Los Tres Anillos
Dianazavalac16 de Septiembre de 2014
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Los tres anillos
[Cuento. Texto completo]
Giovanni Boccaccio
Años atrás vivió un hombre llamado Saladino, cuyo valor era tan grande que
llegó a sultán de Babilonia y alcanzó muchas victorias sobre los reyes
sarracenos y cristianos. Habiendo gastado todo su tesoro en diversas guerras y
en sus incomparables magnificencias, y como le hacía falta, para un
compromiso que le había sobrevenido, una fuerte suma de dinero, y no veía de
dónde lo podía sacar tan pronto como lo necesitaba, le vino a la memoria un
acaudalado judío llamado Melquisedec, que prestaba con usura en Alejandría,
y creyó que éste hallaría el modo de servirle, si accedía a ello; mas era tan
avaro, que por su propia voluntad jamás lo habría hecho, y el sultán no quería
emplear la fuerza; por lo que, apremiado por la necesidad y decidido a
encontrar la manera de que el judío le sirviese, resolvió hacerle una consulta
que tuviese las apariencias de razonable. Y habiéndolo mandado llamar, lo
recibió con familiaridad y lo hizo sentar a su lado, y después le dijo:
-Buen hombre, a muchos he oído decir que eres muy sabio y muy versado en
el conocimiento de las cosas de Dios, por lo que me gustaría que me dijeras
cuál de las tres religiones consideras que es la verdadera: la judía, la
mahometana o la cristiana.
El judío, que verdaderamente era sabio, comprendió de sobra que Saladino
trataba de atraparlo en sus propias palabras para hacerle alguna petición, y
discurrió que no podía alabar a una de las religiones más que a las otras si no
quería que Saladino consiguiera lo que se proponía. Por lo que, aguzando el
ingenio, se le ocurrió lo que debía contestar y dijo:
-Señor, intrincada es la pregunta que me haces, y para poderte expresar mi
modo de pensar, me veo en el caso de contarte la historia que vas a oír. Si no
me equivoco, recuerdo haber oído decir muchas veces que en otro tiempo
hubo un gran y rico hombre que entre otras joyas de gran valor que formaban
parte de su tesoro, poseía un anillo hermosísimo y valioso, y que queriendo
hacerlo venerar y dejarlo a perpetuidad a sus descendientes por su valor y por
su belleza, ordenó que aquel de sus hijos en cuyo poder, por legado suyo, se
encontrase dicho anillo, fuera reconocido como su heredero, y debiera ser
venerado y respetado por todos los demás como el mayor. El hijo a quien fue
legada la sortija mantuvo semejante orden entre sus descendientes, haciendo lo que había hecho su antecesor, y en resumen: aquel anillo pasó de mano en
mano a muchos sucesores, llegando por último al poder de uno que tenía tres
hijos bellos y virtuosos y muy obedientes a su padre, por lo que éste los amaba
a los tres de igual manera. Y los jóvenes, que sabían la costumbre del anillo,
deseoso cada uno de ellos de ser el honrado entre los tres, por separado y
como mejor sabían, rogaban al padre, que era ya viejo, que a su muerte les
dejase aquel anillo. El buen hombre, que de igual manera los quería a los tres
y no acertaba a decidirse sobre cuál de ellos sería el elegido, pensó en dejarlos
contentos, puesto que a cada uno se lo había prometido, y secretamente
encargó a un buen maestro que hiciera otros dos anillos tan parecidos al
primero que ni él mismo, que los había mandado hacer, conociese cuál era el
verdadero. Y llegada la hora de su muerte, entregó secretamente un anillo a
cada uno de los hijos, quienes después que el padre hubo fallecido, al querer
separadamente tomar posesión de la herencia y el honor,
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