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Autobiografia


Enviado por   •  6 de Mayo de 2014  •  4.626 Palabras (19 Páginas)  •  187 Visitas

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La mirada interior se despliega y un mundo de vértigo y llama

nace bajo la frente del que sueña:

soles azules, verdes remolinos, picos de luz que abren astros

como granadas.

[...]

plumas, súbito florecer de las antorchas, velas, alas,

invasión de lo blanco,

pájaros de las islas cantando bajo la frente del que sueña

[...]

Pero a mi lado no había nadie.

Sólo el llano: cactus, huizaches, piedras enormes que estallan

bajo el sol.

No cantaba el grillo,

había un vago olor a cal y semillas quemadas,

las calles del poblado eran arroyos secos

y el aire se habría roto en mil pedazos si alguien hubiese

gritado: ¿quién vive?

Creo que hay una continuidad entre el Sacerdote azteca, el Virrey y el Presidente. Es la continuidad en la dominación. En el arquetipo mexicano del poder político hay dos elementos: por una parte, la imagen religiosa y abstracta del sacerdote azteca; por la otra, la imagen del Caudillo. Esto último es una noción hispanoárabe viva en el inconsciente de los pueblos latinoamericanos y en España. El Caudillo rige la historia de los pueblos hispánicos, pero en México oscilamos entre éste y el Tlatoani azteca.

El dios-maíz, el dios-flor, el dios-agua, el dios-sangre, la

Virgen,

¿todos se han muerto, se han ido, cántaros rotos al borde de

la fuente cegada?

¿Sólo está vivo el sapo,

sólo reluce y brilla en la noche de México el sapo verduzco,

sólo el cacique gordo de Cempoala es inmortal?

En "El cántaro roto", el pasado de México aparece como un presente permanente: a veces es el sacerdote azteca, otras es el obispo católico o el inquisidor, el caudillo de la Independencia, el general revolucionario o el banquero, y siempre es el mismo personaje: el cacique gordo de Cempoala -el aliado de Cortés.

Tendido al pie del divino árbol de jade regado con sangre,

mientras dos esclavos jóvenes lo abanican,

en los días de las grandes procesiones al frente del pueblo,

apoyado en la cruz: arma y bastón

en traje de batalla, el esculpido rostro de sílex aspirando

como un incienso precioso el humo de los fusilamientos,

los fines de semana en su casa blindada junto al mar, al lado

de su querida cubierta de joyas de gas neón,

¿sólo el sapo es inmortal?

Casi al mismo tiempo en que me abandonaba al fluir del murmullo interior -aunque con los ojos abiertos-, empecé a leer a los poetas japoneses y después a los chinos. Fue un recurso inconciente para oponer un dique al desbordamiento surrealista.

Máscara de Tláloc grabada en cuarzo transparente

Aguas petrificadas.

El viejo Tláloc duerme, dentro,

soñando temporales.

Lo mismo

Tocado por la luz

el cuarzo ya es cascada.

Sobre sus aguas flota, niño, el dios.

Me cautivó la economía de la formas: mínimas y precisas construcciones hechas de unas pocas sílabas capaces de contener un universo.

Xochipilli

En el árbol del día

cuelgan frutos de jade,

fuego y sangre en la noche.

Niño y trompo

Cada vez que lo lanza

cae, justo,

en el centro del mundo.

Mi pasión por la poesía china y japonesa es anterior a mi primer viaje a Oriente. Comenzó a fines de 1945, en Nueva York. Mi estancia en esa ciudad coincidió con la muerte de Tablada, que desde hacía años se había instalado en Nueva York. Fui a la biblioteca de Nueva York, pedí sus libros y volví a leerlo. El ejemplo de Tablada me llevó a explorar por mi cuenta la literatura japonesa y, después, la china. Mi primer viaje a Oriente me hizo profundizar y ampliar mis lecturas de poesía china y japonesa. Leí muchísimas traducciones de poesía japonesa y china y entre ellas recuerdo siempre con placer a las de Arthur Waley. Es uno de mis santos patrones. A mi regreso a México, animado por Donald Keene -otro de mis guías- me atreví a traducir, con la ayuda de Eikichi Hayashiya, el Haibum de Basho: Oku no Homosichi (Sendas de Oku). Fue la primera traducción de ese clásico japonés a una lengua de Occidente. No tuvo ni una solo nota crítica y los mil ejemplares de la edición tardaron en venderse diez años.

A caballo en el campo,

y de pronto, detente:

¡el ruiseñor!

Este camino

nadie ya lo recorre,

salvo el crepúsculo.

Fin de ciclo

Piedra de sol (1957) es el último

...

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