La Imbecilidad Y El Coraje
glorstef99529 de Octubre de 2013
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El argumento de la imbecilidad del sexo femenino es utilizado, a fines
del siglo XVIII, por un hábil abogado quiteño para defender los intereses
de su cliente quien, como fiadora de un comerciante, no queda, a la
muerte de éste, cumplir con sus obligaciones. Al mismo tiempo lleva la
atención hacia los diferentes niveles que determinaron la vida de las mujeres
en la sociedad colonial hispanoamericana, a saber, el jurídico, el ideológico
y el real.
Según el Diccionario de Autoridades de 1726 la imbecilidad se entiende
como la falta de fuerza o debilidad en un sentido muy amplio. Esta debilidad
requería de protección por parte del Estado y de la sociedad que asignaban
a la mujer un papel de menor de edad, incapaces de involucrarse en
negocios de cualquier índole, a no ser con el expreso consentimiento del
padre o del marido. En el campo jurídico esta posición inferior de la mujer
se había acuñado, para el caso español, en la Ley de las Siete Partidas del
siglo XIV y en las Leyes de Toro de inicios del siglo XVI y reforzado por
la Iglesia Católica como verdadera heredera de las concepciones éticas y
jurídicas de Roma.
Con las mujeres no se acostumbra hacer tales y instrumentos es decir,
escrituras de obligación opina, todavía en 1798, un mercader y regidor
de Quito, Joaquín Tinajero, quien reclama una pequeña suma por los
quintales de sebo entregados a una mujer Su concepción contrasta con la
realidad, tal y como se refleja en los protocolos de muchos notarios quiteños
de la época colonial. Aunque haya un buen número de transacciones llevadas
a cabo por mujeres con el expreso consentimiento del padre o del mando,
existen numerosas otras en las cuales las mujeres actúan solas y por
su propia cuenta. A veces, conscientes de la necesidad de defenderse solas
y seguras de su capacidad de hacerlo, declaran que aunque soy mujer casada,
como mi marido se halla ausente de esta Ciudad en la de Barbacoas,
y Bayer tratado siempre que se ha ofrecido con cualesquiera persona aun de
mayores cantidades, le hago esta obligación. Aquí ya se expresa el coraje
con el cual, muchas mujeres enfrentaban los problemas de la vida diana.
Otras mujeres, en cambio, no tenían esta libertad y se veían obligadas
a actuar sin el consentimiento ni el conocimiento del marido. Tal es el caso
de la Marquesa de Villanocha, quien para cubrir las deudas de su hijo con
un comerciante entregó a este último en prenda un par de manillas de perlas
y unos sarcillos de diamantes, así como firmó varias obligaciones. Su viudo,
al dictar el testamento para el cual ella había dejado un poder, claramente
desaprobaba este procedimiento clandestino. Las declaraciones de Ana María
Rodríguez, en 1806, por un lado y del Marqués de Villarrocha por el
otro indican un problema señalado por A. Lavrin, pero poco estudiado
hasta ahora. La pertenencia de diferentes clases sociales debe haber influido
en forma significativa, tanto en las necesidades como en las posibilidades
de actuación de las mujeres.
La idea de la «imbecilidad del sexo» no solamente sirve de argumento
jurídico, sino que también refleja concepciones ideológicas ampliamente
aceptadas por la sociedad colonial. A lo largo de la historia se encuentra
una gran ambigüedad en las ideas sobre la mujer. La gama de concepciones
va desde la imagen de la mujer «hacendosa» que, según el Libro de Proverbios
del Antiguo Testamento, «vale mucho más que las perlas o el
comentario de un fraile francés del siglo XII de que lejos de estar privadas
de la inteligencia de las cosas profundas, las mujeres suelen tener un espíritu
muy ingenioso, hasta la idea de Aristóteles, según quien su mejor virtud es el silencio
Aun en plena época de la Ilustración la mayoría de los intelectuales
consideraba que la superioridad del hombre sobre la mujer era un hecho
indiscutible de la naturaleza y pocas voces se levantaban, tanto en Europa
como en América, a favor de una igualdad. A la idea de la incapacidad se
añade la de la pasividad, o sea que las mujeres eran «plantas parásitas que
se sostienen de juegos ajenos, como lo afirma un autor de comienzos del
siglo XIX acerca de las mujeres limeñas”. Más allá de la incapacidad y de
la pasividad se cree poder detectar una serie de defectos de carácter.
