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LA FRANJA AMARILLA

julicecar26 de Abril de 2012

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NOTA: LA FRAANJA AMARILLA NO ES MI CRECION, PERO ME PARECE UN TEMA MUY IMPORTANTE

APTO PARA EL CONOCIMIENTO.

Por William Ospina

Hace poco tiempo una querida amiga norteamericana me confesó su asombro por la

situación de Colombia. "No entiendo -me decía-, con el país que ustedes tienen, con el

talento de sus gentes, por qué se ve Colombia tan acorralada por la crisis social; por qué

vive una situación de violencia creciente tan dramática, por qué hay allí tanta injusticia,

tanta inequidad, tanta impunidad. ¿Cuál es la causa de todo eso?". Por un momento me

dispuse a intentar una respuesta, pero fueron tantas las cosas que se agolparon en mí que ni

siquiera supe cómo empezar. Sentí que aunque hablara sin interrupción la noche entera, no

lograría transmitirle del todo las explicaciones que continuamente me doy a mí mismo,

tratando de entender el complejo país al que pertenezco. Por otra parte, entendí que muchas

de mis explicaciones no le habrían gustado a mi amiga, o la habrían puesto en conflicto con

su propia versión de la realidad.

Es frecuente para nosotros oír de labios generosos la deploración de esas desdichas y el

asombro ante nuestra incapacidad para resolverlas. El primer asunto es, pues, preguntarse si

de verdad la sociedad colombiana vive una situación excepcionalmente trágica, si es tan

distinta esta realidad de la del resto de los países, o al menos de los países del llamado

tercer mundo. Mi respuesta es que sí. Colombia es hoy el país con mayor índice de

criminalidad en el planeta, y la inseguridad va convirtiendo sus calles en tierra de nadie.

Tiene a la mitad de su población en condiciones de extrema pobreza, y presenta al mismo

tiempo en su clase dirigente unos niveles de opulencia difíciles de exagerar. Muestra uno de

los cuadros de ineficiencia estatal más inquietantes del continente, al lado de buenos índices

de crecimiento económico. Muestra fuertes niveles impositivos y altísimos niveles de

corrupción en la administración. Muestra unas condiciones asombrosas de impunidad y de

parálisis de la justicia y al mismo tiempo una elevada inversión en seguridad, así como

altísimos costos para la ciudadanía en el mantenimiento del aparato militar. Muestra las

más deplorables condiciones de desamparo para casi todos los ciudadanos, y sin embargo

es un país donde no se escuchan quejas, donde prácticamente no existen la protesta y la

movilización ciudadana: una suerte de dilatado desastre en cine mudo.

Esto último es pasmoso. La visible pasividad de la sociedad colombiana alarma a los

visitantes. En las recientes huelgas que conmocionaron a Francia pudo verse cómo una

sociedad que vive relativamente bien en términos económicos y protegida por un Estado

responsable, sabe reaccionar en bloque ante todo lo que la lesione, no se deja pisotear en

sus derechos y se resiste a que se menoscaben los privilegios que ha conquistado. Ver a los

franceses marchando por las calles, armando barricadas ante un gobierno cuya legitimidad

no desconocen, y haciendo temblar a las instituciones, nos confirma que Francia es el país

de la Revolución, que ese país es respetable porque tiene orgullo y porque tiene dignidad,

porque sabe de lo que es capaz cuando sus gobernantes olvidan que son pagados por el

pueblo y que son apenas los representantes de su voluntad. Ante ese ejemplo se hace más

incomprensible que una sociedad como la colombiana (donde ni siquiera los sectores

fabulosamente ricos pueden sentirse satisfechos, pues el Estado que sostienen ya ni siquiera

les garantiza la vida, donde nadie está protegido, donde el Estado no cumple sus más

elementales deberes y donde todos los días ocurren cosas indignantes) sea tan incapaz de

expresarse, de exigir, de imponer cambios, de colaborar siquiera con su presión o con su

cólera a las transformaciones que todos necesitamos. ¿Qué es lo que hace que Colombia sea

un país capaz de soportar toda infamia, incapaz de reaccionar y de hacer sentir su presencia,

su grandeza?

