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Las Culturas y la Globalización

Ensayo30 de Octubre de 2012

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Las culturas y la globalización

Vargas Llosa, Mario

El Norte: (columna) "Piedra de Toque", 16/04/2000

Uno de los argumentos más frecuentes contra la globalización es el siguiente: la desaparición de las fronteras nacionales y el establecimiento de un mundo interconectado por los mercados internacionales infligirá un golpe a las culturas regionales y nacionales, a las tradiciones, costumbres, mitologías y patrones de comportamiento que determinan a la identidad cultural de cada comunidad o país.

Incapaces de resistir a la invasión de productos culturales de países desarrollados que inevitablemente acompañan como una estela a las gandes transnacionales, la cultura estadounidense terminará por imponerse, uniformando al mundo entero y aniquilando la rica floración de diversas culturas que todavía ostenta

De este modo, todos los demás pueblos, y no sólo los pequeños y débiles, perderán su identidad -su alma- y pasarán a ser colonizados del Siglo 21, zombies o caricaturas modelados según los patrones culturales del nuevo imperalismo que, además de reinar sobre el planeta gracias asus capitales, técnicas y poderío militar y conocimientos científicos, impondrá a los demás su lengua, sus maneras de pensar, de creer, de divertirse y de soñar.

Esta pesadilla o utopía negativa de un mundo que, en razón de la globalización, habrá perdido su diversidad linguística y cultural y ha sido igualada culturalmente por Estados Unidos, no es, como algunos creen, patromonio exclusivo de minorías políticas de extrema izquierda, nostáligcas del guevarismo tercermunista, un delilrio de persecución atizado por el odio y el rencor hacia el gignte estadounidense.

Se manifiesta también en países desarrollados y de alguna cultura y la comparen sectores políticos de izquierda, de centro y de derecha. El caso tal vez más notorio sea el de Francia, donde periódicamente se realizan campañas por los gobiernos, de diverso signo ideológico, en defensa de la "identidad cultural" francesa, supuestamente amenzada por la globalización.

Un vasto abanico de intelectuales y políticos se alarman con la posibilidad de que la tierra que produjo a Montaigne, Descartes, Racine, Beaudelaire, fue árbitro de la moda en el vestir, en el pensar, en pintar, en el comer y en todos los dominios del espíritu, pueda ser invadida por los McDonalds, los Pizza Huts, los Kentucky Fried Chicken, el rock y el rap, las películas de Hollywood, los blue jeans y las polo shirts.

Este temor ha hecho, por ejemplo, que en Francia se subside masivamente a la industria cinematrográfica local y que haya frecuentes campañas exigiendo un sistema de cuotas que obligue a los cines a exhibir un determinado número de películas nacionales y a limitar el de las películas importadas de los Estados Unidos.

Asimismo, esta es la razón por la que se han dictado severas disposiciones municipales (no muy respetadas en las calles de París) penalizando con severas multas los anuncios publicitarios que desnacionalicen con anglicismos la lengua de Molière. Y no olvidemos que José Bové, el granjero convertido en cruzado contra el mal comer, que destruyó un Mc-Donald's, se ha convertido poco menos que un héroe popular en Francia.

Aunque creo que el argumento cultural contra la globalización no es aceptable, conviene reconocer que en el fondo de él yace una verdad incuestionable. El mundo en que vamos a vivir en el siglo que comienza va a ser mucho menos pintoresco, impregnado de menos color local que el que dejamos atrás.

Fiestas, vestidos, costumbres, ceremonias, ritos y creencias que en el pasado dieron a la humanidad su frondosa variedad folclórica y etnológica van deapareciendo o confinándose en secotres minoritarios, en tanto que el grueso de la sociedad los abandona y adopta otros, más adecuados a la realidad de nuestro tiempo.

