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Pedagogia

dues1234 de Febrero de 2014

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campos de esta batalla. San Agustín había entrevistado a Fausto, el más famoso maniqueo de la época, pero ni siquiera éste había logrado disipar sus dudas. Por el contrario, la lectura de los neoplatónicos lo inclinaba hacia la tesis de que el mal era una simple negación o ausencia de realidad y que, por tanto, no contradecía la infinitud de Dios. En Milán, la palabra y el ejemplo del obispo San Ambrosio y los consejos de su madre, que mientras tanto se había reunido con a, precipitaron la crisis: Agustín se hizo catecúmeno. En el otoño de 386 deja la enseñanza y se retira con reducido grupo de parientes y amigos a Cassiciaco; cerca de Milán, donde compone sus primeras obras. En 387 recibe el bautismo de manos de San Ambrosio y a partir de ese momento se le presenta claramente la misión a que debía dedicarse: difundir y defender en su patria la verdad cristiana. Pensó en regresar; pero en Ostia, mientras esperaba embarcarse murió la madre y él permaneció todavía por algún tiempo en Roma. De vuelta en Tagaste, se ordenó sacerdote en 391; en 395 fue consagrado obispo de Hipona. Desde entonces su actividad fue incesante. El 28 de agosto de 430, San Agustín falleció cuando desde hacía tres meses los vándalos de Geserico asediaban Hipona. Los primeros escritos de San Agustín son los compuestos en Cassiciaco: Contra académicos, De la beatitud, Del orden, Soliloquios. En Roma, mientras esperaba la partida para el África, escribió De la grandeza de alma. De regreso en Tagaste compuso, entre otras obras, De la verdadera religión, que figura entre sus obras filosóficas más notables. Además, abrió la polémica contra los maniqueos a la que dedicó muchos escritos. Consagrado obispo, enderezó la polémica por una parte contra los donatistas, sostenedores de una iglesia africana independiente y resueltamente hostil al Estado romano, y por la otra contra los pelagianos que negaban o por lo menos limitaban la acción de la gracia divina. Estos escritos son en número muy grande. Mientras tanto, componía igualmente obras filosófico-teológicas, como De la Trinidad y sobre todo La ciudad de Dios, su libro más vasto, compuesto entre 413 y 426. Hacia el año 40o compuso los trece libros de las Confesiones, que son la clave de su personalidad de pensador. Al finalizar su vida, en 427, echó con las Retractaciones una mirada retrospectiva a toda su obra literaria, corrigiendo los errores y las imperfecciones dogmáticas.

8. DIOS Y EL ALMA

Al empezar los Soliloquios, una de sus primeras obras, San Agustín declara: “Quiero saber de Dios y del alma. ¿Y nada más? Nada más, en absoluto.” Y tales son realmente los términos hacia los cuales dirige, desde el principio hasta el fin, su búsqueda. Al mundo de la naturaleza San Agustín volvió la atención sólo ocasionalmente y a propósito de problemas concernientes a la naturaleza de Dios y del alma. Pero Dios y alma no son para San Agustín los objetos de dos indagaciones paralelas e independientes. Dios, en efecto, se manifiesta sólo al alma, en la más recóndita intimidad del alma misma. Buscar a Dios significa recogerse en sí mismo y conocerse como lo que se es, confesarse. La actitud de la confesión, que da origen a la más famosa de las obras agustinianas, es en realidad la actitud fundamental y constante de San Agustín. No sólo consiste en describir las vicisitudes de la propia vida externa e interna, sino también y sobre todo en resolver los problemas que surgen de la vida interior del hombre. Ahora bien, la confesión, el replegarse del alma sobre ella misma, conduce al alma a Dios. Pues que Dios es verdad, el hombre encuentra la primera verdad fundamental dentro de sí, es decir, en su alma. En efecto, se puede dudar de todo y antes bien, como pretendían los escépticos, se debe dudar. Pero quien duda de la verdad tiene la certeza de que duda, es decir, de que vive y piensa, o sea que en la duda misma alcanza una certidumbre que lo sustrae a la duda y lo refiere a la realidad. El hombre no podría dudar si no tuviese en sí la verdad, que la duda misma le revela y confirma. Y la verdad es Dios. De ahí la famosa admonición de San Agustín: “No salgas de ti, vuelve a ti

