Chespirito
heraivancho18 de Febrero de 2015
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Chespirito, el Shakespeare Chiquito
Chespirito ha sido una de las figuras más importantes de la televisión latinoamericana. El creador de El Chapulín Colorado y El Chavo, llegó a tener una audiencia de 300 millones de personas y sus programas se transmitieron en América, Europa, Asia y áfrica. Su fama es tan grande que hay quienes la comparan con la de Mickey Mouse. Actualmente, Roberto Gómez Bolaños vive tranquilo en su casa de Ciudad de México, dedicado a escribir su autobiografía, uno que otro poema, y a acordarse de su glorioso pasado.
Roberto Gómez Bolaños, el Shakespeare chiquito -de ahí su sobrenombre, pero castellanizado de “Chespirito”-, es un hombre de estatura pequeña que jugó al box para quitarse su complejo de chaparro. Comenzó a escribir casi sin querer… queriendo, para utilizar una de sus frases. Ni en sus mejores sueños imaginó el éxito abrumador que representarían sus personajes y series.
Ahora tiene 71 años. El paso del tiempo comienza a marcar su rostro y su cuerpo. Ya no oye bien con el oído derecho, por ejemplo. Se ríe de sí mismo y dice que quizá -dado que es también miope y su sentido del gusto quedó un tanto atrofiado después de tanto fumar, hábito que dejó de un día para otro -su sentido más desarrollado podría ser el tacto. “Habría que preguntarle a Florida (Meza, su esposa), claro”, dice con una sonrisa. Se sienta con el oído izquierdo del lado de la entrevistadora, también de la grabadora y pide que las preguntas sean hechas un poco más fuerte de lo normal.
Su vitalidad, sin embargo, permanece completa. Es un hombre amable, que agradece cosas tan nimias como que fue Agustín P. Delgado, productor de cine, quien le comenzó a decir Chespirito.
Vive en una discreta casa -un tanto oscura y llena de relojes y antigí¼edades- en la colonia del Valle, zona de clase media de la ciudad de México. Ahora pasa sus días escribiendo lo que quiere, libre de la presión de la entrega cotidiana de la televisión. Eso sí: se sienta frente a su computadora, con disciplina, todos los días. Se despierta temprano, duerme una siesta por la tarde. Ahora está concentrado en escribir una autobiografía comentada, poemas (casi siempre en verso) y quizá trabajando La reina madre, obra de teatro que tal vez se convierta en comedia musical sobre la madre de Charles Chaplin, uno de sus ídolos, a quien gusta de imitar en pequeñas reuniones.
Sale una o dos veces a la semana para comer con alguno de sus seis hijos y sus doce nietos. En la noche suele ver documentales. Ya no ve los noticiarios. Dice que le provocan angustias y en ocasiones, coraje. Sólo a veces ve sus propios programas en la televisión, que en México se transmiten 15 veces a la semana en dos diferentes canales a las 15, 15:30; 18 y 20 horas, y que siguen teniendo, para estupor de los críticos de televisión, una de las audiencias más altas. Lo acompaña siempre Florinda Meza, compañera de televisión y su segunda esposa, mujer que comenzó a querer casi desde que la vio en un pasillo cuando ensayaba un monólogo para u programa en el que entonces participaba. Se llamaba, cosa curiosa, La media naranja.
Roberto Gómez Bolaños nació el 21 de Febrero de 1929. Su padre, Francisco Gómez Linares, murió cuando él tenía seis años. Sus otros hermanos, Francisco y Horacio, tenían ocho y cinco. Su padre era dibujante, retratista (en su tiempo le encargaron que hiciera un cuadro de la esposa de Emilio Portes Gil, presidente de México que ocupó en los años veinte). Francisco Gómez era un hombre simpático y bien parecido que “se bebió todo lo que se ganó”. Además, solía actuar y disfrazarse a escondidas. En ese tiempo dedicarse al mundo del espectáculo era muy mal visto. “Seguro que le hubiera gustado ser actor”, dice Gómez Bolaños.
Cuando murió Francisco le dijeron a él y sus hermanos uno de tantos eufemismos que se usan en México: “Tu papá se fue al cielo”.
“No entendía muy bien, aunque me explicaron”, dice Gómez Bolaños. “En la casa había una pequeña jardinerita en la ventana que daba a la calle y me sentaba ahí a que llegara mi papá. Me cuentan que estuve en la jardinerita meses esperando a que llegara, hasta que me di cuenta de que no sería así”.
Su madre, Elsa Bolaños Cacho, era una mujer extraordinaria. Quedó viuda a los 32 años, con tres hijos. Había vivido en Nueva York, cuando en México se gestaba la Revolución Mexicana, y hablaba inglés perfectamente. Se volvió secretaria bilingí¼e y trabajó durante muchos años en Petróleos Mexicanos.
A fin de asegurar el ingreso para sostener a su familia, Bolaños Cacho comenzó a construir una suerte de pequeño edificio de condominios: con locales comerciales en la planta baja y tres departamentos en los pisos superiores. Ella y sus hijos habitaban uno y recibían renta por los demás. Pero algo salió mal, su madre no pudo con los gastos y el banco se quedó con la propiedad. Se fueron a vivir en las accesorias comerciales.
