Sobre El Suicidio
Porotos1220 de Septiembre de 2014
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Sobre el suicidio.
En el presente trabajo me ocuparé de la lectura que David Hume hace de Montesquieu: cómo se impregna la idea de suicidio en los pensamientos y las consideraciones escritas por el escocés. Vincularé el caso de los hombres supersticiosos desarrollado por Hume con las consideraciones nietzscheanas del nihilismo plasmadas en sus fragmentos de Lenzerheide. El análisis no pretende ser exhaustivo en absoluto, más bien tiene la intención de señalar los argumentos que se utilizan y los vínculos que se establecen entre los autores mencionados.
Montesquieu: Ideas preliminares.
El género epistolar escogido por Montesquieu no debe pensarse como una mera elección de gusto o de valor estético, sino más bien que responde a las particularidades de dos sujetos hablantes que expresan la intimidad de sus vivencias y pensamientos. Lo particular de la carta, de la epístola, es lo visceral, la presencia misma del cuerpo del hablante, la gestualidad de los sentimientos y no la de un narrador omnisciente. La aparición personal, la cercanía, el sudor, y el hondo respirar, dan fuerza, contundencia y energía al reclamo, a la expresión, al grito y la melancolía de lo contado.
En la carta LXXXVI de las Cartas Persas, Montesquieu desarrolla mediante la conversación entre dos personajes –Usbek y su amigo Ibben– algunas consideraciones que resultarán sumamente importantes para comprender el posterior desarrollo que llevaremos a cabo sobre Hume. El primer modo de abordar el caso del suicidio nos llega de la indignada opinión de Usbek, quien desdichado, hastiado, desgraciado y colmado se pregunta:
¿Por qué se me va a impedir poner fin a mis penas y privarme cruelmente de un remedio que está en mis manos?
Nótense la indignación, el enfado y la impotencia derramados por toda la pregunta; indignación por el impedimento de normas sociales que no responden a las particularidades vividas, cargadas por sus miembros y pautadas sin el consentimiento de éstos. Impotencia por tener una solución en sus propias manos y no poder servirse de ella. Enfado por lo que significaría servirse de ese último remedio y, quizás, por la consideración misma de la “solución” a sus problemas o bien, al fin de todos ellos.
Usbek no se detiene allí y tiene por válido traer a Dios a sus consideraciones:
Se me ha dado la vida como una gracia, –dice– puedo devolverla pues, cuando ha dejado de serlo: la causa, cesa; el efecto, debe también cesar.
Este terrible pensamiento que acompaña su vigilia no lo detiene ni por un segundo, no guarda reparos con la Suma Providencia puesto que su acción, su particular acción no alteraría el armonioso orden de la creación y de la conservación. Se le objetará que, unida el alma al cuerpo por Dios, su acción no hará más que separarlas y que por ello se opondrá a los propósitos, a la intención primera. No sería descabellado considerar que el argumento remata contra la creída excepcionalidad humana, quiero decir, ¿cambiaría, realmente, el curso del mundo, del orden divino –suponiendo la existencia de uno tal– si yo eligiese cesar junto con la causa? No.
Todas estas ideas, mi querido Ibben, no tienen otro origen que nuestro «orgullo»: no nos sentimos a gusto en nuestra pequeñez y, pese a ello, queremos contar en el universo y figurar en él como objetos importantes
No hay un orden jerárquico compuesto de lo más y menos estimados por Dios. Absolutamente nada tiene magna importancia tal que, de morir, cambiase los designios y desbaratase el orden impuesto por la Suma Providencia. Es sólo nuestro enorme y gordo orgullo el que nos hace creer que somos tan importantes como para cambiar tal curso.
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Sobre las fechas en que se envían las cartas creo pertinente hacer un comentario que puede resultar significativo para una contextualización de los personajes, sus situaciones y el contenido expresado en las cartas. Usbek envía su carta desde el París de 1715 el decimoquinto día de la luna de Safar: aquí el acento se pone en lo que significa en el calendario Musulmán ese período lunar, a saber, el mes de partida para la guerra. ¿Será, pues, la latente guerra quien dé lugar a estos pesares? El París de 1715, tras la muerte de Luis XIV, el Rey Sol, cae en un período de hambruna letal generando conflictos civiles y un caos social desorbitante. De modo que este caótico escenario, podría pensarse, nutre las ideas aquí discutidas.
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Dejemos por ahora este tipo de planteos y veamos qué responde Ibben a su amigo:
¿Para qué sirven todas estas impaciencias sino para mostrarnos que desearíamos ser felices «independientemente» de aquel que imparte la felicidad porque él es la felicidad misma?
