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Borges


Enviado por   •  20 de Mayo de 2014  •  Informes  •  892 Palabras (4 Páginas)  •  269 Visitas

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hola como va jonsjkdnwqjkqdnqkjwndjwqkndwkjQuien recorre los diarios cada mañana lo hace para el olvido o para el diálogo casual de esa tarde, y así no es raro que ya nadie recuerde, o recuerde como en un sueño, el caso entonces discutido y famoso de Maneco Uriarte y de Duncan. El hecho aconteció, por lo demás, hacia 1910, el año del cometa y del Centenario, y son tantas las cosas que desde entonces hemos poseído y perdido. Los protagonistas ya han muerto; quienes fueron testigos del episodio juraron un solemne silencio. También yo alcé la mano para jurar y sentí la importancia de aquel rito, con toda la romántica seriedad de mis nueve o diez años. No sé si los demás advirtieron que yo había dado mi palabra; no sé si guardaron la suya. Sea lo que fuere, aquí va la historia, con las inevitables variaciones que traen el tiempo y la buena o la mala literatura.

Mi primo Lafinur me llevó esa tarde a un asado en la quinta de Los Laureles. No puedo precisar su topografía; pensemos en uno de esos pueblos del Norte, sombreados y apacibles, que van declinando hacia el río y que nada tienen que ver con la larga ciudad y con su llanura. El viaje en tren duró lo bastante para que me pareciera tedioso, pero el tiempo de los niños, como se sabe, fluye con lentitud. Había empezado a oscurecer cuando atravesamos el portón de la quinta. Ahí estaban, sentí, las antiguas cosas elementales: el olor de la carne que se dora, los árboles, los perros, las ramas secas, el fuego que reune a los hombres.

Los invitados no pasaban de una docena; todos, gente grande. El mayor, lo supe después, no había cumplido aun los treinta años. Eran, no tardé en comprender, doctos en temas de los que sigo siendo indigno: caballos de carrera, sastrería, vehículos, mujeres notoriamente costosas. Nadie turbó mi timidez, nadie reparó en mí. El cordero, preparado con diestra lentitud por uno de los peones, nos demoró en el largo comedor. Las fechas de los vinos se discutieron. Había una guitarra; mi primo, creo recordar, entonó La tapera y El gaucho de Elías Regules y unas décimas en lunfardo, en el menesteroso lunfardo de aquellos años, sobre un duelo a cuchillo en una casa de la calle Junín. Trajeron el café y los cigarros de hoja. Ni una palabra de volver. Yo sentía (la frase es de Lugones) el miedo de lo demasiado tarde. No quise mirar el reloj. Para disimular mi soledad de chico entre mayores, apuré sin agrado una copa o dos. Uriarte propuso a gritos a Duncan un póker mano a mano. Alguien objetó que esa manera de jugar solía ser muy pobre y sugirió una mesa de cuatro. Duncan lo apoyó, pero Uriarte, con una obstinación que no entendí, ni traté de entender, insistió en lo primero. Fuera del truco, cuyo fin esencial es poblar el tiempo con diabluras y versos y de los modestos laberintos del solitario, nunca me gustaron los naipes. Me escurrí sin que nadie lo notara. Un caserón desconocido y oscuro

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