“Mi mamá ponía una cortinita muy barata para tapar la construcción de hierro”, dice Gómez Bolaños. “Nos bañábamos con agua fría, ¡que era horrible! Ya luego se consiguió un calentador. Primero la luz nos la volábamos con un diablito… así vivíamos. Pero mi mamá era tan sensacional que nunca me di cuenta de que andábamos pobres. Nunca me compró una bicicleta, un tren eléctrico, pero nunca me faltó una pelota. Fui súper feliz. Ella se mataba trabajando, de eso me di cuenta después”.
Chespirito, que suele escribir en verso, cuenta una anécdota al respecto que después volvió poema y que hace llorar a Florinda cada que lo lee. Era Navidad y Chespirito y sus hermanos fueron a buscar regalos bajo el árbol… pero nada había. Después fueron a casa de su tía y abuela, quienes vivían a cuadra y media, con la esperanza de encontrar algo para ellos. Su tía, Eva, una mujer que llama con cariño “la Thatcher” por lo dura, no les escatimó la verdad: Santa Claus no existía, era su padre y como ahora no estaba, no había dinero y, por lo tanto, tampoco juguetes. “Híjole, a esa edad se siente regacho”, dice Chespirito, “pero mi mamá nos dijo: “¿Cómo de que no hay? Vengan”. Fuimos al Centro Mercantil y nos compró algo, soldaditos, cochecitos. Luego nos regañó la tía: ¡Cómo hacen eso, su mamá estaba guardando ese dinero para comprarse un fondo que no tenía y ustedes se lo quitan!”… Esa era mi mamá. Entonces mi poema dice: “Mamá, para mí, la Nochebuena eres tú”.
Gómez Bolaños siempre está moviéndose. Su mano derecha pasa por sobre la izquierda, acaricia, presiona una cicatriz que le provocó una bala de salva que le traspasó la mano. Fue en una ocasión cuando, en el estudio, interpretaba a un indígena, recuerda. No se está quito. Si no son las manos, tamborilea los pies. Dice que necesita sentirse.
Estudió ingeniería en la Universidad Nacional Autónoma de México, pero no acabó la carrera. No era bueno para estudiar. Comenzó a trabajar como creativo de la agencia de publicidad D’Arcy. Luego hizo programas de radio y televisión. En los años cincuenta entró a Televisión Independiente de México (TIM, competencia de Televisa hasta que fue comprada por ellos). Fue el guionista de dos de los programas más vistos en ese momento: Cómicos y canciones, con Viruta y Capulina, y luego El estudio de Pedro Vargas. En 1968 le ofrecieron su primer programa. Se llamó El ciudadano Gómez. Ahí comenzaron a nacer algunos personajes que luego se harían famosos. El primero de todos fue El doctor Chapatín, quien originalmente no era doctor en medicina, sino académico que participaba en una mesa de crítica de las poses de los intelectuales, con quien siempre se ha peleado.
Gómez Bolaños dice que tiene un romance con la Ch, de ahí que muchos de sus personajes comiencen con esa letra. Primero fue coincidencia, luego alguien se lo hizo notar y lo buscó, lo hizo su sello personal. Creó poco después a El Chapulín Colorado y luego a El Chavo.
“Con El Chapulín Colorado quería hacer, guardando las proporciones debidas, lo que hizo Cervantes cuando abundaban y hostigaban las novelas de caballería”, dice Gómez Bolaños. “Quería hacer una sátira de los superhéroes, Batman, Superman… y situarlo en Latinoamérica. Le puse Chapulín porque es náhuatl, una palabra mexicana porque amo a mi país, aunque no soy un nacionalista…, el nacionalismo es un arma de la demagogia, conduce a cosas como Hitler”.
Que fuera rojo -o colorado- fue una coincidencia. Hubiera querido que fuera verde, pero no se pudo por razones técnicas, por el fondo -o croma, dicen en la televisión- que impide el uso de ese color, como el azul. La decisión, entonces, estribó en hacerlo blanco, negro o rojo. Luego vendrían muchos más: El Chavo; Chaparrón Bonaparte, Los Chifladitos, La Chilindrina, La Chimoltrufia, El Chómpiras por supuesto las pastillas de chiquitolina y el Chipote Chillón.
La letra Ch parece perseguirlo. Ahora, por ejemplo, participa en una campaña para ayudar a Hogares Providencia, fundados por el padre Chinchachoma, que protege a niños de la calle. Lo patrocina una marca de lácteos llamada Chipilo.
Para Gómez Bolaños es muy importante escribir con un humor blanco, que no haga daño a nadie. Eso se lo hizo ver un día Emilio Azcárraga Milmo, el mismísimo “Tigre”. Ante su rotundo éxito reflejado en ser el número uno de audiencia en todo país -al menos latinoamericano- donde se transmitía, un día el dueño de Televisa lo mandó llamar a su oficina.
Serio, le dijo: “Mira, un punto de rating equivale a un estadio Azteca y medio (con capacidad para 100.000 espectadores). Diez puntos son 15 estadios Azteca. A ti te ven, semanalmente,
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