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Las Novelas


Enviado por   •  10 de Octubre de 2014  •  4.018 Palabras (17 Páginas)  •  324 Visitas

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Secretos mortales de Santiago Restrepo

A punto de insertar una llave en la cerradura, el ruido de un golpe en el interior del apartamento me frenó en seco.

Mi corazón se saltó un latido. ¿Quién estaría adentro? ¿Un ladrón? Imposible. El edificio era seguro. Un vigilante cuidaba a toda hora la entrada principal. Además, no veía señales de que la puerta hubiera sido forzada.

Quizás Ana Milena, mi esposa, había llegado antes de lo previsto para darme una sorpresa. Era viernes y me había llamado a mediodía para avisarme que llegaría a las siete de Girardot, donde entresemana grababa una telenovela. Yo me había volado de la oficina a las cuatro y media para comprar algunos ingredientes y cocinarle comida italiana, su favorita.

Metí la llave, giré la chapa y empujé la puerta.

–¡Hola, amor, ya llegueeeé! –llamé con entusiasmo.

Nadie respondió.

Me encogí de hombros. El ruido habría salido del apartamento vecino o de algún objeto mal acomodado.

Alcé las bolsas con las compras y caminé desprevenido por el corto corredor de entrada.

Giré a la izquierda para atravesar el comedor hacia la cocina.

Una sombra negra se me echó encima.

Mi respiración se cortó. ¿Qué era…?

Una mano agarró mi camisa y un puño se movió veloz hacia mi cara.

Levanté un brazo por reflejo, pero apenas desvié el puñetazo que aterrizó con fuerza en el costado izquierdo de mi cabeza.

Todo se nubló, el dolor se expandió por mi cráneo y caí al suelo.

El tipo, vestido de negro y encapuchado, se me acercó.

Me cubrí la cara con los brazos a la espera de un golpe.

Pero el tipo siguió de largo.

Apoyé las manos sobre el tapete y levanté el torso. La figura de negro salía al balcón por la puerta de vidrio del comedor.

Me incorporé. Mi cuerpo se fue de costado. Me agarré de la mesa con ambas manos y esperé un segundo. Miré hacia el balcón. Ya no había nadie.

Salí y me asomé por encima de la baranda. El hombre corría calle abajo a unos veinte metros. Desde donde vivíamos, en el segundo piso del edificio, solo había necesitado un salto de un par de metros para escapar.

Lo observé desconcertado un momento, hasta que reaccioné y saqué el celular del bolsillo. Llamé a la policía.

–Línea de emergencias de Bogotá –me contestó una voz templada.

–Mire… eh, un tipo, un ladrón entró a mi apartamento… –dije agitado–, me atacó y acaba de escapar…

El operador tomó mis datos y me hizo algunas preguntas. A medida que pasaban los segundos me fui calmando y me di cuenta de que sería inútil que la policía lo buscara. La carrera séptima quedaba a pocas cuadras del edificio y para el intruso sería muy fácil desaparecer allí, si es que un cómplice no lo había recogido ya.

De todas formas no interrumpí al operador, quien me informó que dos patrulleros acababan de salir en busca de alguien con las características descritas y que luego pasarían por el edificio.

Le di las gracias y colgué.

En ese momento volví a notar el dolor que se expandía por mi cabeza, justo arriba de mi sien izquierda. Me sobé con una mano y noté una inflamación. El maldito tipo me había dado duro. Tendría que ponerme hielo.

Entré al comedor y vi las bolsas de supermercado tiradas en el piso. La mantequilla y el paquete de pasta se habían salido. Recogí todo y lo llevé a la mesa auxiliar de la cocina. Saqué unos hielos del congelador y los envolví en un trapo. Hice presión con él sobre el lugar del golpe.

Una duda apareció en mi mente y regresé al balcón. Miré hacia abajo. No era difícil trepar el muro lateral del antejardín del edificio. Desde ahí una persona ágil podría saltar hasta nuestro balcón. Al ser el barrio tan tranquilo, nadie se había percatado de esa falla elemental de seguridad.

A continuación, examiné la puerta corrediza que conectaba el comedor con el balcón. No exhibía rastros de violencia. Seguramente yo mismo la había dejado sin seguro. Solté un suspiro profundo.

Entré de nuevo al apartamento. Quería mirar qué había robado el hampón. No recordaba haberle visto algo en las manos o un morral en la espalda.

Inspeccioné el estudio. Los dos computadores seguían en su sitio. En el cuarto donde Ana Milena y yo dormíamos no encontré desorden ni cajones abiertos. Al parecer no faltaba nada.

Quince minutos más tarde llegaron los patrulleros y bajé a hablar con ellos. No habían encontrado al intruso. Arnulfo, el portero y vigilante de turno, no se había dado cuenta de nada y mostró una preocupación exagerada. Les conté detalles de lo sucedido y miramos los videos de seguridad. En uno de ellos se veía al tipo trepando por el muro lateral, como lo supuse. Cinco minutos después, según el tiempo registrado por las cámaras, el intruso saltaba y escapaba. Me rasqué la cabeza. ¿Qué había hecho durante cinco minutos en nuestro apartamento? Los ladrones por lo general no pierden un segundo. Este ni siquiera había desenchufado los computadores o escarbado en los cajones. Muy extraño.

***

Decidí no contarle nada a Ana Milena ese día para no recibirla con una mala noticia.

Llegó poco antes de las siete, dichosa aunque cansada. Mientras se bañaba para refrescarse del viaje, le di los últimos toques a la pasta, preparé una entrada de pan con mozzarella y jamón y serví dos copas de vino tinto. Llevé la entrada y el vino a la sala en una bandeja, que coloqué sobre la mesa de centro, tras apartar un pato de bronce y una matera.

Ana Milena volvió a la sala radiante y con ganas de hablar. Brindamos y me contó que, según algunas encuestas, su personaje en la telenovela ganaba popularidad entre la audiencia y que por ello el canal le daría más despliegue. Entusiasmada, me narró detalles de las grabaciones y otras cosas que ocurrieron en Girardot durante la semana.

Al escucharla hablar con esa pasión me sentí muy contento por ella. Cuando Ana Milena y yo nos

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