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La Verdad Y El Poder. Un Diálogo Entre Nietzsche Y Foucault.

FrEli30 de Agosto de 2012

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La verdad y el poder. Un diálogo entre Nietzsche y Foucault. (autor Freddy Castillo Osorio)

Sabemos, en la actualidad, que toda escritura de la historia esta condicionada por su tiempo. Y no sólo eso, también sabemos que hay innumerables maneras en que los valores –juicios y pre-juicios- afectan la perspectiva que se tiene sobre lo que es hacer ciencia. Recordemos que, Nietzsche, en varios aforismos de La gaya ciencia, cuestiona y denuncia lo absurdo que resulta buscar el origen, ese mítico punto cero, trasmundo original, origen metafísico y supuesto fundamento absoluto de la realidad y de la existencia. En su lugar, y, a través de la Genealogía de la moral, el anarca de Sils María, incursiona e investiga en los pantanosos territorios que han sido mitificados por la tradición, en los cuales, se ha gestado la moral. Es decir, Nietzsche explora la anegada superficie deificada y mistificada donde se gesta y crece lo que coloquialmente conocemos como la verdad. El filólogo maldito, se aventura en afanosa búsqueda del terreno, y las condiciones, donde -y por las cuales- la moral aparece como endémico fruto. Es así que la labor del filósofo-genealogista, a través del meticuloso y riguroso uso del martillo, trata no solamente de penetrar en el inhóspito y escabroso suelo donde se forma, donde se ficciona y se construyen el conocimiento y la verdad, sino, además, éste, emprende y se esfuerza constantemente por dar cuenta -a partir de un arduo trabajo de pensamiento crítico manifestado a través de la transvaloración y el cuestionamiento- de los múltiples mecanismos y elementos que constituyen el taller donde la moral se fabrica. Nietzsche, a través de una crítica del valor de “nuestros” valores morales descubre el zócalo, el sórdido suelo que pisamos, sórdido, sí, pero que de un modo u otro, sirve de apoyo a la existencia.

Desde Nietzsche sabemos que el conocimiento – compuesto del azar y del instinto- forma parte de nuestra moral, y, lo más importante, desde Nietzsche también sabemos que el conocimiento forma y produce nuestra verdad. Es así que, el conocimiento se constituye en el pilar o en el cimiento nuclear que sirve de basamento y puntal no sólo de la moral sino, además, de la verdad producida, edificio teórico y práctico visible y enunciable en el que se desarrolla nuestra existencia y que expresamos en términos de experiencia moral. El conocimiento no sólo es el fundamento de nuestra verdad, sino, la esencia de la verdad misma.

Para el sujeto de la modernidad, nuestra verdad, o lo que llamamos nuestra verdad, “se funda en los avatares del conocer”. Parece ser que “el conocimiento es la dulce miel de la que nos alimentamos”, la cual, además, dicen, “funda nuestra libertad o la posibilidad de ella”, aunque, por otro lado, se transforme o pueda “transformarse en el frasco del que tarde o temprano nos volveremos prisioneros”.

Nietzsche señala que aquel que vaya en la búsqueda de la génesis de la moral y de su verdad, (la producción-construcción e instauración de las invenciones, artificios y ficciones culturales denominadas como conocimiento; y, de los cómos, porqués y para qués constitutivos e integrantes del zócalo, sedimento inhóspito, donde crece la moral y la verdad; así como sus maquinarias, los mecanismos e instrumentales que producen y configuran la moral y sus producciones axiológicas, es decir, sus valores) su rastreo y exploración impondrá condiciones, exigirá tránsitos subrepticios y azarosos porque no deberá haber certidumbres permanentes, no habrá itinerarios, ni táctica y estrategia infalible e inalterable, y mucho menos verdades inviolables y absolutas.

Lo más inquietante para el filósofo genealogista es que tampoco “encontrará” una realidad única, sustancial, firme y neutral, lo que en términos nietzscheanos se denominaría un mundo-verdad, un mundo más allá de las apariencias que pueda, al desprenderse éstas, descubrir o revelar una esencia universal y perdurable. Tal vez lo único con lo que el genealogista, probablemente, pueda verse enfrentado continuamente es con la perturbadora visión de que “el mundo se ha vuelto una fábula”.

Por un lado, es por ello que el filósofo genealogista no busca estancias, ni se adjudica dogmas, y, por el otro, no establece certezas definitivas y concluyentes: el filósofo genealogista no sostiene o se sostiene de verdades e imperativos categóricos tajantes y absolutos que puedan, que deban, confortarle y socorrerle en los momentos más brutales e intensos que va experimentando en las diversas tensiones epistémicas que desafía. Es decir, precisa, es imprescindible, que su voluntad tenga la fuerza vital necesaria no sólo para continuar con su tarea sino, además, para no desistir, para no huir, ceder, abandonarse y consumirse en los hostiles terrenos, en los ásperos y escasamente cristalinos territorios que investiga y cuestiona.

