La Paradoja
lizethaguila9 de Febrero de 2012
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Me di media vuelta y me tapé la cabeza con la almohada, pero pronto descubrí que
estaba completamente despierto y que me sentía bastante culpable. Opté por no luchar contra
ello, me arreglé rápidamente y salí a buscar la capilla. Todavía no había amanecido y el suelo
estaba húmedo, debía de haber caído una tormenta durante la noche.
Apenas si podía distinguir la silueta del campanario a la luz del alba, de camino a la
capilla. Una vez dentro, reparé en que la antigua estructura hexagonal de madera estaba
perfectamente conservada. Las paredes estaban ricamente adornadas con vidrieras que
representaban diferentes escenas. Las seis paredes convergían en el centro en un alto techo,
al estilo de las catedrales, formando la aguja. Había cientos de cirios encendidos por todo el
santuario, y las vacilantes sombras que bailaban en las paredes y las vidrieras formaban un
interesante calidoscopio de manchas y colores. Al otro extremo de la puerta de la igle sia se
alzaba un sencillo altar compuesto por una pequeña mesa de madera con los objetos de la
liturgia. Justo en frente del altar había tres hileras de bancos dispuestos en semicírculo, y en
cada una once sencillos asientos de madera, donde obviamente se sentaban los treinta y tres
monjes. Sólo uno de ellos tenía brazos, así como un gran crucifijo tallado en el respaldo;
supuse que era el que correspondía al abad. Dispuestas a lo largo de una de las paredes
adyacentes al altar había seis sillas plegables, que deduje rápidamente estaban allí para los
participantes del retiro. Me acerqué discretamente hasta una de las tres que quedaban libres y
me senté.
Mi reloj marcaba las cinco y veinticinco, y sólo la mitad de los treinta y nueve asientos
estaban ocupados. Nadie hablaba y, mientras la gente entraba en silencio a la capilla, sólo se
oía el melódico tictac de un enorme reloj de caja en la esquina de atrás de la capilla. Los
monjes llevaban sus largos sayales cogidos a la cintura con una cuerda; los participantes iban
vestidos de sport. Hacia las cinco treinta todos y cada uno de los asientos estaban ocupados.
De repente, la enorme campana a nuestras espaldas empezó a tocar la media.
Inmediatamente los monjes se levantaron y empezaron con unos cantos litúrgicos,
afortunadamente en inglés. A los participantes del retiro se nos había dado unas hojitas para
seguirlos, pero pronto me hice un lío y me perdí entre tantos salmos, antífonas, himnos y
respuestas cantadas. Finalmente desistí y me limité a sentarme y escuchar.
Recordé que nuestro párroco había dicho que los monjes practicaban los antiguos cantos
gregorianos. El año anterior, Rachael había comprado un compact del popular Cántico
(grabado por unos monjes españoles) y yo le había tomado mucha afición. Los cánticos
aquellos eran parecidos, aunque la letra era en inglés.
Algunos de los monjes más jóvenes miraban de vez en cuando sus libros de himnos y sus
misales, pero había otros muchos que no necesitaban ese tipo de ayuda, recitaban con soltura
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