Este es un proceso que experimentan, unos más rápidamente, otros más despacio, todos los países de la tierra. Pero no por obra de la globalización, sino de la modernización, de la que aquélla es efecto, no causa. Se puede lamentar, desde luego, que ésto ocurra y sentir nostalgia por el eclipse de formas de vida del pasado que, sobre todos vidas dede la cómoda perspectiva del presente, nos parecen llenas de gracias, originalidad y color.

Lo que no creo que se pueda es evitarlo. Ni siguiera los países como Cuba o Corea del Norte, que, temerosos de que la apertura destruya los regímenes totalitarios que los gobiernan, se cierran sobre sí mismos y oponen toda clase de censuras y prohibiciones a la modernidad, consiguen impedir que ésta vaya infiltrándose en ellos y socave poco a poco su llamada "identidad cultural".

En teoría, sí, tal vez, un país podría conservarla a condición de que, como ocurre con ciertas remotas tribus del Africa o Amazonia, decida vivir en un aislamiento total, cortando toda forma de intercambio con el resto de las naciones y practicando la autosuficiencia. La identidad cultural así conservada retorcederia a esa sociedad a los niveles de vida del hombre prehistórico.

Es verdad: la modernización hace desaparecer muchas formas de vida tradicionales, pero al mismo tiempo, abre oportunidades y consituye, a grandes rasgos, un gran paso adelante para el conjunto de la sociedad. Es por eso que, en contra a veces de lo que sus dirigentes o intelectuales tradicionalistas quisieran, los pueblos, cuando pueden elegir libremente, optan por ella, sin la menor ambiguedad.

En verdad, el alegato a favor de la "identidad cultural" en contra de la globalización, delata una concepción inmovilista de la cultura que no tiene el menor fundamento histórico. ¿Qué culturas se han mantenido idénticas a sí mismas a lo largo del tiempo? Para dar con ellas hay que ir a buscarlas entre las pequeñas comunidades primitivas mágico-religosas de seres que viven en las cavernas, adoran al trueno y a la fiera, y, debido a su primitivismo, son cada vez más vulnerables a la explotación y al exterminio.

Todas las otras, sobre todo las que tienen derecho a ser llamadas modernas -es decir, vivas- han ido evolucionando hasta ser un reflejo remoto de lo que fueron apenas dos o tres generaciones atrás. Ese es, precisamente, el caso de países como Francia, España e Inglaterra, donde sólo en el último medio siglo los cambios han sido tran profundos y espectaculares que hoy un Proust, un García Lorca y una Virgina Wolf apenas reconocerían las sociedades donde nacieron y cuyas obras ayudaron tanto a renovar.

La noción de "identidad cultural" es peligrosa porque, desde el punto de vista social, represetna un artificio de dudosa consistencia conceptual y, desde el político, un peligro para la más preciosa conquista humana, que es la libertad.

Desde luego, no niego que un conjunto de personas que hablan la misma lengua, han nacido y viven en el mismo territorio, afrontan los mismos problemas y practican la misma religión y costumbres, tengan características comunes. Pero ese denominador colectivo no puede definir cabalmente a cada una de ellas, aboliendo o relegando a un segundo plano desdeñable lo que cada miembro del grupo tiene de específico, la suma de atributos y rasgos particulares que lo diferencian de los otros.

El concepto de identidad, cuando no se emplea en una escala exclusivamente individual y aspira a represetar a un conglomerado, es reductor y deshumanizador, un pase mágico-ideológico de siglo colectivista que abstrae todo lo que hay de original y crativo en el ser humano, aquéllo que no le ha sido impuesto por la herencia ni por el medio geográfico, ni por la presión social, sino que resulta de su capacidad para resistir esas influencias y contrarrestarlas con actos libres, de invención pesonal.

En verdad, la noción de identidad colectiva es una ficción ideológica, cimiento del nacionalismo que, para muchos etnólogos y antropólogos, ni siquiera entre las comunidades más arcaicas representa una verdad. Pues, por importantes que para la defensa del grupo sean las costumbres y

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