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mismo, en el interior del hombre habita la verdad; y si encuentras mudable tu naturaleza, trasciéndete también a ti mismo”. La verdad está en el hombre, pero no es el hombre; se halla por encima del hombre, quien para encontrarla debe trascenderse a sí mismo. Por tanto, la verdad no es ni siquiera la razón humana, sino la ley de la razón, es decir, el criterio de que la razón se sirve para juzgar las cosas. Si la razón es superior a las cosas de las cuales juzga, la ley de la razón es superior a la razón misma. Así como el juez humano puede juzgarlo todo menos la ley misma sobre la base de la cual juzga, así la razón, que todo lo juzga, no puede juzgar la verdad que es la ley de todos y cada uno de sus juicios. Se ha dicho que esta verdad es Dios mismo; más exactamente, es Dios como Logos o Verbo, es decir, es Cristo Hijo de Dios. El Padre es el Ser, d Espíritu Santo es el Amor. Dios es Ser, Verdad y Amor.

9. EL HOMBRE

Por su misma naturaleza el hombre está ligado a Dios. Dice San Agustín: si fuéramos animales podríamos amar sólo la vida carnal; si fuéramos árboles podríamos amar sólo lo que no tiene movimiento ni sensibilidad. Pero somos hombres, creados a imagen de Dios y por lo tanto podemos amar la verdadera Eternidad, la eterna Verdad, el eterno y verdadero Amor. El que el hombre haya sido creado a imagen y semejanza de Dios significa que sus actividades fundamentales corresponden a las personas divinas. Memoria, inteligencia y voluntad, las tres facultades del hombre, corresponden a las tres personas de la Trinidad divina y así como éstas constituyen una sola sustancia, así las tres facultades constituyen un alma única. Pero de la misma forma como el hombre puede buscar y amar a Dios, puede también alejarse de n. Pero como Dios es el Ser, la Verdad y el Amor, el hombre que se aleja de Él aleja de sí estas tres cosas y cae en el pecado. Por tanto al hombre se le presenta continuamente la siguiente alternativa: vivir según la carne y debilitar o romper la propia relación con Dios, cayendo en el pecado; o vivir según el espíritu, afianzando la propia relación con Dios, y prepararse a participar en su misma eternidad. La primera elección no es una verdadera elección, sino más bien la renuncia a elegir. Esta renuncia es la verdadera causa del pecado, y por eso no es una causa positiva, sino negativa; es una falla de la voluntad, una defección, una huera soberbia. En vano se buscará la “causa eficiente” de la voluntad perversa: no existe; la voluntad perversa sólo tiene una “causa deficiente”. En La ciudad de Dios, San Agustín, ante las catástrofes que afligen a la romanidad tardía, como el saqueo de Roma por los godos de Alarico (410), busca una explicación de las vicisitudes históricas y la encuentra justamente en su teoría del mal y del pecado. El amor de sí mismos que-mueve a los hombres y sobre el cual se funda el estado o “ciudad terrena” no es un mal en sí, pero se convierte en un mal e implica la ruina cuando lleva su osadía hasta el “desprecio de Dios”. Por el contrario, quien respeta la jerarquía de los valores y sabe llevar el amor de Dios hasta el desprecio de sí, se convierte por ello en ciudadano de la “ciudad de Dios”, la comunión ideal de los buenos, es decir, de los participantes en la gracia divina. En efecto, si el hombre recibe de Dios todas sus posibilidades naturales verdaderamente no puede hacer nada en el campo de la verdad y el bicis no es con la ayuda que Dios le ofrece gratuitamente, es decir, con la gracia. San Agustín sostiene este punto sobre todo en su polémica con Pelagio, monje bretón que había sostenido la capacidad del hombre de obrar virtuosamente, y por tanto de salvarse incluso sin asistencia de la gracia divina. Pelagio consideraba que ni siquiera el pecado original había debilitado radicalmente la libertad propia del hombre y por tanto su capacidad de obrar el bien. A este propósito San Agustín afirmaba, por el contrario, que, con Adán y en Adán, la humanidad entera habría pecado convirtiéndose en una sola “masa condenada”, de la cual ningún miembro podía sustraerse al justo castigo si no era por la misericordia y la gracia divina. Por lo tanto reconocía que Dios predestina a la salvación sólo a ciertos hombres mientras condena a todos los demás, consecuencia harto rigurosa que la misma

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iglesia católica mitigó posteriormente. Sin embargo, el principio afirmado a este propósito por San Agustín es el de la no oposición, antes bien, de la coincidencia, entre la libertad humana y la gracia de Dios. En la voluntad del hombre de ser libre, de adquirir y merecer la libertad definitiva propia de los santos, que consiste en no poder pecar, está ya en acto

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