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La Fidelidad

marco4226 de Mayo de 2014

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LA FIDELIDAD: DEL ENAMORAMIENTO AL AMOR

Jorge Peña Vial

Decía el místico español: “En el ocaso del sol se te juzgará en el amor”. Seremos juzgados en el amor y por el Amor. Ése es nuestro peso, nuestra valía, el uso que hemos hecho de nuestra libertad, pues a nadie se le puede obligar a amar. Sin embargo, el amor no se da pleno y maduro de entrada. Debe superar la prueba del tiempo. Debe despojarse de mucho egoísmo y búsqueda de sí mismo, de muchos factores accidentales que aunque inevitablemente parecen acompañarlo, lo desfiguran y afean. Serán precisamente las pruebas, crisis y contrariedades las que harán que el amor se purifique y arraigue más profundamente.

Pareciera que una misteriosa providencia se encargara de triturar y despojar las imitaciones fraudulentas que empañan el verdadero rostro del amor, de modo que, al final, éste logre despojarse de tanta ganga adherida y brille puro y verdadero en su real verdad. Por eso decía San Josemaría que “la fidelidad es la perfección del amor” [2]. Sin fidelidad el amor no alcanza su plenitud ni su auténtica verdad. Pero requiere superar la prueba del tiempo, necesita de esa purificación, pues sin ella el amor no escapa en el presente a la ilusión, ni en el porvenir a la muerte. Intentaré a lo largo de esta exposición mostrar las diversas fases del amor. Cómo esa elección matrimonial, llena de fervor y entusiasmo, que en sus inicios parece tan profunda, sólo puede alcanzar la plenitud del amor a través de una purificación larga y severa. Todo el problema consiste en despojar el amor de su cortejo de ilusiones, librar el oasis del espejismo, lo que es de lo que no es. El amor del hombre y de la mujer es, de todas las cosas humanas, aquella cuya evolución armoniosa requiere las condiciones más difíciles. La pasión sólo es una promesa; únicamente el amor sabe mantenerla.

Quisiera por una parte mostrar como una verdadera concepción del amor exige la fidelidad y la indisolubilidad del matrimonio, y por otra, que cuando se accede a esa comprensión, amor y derecho no son incompatibles, sino que se reclaman mutuamente, puesto que el matrimonio cabe definirlo como “el amor debido en justicia”.

Antes de explicitar estos dos aspectos, creo pertinente el que nos preguntemos por la causa de esta generalizada incomprensión de lo que constituyen las notas esenciales del amor y del matrimonio. Sí, quizás pueda ser una explicación el hecho de estar inmersos en una cultura divorcista impregnada de una concepción individualista de la felicidad y de la libertad. La lógica individualista, únicamente atenta a la propia autorrealización trasciende lo que únicamente le interesa y afanosamente se persigue, a saber, la propia felicidad. Sin embargo esa idea de felicidad es precaria y normalmente se entiende sólo a nivel afectivo-sentimental, es decir, no como algo que se conquista con lucha y sacrificio sino como un sentimiento eufórico y exaltante que se recibe y se padece. Este énfasis desmesurado en lo afectivo- sentimental de la felicidad, como experiencia gozosa y pasiva, en desmedro del amor como acto voluntario, como tarea a realizar de modo activo, libre y reflexivo por el amante, se debe a ciertos planteamientos filosóficos que han sobrevalorado la afectividad. Así Max Scheler sostiene que el amor, por ser un sentimiento radical, no puede ser objeto de deberes o de prescripciones morales: a nadie se le puede obligar a amar. Esta tesis es verdadera para el amor en tanto que sentimiento y en el plano de los fenómenos cognoscitivos, pero es falso para el amor en tanto que acción voluntaria. Cuando el amor es asumido por la voluntad y se expresa en el libre y público consentimiento voluntario que constituye el matrimonio, puede ser objeto de prescripciones morales (para los esposos es un deber amarse) y ser materia de promesas y compromisos. A partir del matrimonio ese amor debe enfrentar el desafío, que no viene dado de suyo y no es fácil, de realizar en el tiempo, en el día a día, el amor que durante el enamoramiento se anticipó imaginativamente por encima del tiempo. Es el amor como tarea y conquista y no sólo como algo espontáneo y gozoso. Es la voluntad siempre renovada de amarse y de luchar por hacer real ese amor.

