Moral Relativa A La Sexualidad
marce_obi9 de Diciembre de 2013
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Moral relativa a la sexualidad
Estamos llenos de preconceptos. Uno de ellos, por poner un ejemplo cualquiera, dice que el ser humano debe tener hijos para saberse realizado. Otro, que el bien y el mal son conceptos universales e indiscutibles. Y otro, el que precisamente me interesa discutir ahora, es éste: la “fidelidad” en la pareja debe ejercerse a rajatabla, o por lo menos simular que se ejerce.
Mi lucha es sobre todo en contra de los preconceptos, de las estructuras heredadas y que se aceptan sin ser elaboradas, entendidas por la razón. Creo que todo puede ser pensado, comprendido. Descreo absolutamente de la fe que mueve montañas, del “si siempre fue así, debe ser por algo” y del “lo siento de esa manera, y contra los sentimientos no se puede luchar”. En este pequeño ensayo, escrito sobre todo para mí mismo, para asentar todas las ideas que tengo sobre este tema, pretendo discutir los dos últimos puntos.
Ante todo, mis premisas morales básicas (ya que lo que viene es una justificación moral de mi comportamiento frente a la sexualidad):
1) Es moralmente correcto aquello que no hace daño.
2) Si una acción tuviere que dañar necesariamente a alguien, será moralmente correcto provocar el menor daño posible.
2-a) Si el no ejecutar una acción nos causare más daño que aquél que causaría si se ejecutase, será moralmente correcto ejecutarla.
3) Si creemos sinceramente que una acción que ejecutemos cumplirá con las premisas anteriores, su ejecución será moralmente correcta, aún si el daño se genera.
Este ensayo pretende demostrar, o decir convincentemente, que el sexo fuera de la pareja es moralmente correcto.
En general, dos personas conforman una pareja llenos de ilusiones, y pensando que nunca más sentirán deseo sexual por una persona extraña a la pareja; o si son lo suficientemente sensatos como para darse cuenta de que ese deseo tarde o temprano se dejará entrever en los vaivenes de la rutina, creen que podrán fácilmente deshacerse de él “usando” a la pareja... “amada”. Casi indefectiblemente, según he podido verificar en varios ámbitos de mi entorno social, el tiempo hace que se piense mejor lo anterior, y lo que comenzó siendo un enamoramiento “fiel hasta la muerte” pasa por la etapa del engaño culpable, para terminar, en muchos casos (incluso de gente todavía joven, como varios de mis compañeros de trabajo) en el alardeo atorrante de la cantidad de aventuras “amorosas” contabilizadas hasta el momento. Puedo dar fe de estos casos en hombres, pero no dudo de que las mujeres, siempre discretas delante nuestro, se comportan de la misma manera y hablan de las mismas cosas en sus té-canasta. Así termina la prometida (o sobreentendida) fidelidad sobre la que muchísima gente construye sus parejas, y sus vidas. El contrato matrimonial no hace más que formalizar una mentira: en el momento de casarse, muchos ya se han engañado (¡es gracioso oírlos decir que no lo harán más después del matrimonio! ¿Es que hay algo tan profundo de la relación que cambia con el matrimonio, algo que implica un cambio tan absoluto de actitud? ¡Por supuesto que no!) y muchos otros ya saben que no falta mucho para que eso suceda. Nos quedan siempre los casos en los que realmente la fidelidad es absoluta, perpetua y feliz, pero todos sabemos que el porcentaje de dichos casos es ínfimo, y este ensayo habla de la generalidad. Y también están los que de igual manera son fieles para siempre, porque sus principios seudo-morales están tan arraigados que no les permiten el engaño, a pesar de que desean tener sexo con otras personas. Estas personas sufren, y ese sufrimiento suele terminar en la destrucción de la pareja (haya separación o no, ya que vivir bajo un mismo techo, con hijos y todo, no implica desear estar junto a la otra persona, premisa fundamental de cualquier pareja saludable).
Salvando el caso, entonces, de los “fieles felices”, que no es más que la excepción que confirma la regla (y los que no quieran creerlo: ¡miren un poco a su alrededor, escuchen lo que la gente dice!), nos quedan dos alternativas: o tenemos sexo fuera de la pareja, o “nos aguantamos” y con eso sembramos el germen de la ruina de la misma.
¿Qué resulta moralmente correcto, puestos ante esta disyuntiva? Tomando como universo a la pareja misma, no puede existir peor daño que la destrucción de ese universo. Queda absolutamente descartada, entonces, la opción de la fidelidad forzada.
Ya es hora, entonces, de decirlo, y de seguir bajo esta premisa: para la enorme mayoría de nosotros, el sexo fuera de la pareja es, o será en algún momento, imprescindible.