Muchos aventuran la hipótesis de que esa aparente pobreza de espíritu y esa debilidad de

carácter se deben a las características biológicas y genéticas de la población: sería, pues, la

expresión de una fatalidad ineluctable. Otros sostienen lo mismo con respecto a los índices

de criminalidad: revelarían una incurable enfermedad, y harían de nosotros un pobre pueblo

sin salvación y sin remedio. Pero la verdad es que nuestros índices de violencia y nuestra

actual ineptitud política son hechos históricos susceptibles de explicación. Más aún, se diría

que las explicaciones son tan evidentes e incluso tan sencillas que se requiere estupidez o

malevolencia para aventurar dictámenes fatalistas. Ninguna persona sensata sostendría que

por el hecho de haber precipitado en cinco años la muerte de 50 millones de seres en

condiciones de crueldad y de sevicia escandalosas, la sociedad europea revele una patología

siniestra e incurable. Ninguna persona sensata sostendría que por el hecho de que la

sociedad estadounidense haya sacrificado medio millón de personas en tres años de guerra

para impedir su propia Secesión y haya alentado después la Secesión de Panamá para

hacerse al canal interoceánico más importante del mundo, de que haya participado en las

guerras de Nicaragua, haya arrojado bombas atómicas sobre ciudades japonesas, haya

invadido Vietnam, haya apoyado a los peores dictadores del Caribe y de Centroamérica, y

haya bombardeado a Bagdad, eso signifique que los norteamericanos padecen de alguna

monomanía agresiva irremediable. Los historiadores vendrán en nuestro auxilio para

explicarnos las precisas condiciones históricas que llevaron a aquellas sociedades y a sus

gobiernos a participar en esas realidades escabrosas.

Colombia vive momentos dramáticos, pero quien menos le ayuda es quien declara, por

impaciencia, por desesperación o por mala fe, que esas circunstancias son definitivas, o que

obedecen a causas ingobernables. Más bien yo diría que lo que vivimos es el

desencadenamiento de numerosos problemas represados que nuestra sociedad nunca

afrontó con valentía y con sensatez; y la historia no permite que las injusticias desaparezcan

por el hecho de que no las resolvamos. Cuando una sociedad no es capaz de realizar a

tiempo las reformas que el orden social le exige para su continuidad, la historia las resuelve

a su manera, a veces con altísimos costos para todos. Y lo cierto es que Colombia ha

pospuesto demasiado tiempo la reflexión sobre su destino, la definición de su proyecto

nacional, la decisión sobre el lugar que quiere ocupar en el ámbito mundial; ha pospuesto

demasiado tiempo las reformas que reclamaron, uno tras otro, desde los tiempos de la

Independencia, los más destacados hijos de la nación. Casi todos ellos fueron sacrificados

por la mezquindad y por la codicia, y hoy es larga y melancólica la lista de lúcidos y

clarividentes colombianos que soñaron un país grande y justo, un país afirmado en su

territorio, respetuoso de su diversidad, comprometido con un proyecto verdaderamente

democrático, capaz de ser digno de su riqueza y de su singularidad, y que pagaron con su

vida, con su soledad o con su exilio el haber sido fieles a esos sueños.

Si hay algo que nadie ignora es que el país está en muy malas manos. Quienes se dicen

representantes de la voluntad nacional son para las grandes mayorías de la población

personas indignas de confianza, meros negociantes, vividores que no se identifican con el

país y que no buscan su grandeza. Pero ello no es nuevo. Si algo caracterizó a nuestra

sociedad desde los tiempos de la Independencia, es que sistemáticamente se frustró aquí la

posibilidad de romper con los viejos esquemas coloniales. Colombia siguió postrada en la

veneración de modelos culturales ilustres, siguió sintiéndose una provincia

marginal de la historia, siguió discriminando a sus indios y a sus negros, avergonzándose

de su complejidad racial, de su geografía, de su naturaleza. Esto no fue una mera

distracción, fue fruto del bloqueo de quienes nunca estuvieron interesados en que esa labor

se realizara. Desde el comienzo hubo quien supo cuáles eran nuestros deberes si queríamos

construir una patria medianamente justa e impedir que a la larga Colombia se convirtiera en

el increíble nido de injusticias, atrocidades y cinismos que ha llegado a ser. No podríamos

decir que fue por falta de perspectiva histórica que no advertimos cuán importante es para

una sociedad reconocerse en su territorio, explorar su naturaleza, tomar conciencia de su

composición social y cultural, y desarrollar un proyecto que, sin confundirlos, agrupe a sus

nacionales en unas tareas comunes, en una empresa histórica solidaria.

Siempre pienso en eso que no hicimos a tiempo cuando recuerdo aquellos hermosos

versos que leyó Robert Frost en la posesión de John Kennedy, donde declara la clave del

destino de los Estados Unidos; cómo ese país que

...

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