El presente estudio pretende ofrecer un primer análisis de algunos aspectos
de la presencia femenina en la economía colonial de la Audiencia
de Quito. Aunque en las tres últimas décadas se haya iniciado un cambio
en la visión del papel de la mujer, es notable la escasez de estudios, en lo
que a América Latina se refiere, acerca de la participación femenina en la
economía’
De la Europa medieval se sabe de mujeres como administradoras de
señoríos feudales, como artesanas o como comerciantes. Un registro francés
de 1297 menciona 150 oficios femeninos, entre los cuales enumera el de
barbera, oficio que incluía las prácticas médicas conocidas en la época. La
principal industria de Occidente, la de los paños de tana, que se fomentaba
en Francia, constituía la base del comercio marítimo y de las grandes ferias
y empleaba a hombres y mujeres en la misma proporción, aunque fuera en
diferentes tareas. Respecto a las actividades productivas B. Becker
Cantarino señala, sin embargo, para el caso alemán, las severas restricciones
impuestas por los gremios artesanales, que impedían toda actividad independiente
a las mujeres
La participación activa de la mujer en el comercio fue siempre especialmente
fuerte en el sector alimenticio. El ejemplo más famoso lo constituyen
seguramente las vendedoras del gran mercado central de París
quienes jugaron un papel protagónico en los momentos más importantes de
la Revolución Francesa. Pero ya en la Edad Media, la actividad mercantil
femenina no se reducía a la venta de alimentos en los mercados. En el comercio
marítimo de larga distancia se encuentran mujeres, especialmente
viudas, quienes seguramente habían aprendido el negocio durante las largas
ausencias de sus maridos.
En Quito la participación se detecta ya en el siglo XVI. En 1642,
los que manejaban las pulperías de la ciudad eran todos hombres, aunque
entre los propietarios se encontraban dos mujeres. Pero ya en este entonces
había un reclamo de los pulperos contra las recatonas y gateras, indígenas
y mestizas, quienes estaban invadiendo su esfera comercial con la
venta de productos reservados al expendio a través de las pulperías.
Hacia finales del siglo XVIII se detecta, en el caso de la ciudad de
Quito, una situación diferente en el comercio. La documentación, escasa en
lo referente al sector informal del mercado, menciona con cierta frecuencia
mujeres como administradoras y como propietarias de pulperías, fenómeno
que se detecta, también, en la misma época, en las ciudades de México
o Guadalajara. La observación de este cambio, para el cual todavía no se
ha intentado ninguna explicación, lleva a analizar más de cerca el fenómeno
de las actividades comerciales en manos de mujeres, es decir pasar del análisis
de la situación jurídica y de los concepciones ideológicas al estudio
de la realidad de la vida cotidiana.
Un primer paso en el estudio de las actividades comerciales de las mujeres
es el establecimiento de los diferentes niveles de su involucramiento,
que van de una participación más bien indirecta a través de préstamos o
fianzas hasta el comercio de larga distancia.
Todavía se carece de estudios cuantitativos fehacientes acerca de la situación
económica y social de las mujeres, especialmente de las clases populares.
Se puede aseverar, sin embargo, que muchas mujeres, solteras, viudas
o abandonadas por sus maridos, es decir sin la protección que según
las leyes se debía dar a ellas, se encontraban en la necesidad de ganar su
vida. No siempre estas mujeres tenían el capital suficiente y la iniciativa o
inclinación para establecer una pulpería o una tienda. Una forma de procurarse
una ganancia era el préstamo de pequeñas sumas a comerciantes ambulantes,
ya que, casi sin excepción, eran los hombres los que tenían la libertad de viajar
Frecuentemente, en las declaraciones de deudas de los comerciantes,
especialmente de los que no pertenecen al grupo de los mercaderes mayoristas,
constan como acreedoras mujeres. Un ejemplo para ello es el testamento
de Eugenio Cifuentes, quien de peón llegó a ser pequeño comerciante,
pero quien nunca tuvo capital propio suficiente como para emprender
los costosos viajes a la Costa, sino que dependía de las sumas que le confiaban
otras personas26. No es, por lo tanto, de admirarse, que en su declaración
de deudas se encuentren, al lado de ocho acreedores masculinos con
un total de 697 pesos, también nueve mujeres, quienes habían prestado sumas
que oscilaban entre 6
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