Lo primero que cabría resaltar es el uso de la palabra independientemente, de allí preguntarnos ¿Es posible tal felicidad? Aislarnos completamente del mundo, salirnos por completo del estado de relación en el cual nos encontramos ¿Es posible?, ¿Acaso esa abstracción no implica el suicidio mismo? Y, ¿Nos arroja tal acción a un estado de felicidad? En segundo lugar, la contradicción que se genera pues si él es la felicidad misma, cómo ser felices habiendo tanta discordia con su modo de impartir felicidad ¿Acaso nos queda como posibilidad sólo la infelicidad, la desdicha?
David Hume: Las falsas creencias.
Pese a que no encontramos gran novedad en el tratamiento que Hume dedica al tema del suicidio, no podemos dejar de mencionar lo interesante y altivo de su abordaje. Con la estrategia de presentar argumentos y contra-argumentos desarrolla sus ideas acerca del suicidio. Veremos cómo Hume discute las opiniones del sentido común, la experiencia de vida, la filosofía, la superstición y la falsa religión para dar tratamiento al tema en cuestión. Tengamos a buen saber que Hume no propone una nueva moral. Más bien el propósito será eliminar los valores morales del sufrimiento, anular la culpa y pensar(nos) cómo ser capaces de elegir por nosotros mismos. Esto no convierte deseable al suicidio, todo lo contrario, para Hume un hombre no debería desear la muerte.
La primera cuestión que se nos menciona es esa cierta ventaja que se nos ofrece del pensamiento filosófico y que consiste en un antídoto tanto para la superstición como para la falsa religión. Vemos, dice Hume, cómo éstos últimos dos encuentran un excelente modo de desenvolverse en la experiencia cotidiana, una notable dinámica para los asuntos públicos o los negocios. Sin embargo al tratarse del suicidio resultan obsoletos, ineficaces, puesto que quienes se desenvuelven bajo esta lógica en la vida cotidiana están completamente doblegados por la más burda superstición fundada en falsas creencias. Aquí Hume se refiere a supersticiones que eliminan la posibilidad de considerar, en modo diferente, actos como el suicidio. Estas creencias sin sentido o bien, con falso sentido, suelen provenir de la cotidiana habladuría, en el mayor de los casos son injustificables y es por ello que se consideran supersticiones: por su irracionalidad y por su atributo sobrenatural. El hombre supersticioso al que reinan las falsas creencias es desdichado; sus sueños inclusive son una fuente de este nocivo veneno. Convengamos en decir que lo que se exalta de estos espíritus supersticiosos es que encuentran siempre una traba, un freno que les impide ponerle fin a sus penas sin importar cuán hondas y profundas sean, puesto que el suicidio traería para ellos repercusiones. Éstas tienen que ver tanto más con el temor que sobre sus hombros cae, que con el fin mismo. Temor de ofender a Dios todopoderoso y benéfico que le ha dotado con la vida. Así, el hombre de espíritu supersticioso se condena a vivir una vida desdichada, de un dolor y una tristeza despreciables. La superstición nos encadena a una existencia odiable y que se ha vuelto odiosa por la superstición misma. Se conjugan así, un terrible miedo a morir y una superstición mal fundada que priva al hombre de todo el poder que posee sobre sí mismo. La respuesta de Hume ataca directamente esas falsas creencias. Y así espeta con total determinación:
Pero cuando una filosofía consistente se ha apoderado de la mente, la superstición queda eficazmente excluida, y se puede afirmar con justeza que el triunfo sobre su enemiga es más acabado que el que posee sobre la mayoría de los vicios e imperfecciones que afectan a la naturaleza humana
Un hombre cuyos sentimientos sean más razonables, es decir que sean fruto de la filosofía, teme también a la muerte, se siente horrorizado por ella pero, insiste Hume, este horror unido a la mal fundada superstición arrebatan todo el poder que los hombres tienen sobre sí mismos. De allí que diga:
Permítasenos aquí intentar devolver a los hombres la libertad con la que han nacido
Como hemos dicho más arriba el propósito de Hume no será proponer una nueva moral, sino examinar argumentos contra el suicidio y abogar a favor de que tal acción no lleva consigo ni la culpa ni la condena y más aún, tampoco se desprenden de ella. Inclusive irá más lejos y dirá que la voluntaria materialización de mi muerte se da bajo el consentimiento de Dios. Todo ello – dice Hume – conforme a la opinión de los griegos. La referencia es sumamente interesante puesto que ya en la antigüedad se pensaba que es fútil conservar la vida cuando ésta está llena de desgracia, dolor o penas.
En el continuar del texto se ve claramente la lectura del epistolar Montesquieu. Hume desarrollará argumentos contra una pregunta sumamente similar a la
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