Como vemos el amor tiene sus etapas o períodos. La primera suele llamarse “enamoramiento” y es el amor como sentimiento. Es una pasión, algo que se padece y brota como efecto espontáneo que el amado provoca en el amante. En este matiz del amor el amante queda en-amor-dado (enamorada) espontáneamente, esto es, por el impacto que dentro de él provoca el amado, mas no por una decisión reflexiva originada, en sí y por sí, por el amante. La segunda fase es el amor como acto de la voluntad, que PERSONA Y SENTIDO/ FILOSOFÍA TOMISTA DEL HOMBRE COORDINACIÓN DE FORMACIÓN PERSONAL lógicamente no excluye el sentimiento, pero está fundada en una decisión voluntaria, libre y reflexiva del amante. Con un término clásico y algo técnico se denomina dilección o amor benevolente a esta modalidad del amor que procura activa y voluntariamente el bien del amado.

El período del enamoramiento o amor pasión, que suele prolongarse hasta los primeros años de la vida conyugal, está caracterizado, según Ortega, por ser una donación por encantamiento. Tiene dos ingredientes: el sentirse encantado por otro ser, que nos produce una ilusión íntegra, y el sentirse absorbido por él hasta la raíz de nuestra persona. Es un sentimiento positivo, intenso, eufórico: la revelación del sentido y de la verdad que se producen por obra del amor, que instala al iniciado en una nueva forma de existir y estar en el mundo. Naturalmente la actitud contemplativa y arrobada de esta etapa no puede mantenerse en el tiempo por mucho que se desee. Sobre todo, porque el enamoramiento es una anticipación imaginativa de una posible plenitud futura, realizada por encima del tiempo, y tiene carácter programático, y, por tanto, es un ideal que exige y requiere ser realizado. La unión postulada y anticipada en el enamoramiento no es todavía real. Para que la unidad pretendida en el enamoramiento fuera total sería preciso instalarse fuera de la temporalidad, es decir parar el tiempo eternizando el instante.

El peligro inherente al amor-pasión radica en el confinamiento en el propio sentimiento gozoso: no te amo a ti, sino a mi propia embriaguez, mi propia exaltación, y tú como condición de posibilidad de la misma. Ya San Agustín había descrito esta experiencia humana: “Todavía no amaba -escribe en Las Confesiones- y amaba el amor, buscando a quien amar”. Asimismo, podemos preguntarnos, ¿se aman realmente Tristán e Isolda? Rougemont ha señalado certeramente que no. Lo que realmente ama Tristán no es a Isolda, sino a su propia pasión por Isolda: “Tristán e Isolda no se aman. Ellos mismos lo han dicho y todo lo confirma. Lo que aman es el amor, el hecho mismo de amar. Y actúan como si hubiesen comprendido que todo lo que se opone al amor lo preserva y lo consagra en su corazón, para exaltarlo hasta el infinito en el instante del obstáculo máximo que es la muerte. Tristán ama sentirse amar, mucho más de lo que ama a Isolda la Rubia. E Isolda no hace nada para retener a Tristán junto a sí: le es suficiente un sueño apasionado. Se necesitan uno a otro para arder, pero no al otro tal como es”. Así, en este amor lo que verdaderamente se ama es el amor, y la persona amada no pasa de ser la ocasión o el motivo del despliegue de una pasión erótica que se desea en sí misma.

Antes de condenar prematuramente el enamoramiento del amor conviene advertir hasta qué punto la experiencia agustiniana es una constante de la vida humana. Está claro que, a veces, se ama no tanto a la persona cuanto a la propia pasión amorosa, el “delirio divino” mismo en que ésta consiste. En el fondo, la cuestión consiste en que el amor es en sí mismo amable porque es de suyo un bien. La experiencia universal de la humanidad confirma que enamorarse es lo mejor que puede pasarle a alguien porque el amor despierta lo mejor que hay en el yo, y, en consecuencia, el amor se muestra ante los propios ojos como un bien extraordinario. El mismo San Agustín decía que “quien ama al prójimo ha de amar también, en consecuencia, el amor mismo”. Hay por tanto necesariamente en el amor una dimensión reflexiva y no es posible enamorarse sin amar el propio amor. Pero si se lleva esta reflexividad del amor hasta el extremo, implica el colapso de la realidad misma del amor, puesto que éste deviene en puro narcisismo. Por el contrario, el centro de la atención en el amor verdadero no viene dado por el amor mismo, sino por la persona en su concreción y particularidad absoluta. Por eso amar no es decir “cómo me agrada que existas”, o “eres el complemento de mi masculinidad / femineidad que enriquece mi constitutiva pobreza antropológica”, sino en decir, y así lo ha destacado Pieper, “¡es bueno que estés en el mundo!, ¡es maravilloso que existas!”.

Ya San Agustín había afirmado que la obra del amor es la unidad, y Hegel

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