba
teniendo lugar una lenta y mágica transformación. El conductor inició, en voz alta, un diálogo consigo
mismo, dirigido a todos los viajeros, en el que iba comentando generosamente las escenas que desfilaban
ante nuestros ojos: rebajas en esos grandes almacenes, una hermosa exposición en aquel museo y qué
decir de la película recién estrenada en el cine de la manzana siguiente. La evidente satisfacción que le
producía hablarnos de las múltiples alternativas que ofrecía la ciudad era contagiosa, y cada vez que un
pasajero llegaba al final de su trayecto y descendía del vehículo, parecía haberse sacudido de encima el
halo de irritación con el que subiera y, cuando el conductor le despedía con un «¡Hasta la vista! ¡Que tenga
un buen día!», todos respondían con una abierta sonrisa.
El recuerdo de aquel encuentro ha permanecido conmigo durante casi veinte años. Aquel día
acababa de doctorarme en psicología, pero la psicología de entonces prestaba poca o ninguna atención a
la forma en que tienen lugar estas transformaciones.
La ciencia psicológica sabía muy poco —si es que sabía algo— sobre los mecanismos de la
emoción. Y, a pesar de todo, no cabe la menor duda de que el conductor de aquel autobús era el epicentro
de una contagiosa oleada de buenos sentimientos que, a traves de sus pasajeros, se extendía por toda la
ciudad. Aquel conductor era un conciliador nato, una especie de mago que tenía el poder de conjurar el
nerviosismo y el mal humor que atenazaban a sus pasajeros, ablandando y abriendo un poco sus
corazones.
Veamos ahora el marcado contraste que nos ofrecen algunas noticias recogidas en los periódicos de
la última semana:
En una escuela local, un niño de nueve años, aquejado de un acceso de violencia porque unos
compañeros de tercer curso le habían llamado «mocoso», vertió pintura sobre pupitres, ordenadores e
impresoras y destruyó un automóvil que se hallaba estacionado en el aparcamiento.
Ocho jóvenes resultan heridos a causa de un incidente ocurrido cuando una multitud de adolescentes
se apiñaban en la puerta de entrada de un club de rap de Manhattan. El incidente, que se inició con una
serie de empujones, llevó a uno de los implicados a disparar sobre la multitud con un revólver de calibre 38.
El periodista subraya el aumento alarmante de estas reacciones desproporcionadas ante situaciones nimias
que se interpretan como faltas de respeto.
Según un informe, el cincuenta y siete por ciento de los asesinatos de menores de doce años fueron
cometidos por sus padres o padrastros. En casi la mitad de los casos, los padres trataron de justificar su
conducta aduciendo que «lo único que deseaban era castigar al pequeño». Cuya falta, la mayoría de las
veces, había consistido en una «infracción» tan grave como ponerse delante del televisor, gritar o ensuciar
los pañales.
3Daniel Goleman
Inteligencia Emocional
Un joven alemán es juzgado por provocar un incendio que terminó con la vida de cinco mujeres y
niñas de origen turco mientras éstas dormían. El joven, integrante de un grupo neonazi, trató de disculpar
su conducta aludiendo a su inestabilidad laboral, a sus problemas con el alcohol y a su creencia de que los
culpables de su mala fortuna eran los extranjeros. Y, con un hilo de voz apenas audible, concluyó su
declaración diciendo «Me arrepentiré toda la vida. Estoy profundamente avergonzado de lo que hicimos».
A diario, los periódicos nos acosan con noticias que hablan del aumento de la inseguridad y de la
degradación de la vida ciudadana. Fruto de una irrupción descontrolada de los impulsos.
Pero este tipo de noticias simplemente nos devuelve la imagen ampliada de la creciente pérdida de
control sobre las emociones que tiene lugar en nuestras vidas y en las vidas de quienes nos rodean. Nadie
permanece a salvo de esta marea errática de arrebatos y arrepentimientos que, de una manera u otra,
acaba salpicando toda nuestra vida.