El genealogista, “es un investigador, no un predicador”. En contraste o contraposición al filósofo loco, otros filósofos e investigadores han tomado a la Historia, no solamente como testimonio teleológico de la realidad, sino además, como entidad reveladora de la finalidad última del hombre y de la existencia, historia que forma parte del conocimiento y que, paulatinamente, ha venido lográndose, perfeccionándose progresiva y gradualmente para afirmar categóricamente el poder acceder o estar accediendo al fin establecido por la razón, que reconoce en ella, la reapropiación de su verdad.

Es así que la verdad se encuentra protegida, revalidada en y por la historia, la cual se expresa en hallazgos nuevos y correcciones frecuentes. Se nos dice que, si bien no alcanzamos o no podemos -ni podremos alcanzar- llegar a develar total e integralmente la verdad es debido a la ceguera, a la ignorancia, la finitud, a los límites con los cuales esta infectado desde el nacimiento no sólo nuestro entendimiento, sino el ser humano en general.

Pero aunque esto se ha determinando de esa manera se dice que la mínima verdad progresivamente alcanzada, es objetiva y demostrable, por tanto es y deberá ser el soporte y sustento de la realidad. La verdad ha solidó verse tradicionalmente como un fruto. Pero, pudiera ser que, al remitirnos a la historia de la verdad y posicionarnos desde otra perspectiva al invertir el axioma, nos encontrásemos con que la noción de verdad no ha sido siempre la misma. El problema –parte del interminable quehacer filosófico- es que gran parte de los planteamientos hechos sobre la verdad se orientan a verla como algo ahí que es necesario fortalecer y reafirmar (efecto de un pretendido dominio por parte de la voluntad de verdad).

Nietzsche encuentra, al haber explorado los avatares de esa voluntad de verdad, y pone al descubierto que no hay verdad que no descanse en pasiones, instintos, luchas, incluso su sostén ha sido un distanciamiento de la voluntad frente a un objeto del cual ríe, detesta y deplora. En Nietzsche se da una inclusión que tiene que ver con la verdad pero, de otra forma. Los resultados formalizados, es decir, las verdades -o producciones-efecto- derivadas de los conocimientos forjados, elaborados e inventados en las fábricas de la moral no son consideradas por Nietzsche ni idénticas ni tampoco homogéneas. Es decir, estas producciones son construcciones históricas, efectos plurales y diferenciales estructurados espacial y temporalmente por y en las sociedades a partir de la cultura, y, por ello, no deben considerarse en términos globales y universales.

Para Nietzsche, construcciones morales concretas tienen sus propias condiciones y atributos determinables y determinantes, por consecuencia límites singulares que deben ser contextualizados y establecidos a partir de antecedentes y consecuentes distintos, lo cual configura procesos singulares, así como corolarios y derivaciones propias a cada sistema, los cuales, como ya se dijo, también están sujetos a montajes técnicos y tecnificados específicos, por lo que, recalcamos, no deben considerarse como productos uniformes cristalizados y absolutos.

Además, éste también rechaza la necesidad de subsanar y cubrir la fisura-vacío yoica, herida narcisista constitutiva de la naturaleza inacabada del hombre, y que, de un modo u otro, y por medio de fórmulas absolutistas en pro de la unidad de índole teísta o antropocéntrica, van en la búsqueda de una tal unidad que no existe. El concepto mismo de unidad y la idea de unidad se hacen necesarios al cálculo, pero no tienen ningún tipo de validez objetiva, pues, cabe recordar que: “se trata tan sólo de la proyección hacia fuera de la unidad del yo, nuestro primer credo.” Por mediación de sistemas racionales gramaticales globalizantes y unilineales que organizan e implantan factores y afectos casuístico-generalizables se busca atenuar el vértigo, materia del terror, el horror al caos y al sinsentido.

Es así que, en parte, y de acuerdo a él, el ideal secularizado y heredado de los viejos sistemas teológicos y filosóficos dogmáticos que llevan en sí el germen decadente de la metafísica nihilista, da las bases, los modelos, los derroteros, las guías, los recorridos y los objetivos del pensamiento y la existencia por esa fatal necesidad de encauzar y conducir al hombre hacia el deseo irrealizable de trascendencia, hacia el deseo de la certeza y de absoluto recuperable; hacia los ideales heredados no solamente del iluminismo positivista sino, además, del atávico sueño quimérico legado de la religión judeocristiana, el cual, pretende, que a través del supuestamente progresivo, gradual y continuo desarrollo de la razón y de la conciencia, del trabajo constante de acceso y apropiación de la esencial esencia y sus fundamentos, el acceso al paraíso

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