Claro que dentro de esta opción hay variantes. Están las ya mencionadas: el engaño culpable, y el engaño no-culpable. La tercera, y por la que me juego entero, es la sinceridad: el sexo fuera de la pareja debe existir, y nuestra pareja debe saberlo. Habría ahora que analizar, desde las premisas morales básicas de más arriba, cuál es la opción moralmente correcta: esto es, la que tienda al menor daño posible.
El primer caso, el engaño culpable, es claramente el peor: sufre quien lo ejecuta, y existe la posibilidad de que la pareja (¿la víctima?) descubra el engaño en algún momento (¡o que el mismo ejecutor, presa de la culpa, termine confesando!) y también sufra. Peor aún: el esclarecimiento del engaño puede ser motivo de la finalización de la pareja, con lo cual tenemos de vuelta el peor daño posible.
El engaño “superado” o canchero, o al menos no-culpable (para el caso es lo mismo) es una derivación del anterior. Si bien podemos suponer que el ejecutor no sufre al cometer el engaño, todo lo demás aplica al pie de la letra. Existe la posibilidad de que el otro lo sepa, y aunque esta posibilidad pueda ser menor que antes (hay una persona menos que puede hablar), existe. Las consecuencias pueden ser las mismas.
Ahora bien, ¿qué pasa si la persona engañada, a su vez, también es culpable de lo mismo? En el caso de que supiera de alguna forma que ella también fue engañada, ¿cómo podría reaccionar? Obviamente, los matices son impredecibles, pero básicamente, de dos maneras: como si ella no fuera culpable de nada (y estaríamos en el caso anterior) o sincerándose y haciendo evidente su engaño. En este último caso, que en esta situación sería el más saludable, se atraviesa una etapa de sufrimiento (ambos sufrirán el haber sido engañados, más allá de si luego pueden racionalizarlo y darse cuenta de que no hay nada de qué horrorizarse) para luego terminar en la que, para mí, es la solución ideal a todo esto: como dije antes, la sinceridad. Casi no hace falta decirlo porque salta a la vista: ¿no hubiera sido mejor adoptar esta última postura desde el principio?
Estarán los que digan: “si me cuido lo suficiente, es muy probable que mi pareja nunca sepa que está siendo engañada”, y que crean que ejecutando el engaño con discreción están “protegiendo” a su pareja del sufrimiento que le provocaría saberlo. Vale la pena analizarlo, porque en principio podría parecer la postura que tiende al menor daño posible, y porque trae otro ingrediente –fundamental- a la discusión.
En primer lugar, los seres humanos estamos lejos de ser perfectos. El ocultamiento de un engaño es difícil, ya que siempre hay alguien más involucrado. Esto quiere decir que la mencionada discreción deja de depender del que quiere ser discreto, y peor aún: el tercero en cuestión, aunque comience siendo un desconocido, puede llegar a tener muy malas intenciones (o muy buenas para sí mismo, dependiendo de dónde se lo mire: podría, por ejemplo, “enamorarse” del engañador y quererlo para sí mismo, nada más), y probablemente no le resulte difícil dar con el paradero de la “víctima” y ponerla al tanto de todo. O también puede pasar que el ejecutor del engaño lo comente con algún amigo, que quizás más tarde piense que es conveniente revelar el secreto por algún motivo... No se trata de ser paranoicos: se trata de tener todas las posibilidades en mente. El ser conscientes de que esto puede pasar debería desalentarnos de pensar que estamos protegiendo a nuestra pareja. Todo lo contrario: la estamos exponiendo a un sufrimiento enorme, aún si estamos segurísimos de que nunca se va a enterar de nada... En todo caso, si realmente se tiene interés en asegurar esa protección, lo más sensato sería no cometer el engaño, con lo que caeríamos en uno de los casos discutidos más arriba. En definitiva, esta opción, al principio aparentemente meritoria, se desluce al ser analizada más de cerca: no termina siendo más que un caso particular del engaño no-culpable, a la que cabe aplicar las mismas consideraciones que al caso general.
Nos queda como última opción la sinceridad, esto es: ambos miembros de la pareja tienen la libertad de ejercer libremente su sexualidad fuera de la pareja, y ambos lo saben. Si bien estamos cerca de la solución ideal, antes hay que analizar el paso anterior, ya dentro de este contexto: ambos saben que el otro puede ejercer su sexo libremente, pero prefieren no saber si lo hace o no. Si bien ésta es claramente mejor que cualquiera de las opciones anteriores, sigue habiendo un problema: al no querer saber toda la verdad, se corre el riesgo, como antes, de saberlo de todas maneras por algún error del culpable o por la mala fe de personas ajenas a la pareja. En el caso de que eso ocurriere, no es difícil imaginar que la víctima sufrirá, quizás no tanto como en las situaciones antes mencionadas, pero sufrirá. También puede ocurrir, y fui testigo de un caso, que el acuerdo se vuelva insostenible para alguno de los miembros de la pareja (o para
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