En la última década hemos asistido a un bombardeo constante de este tipo de noticias que constituye
el fiel reflejo de nuestro grado de torpeza emocional, de nuestra desesperación y de la insensatez de
nuestra familia, de nuestra comunidad y, en suma, de toda nuestra sociedad. Estos años constituyen la
apretada crónica de la rabia y la desesperación galopantes que bullen en la callada soledad de unos niños
cuya madre trabajadora los deja con la televisión como única niñera, en el sufrimiento de los niños
abandonados, descuidados o que han sido víctimas de abusos sexuales y en la mezquina intimidad de la
violencia conyugal. Este malestar emocional también es el causante del alarmante incremento de la
depresión en todo el mundo y de las secuelas que lo deja tras de sí la inquietante oleada de la violencia:
escolares armados, accidentes automovilísticos que terminan a tiros, parados resentidos que masacran a
sus antiguos compañeros de trabajo, etcétera. Abuso emocional, heridas de bala y estrés postraumático
son expresiones que han llegado a formar parte del léxico familiar de la última década, al igual que el
moderno cambio de eslogan desde el jovial «¡Que tenga un buen día!» a la suspicacia del «¡Hazme tener
un buen día!».
Este libro constituye una guía para dar sentido a lo aparentemente absurdo. En mi trabajo como
psicólogo y —en la última década— como periodista del New York Times, he tenido la oportunidad de
asistir a la evolución de nuestra comprensión científica del dominio de lo irracional. Desde esta privilegiada
posición he podido constatar la existencia de dos tendencias contrapuestas, una que refleja la creciente
calamidad de nuestra vida emocional y la otra que nos parece brindarnos algunas soluciones sumamente
esperanzadoras.
¿POR QUÉ ESTA INVESTIGACION AHORA?
A pesar de la abundancia de malas noticias, durante la última década hemos asistido a una eclosión
sin precedentes de investigaciones científicas sobre la emoción, uno de cuyos ejemplos más elocuentes ha
sido el poder llegar a vislumbrar el funcionamiento del cerebro gracias a la innovadora tecnología del
escáner cerebral. Estos nuevos medios tecnológicos han desvelado por vez primera en la historia humana
uno de los misterios más profundos: el funcionamiento exacto de esa intrincada masa de células mientras
estamos pensando, sintiendo, imaginando o soñando.
Este aporte de datos neurobiológicos nos permite comprender con mayor claridad que nunca la
manera en que los centros emocionales del cerebro nos incitan a la rabia o al llanto, el modo en que sus
regiones más arcaicas nos arrastran a la guerra o al amor y la forma en que podemos canalizarlas hacia el
bien o hacia el mal.
Esta comprensión —desconocida hasta hace muy poco— de la actividad emocional y de sus
deficiencias pone a nuestro alcance nuevas soluciones para remediar la crisis emocional colectiva.
Para escribir este libro he tenido que aguardar a que la cosecha de la ciencia fuera lo suficientemente
fructífera. Este conocimiento ha tardado tanto en llegar porque, durante muchos años, la investigación ha
soslayado el papel desempeñado por los sentimientos en la vida mental, dejando que las emociones fueran
convirtiéndose en el gran continente inexplorado de la psicología científica. Y todo este vacío ha propiciado
la aparición de un torrente de libros de autoayuda llenos de consejos bien intencionados, aunque basados,
en el mejor de los casos, en opiniones clínicas con muy poco fundamento científico, si es que poseen
alguno. Pero hoy en día la ciencia se halla, por fin, en condiciones de hablar con autoridad de las
cuestiones más apremiantes y contradictorias relativas a los aspectos más irracionales del psiquismo y de
cartografiar, con cierta precisión, el corazón del ser humano.
Esta tarea constituye un auténtico desafío para quienes suscriben una
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