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DISCURSOS DE BILBAO

camilovalente8 de Julio de 2013

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Francisco Bilbao

Discursos masónicos

Primero

(publicado en francés)

Buenos Aires, 15 de noviembre de 1860

Como miembro activo de la logia «Unión del Plata,» y honorario de la «Amiga de los Náufragos,» creo poder interpretar los sentimientos que nos animan, en esta sesión magna, por el reconocimiento que hace de la autoridad independiente de nuestro Grande Oriente, el grande Oriente de la Francia.

Séame pues permitido, contando con vuestra indulgencia, exponer algunas ideas relativas a la Masonería, en las circunstancias actuales.

¿Debe aspirar la masonería a la dirección espiritual de la humanidad y al gobierno de los pueblos? –¿O debe tan sólo limitarse a la repetición de sus fórmulas, a iniciaciones más o menos numerosas, y a la práctica de la beneficencia?

¡No! –La masonería es algo más que la inteligencia de sus símbolos, órganos sagrados que nos ponen en comunicación con el pensamiento y el alma de las más remotas generaciones; cuando encarnaban en los signos que reverenciamos, la concepción de Dios, y de la arquitectura del universo que salió de sus manos. Si a esto sólo se limitase nuestro trabajo, seríamos una asociación de arqueólogos, pero no una sociedad que aspira a conservar, a transmitir y a desarrollar el testamento sagrado de la revelación primera y universal que estalla en toda inteligencia, para hacer germinar la virtud en todas las esferas de la vida.

¿Debemos limitarnos a la práctica de la beneficencia? –La beneficencia es buena, organizarla es necesario, –pero si a ella limitásemos el campo de nuestra acción, no seríamos sino una [8] sociedad como la de San Vicente de Paula, sin sus fines encubiertos, y sobre cuyas tendencias nuestro gran Maestro acaba de darnos la señal de alarma. Bajo otro aspecto, la beneficencia que pudiéramos ejercer, sería limitada, impotente ante tanta desgracia, su acción sería puramente física, para remediar males físicos, y bien sabemos h.•. h.•. que en América especialmente, no es el pan del cuerpo la necesidad que apremia, sino la necesidad de fe, de creencia, de virtud, la religión de la ley, de la libertad y del amor.

Hay pues un objeto más directo, un fin más grandioso que la Masonería prosigue a través de los tiempos y lugares –y es en esta circunstancia que conviene sobre todo tenerlo bien presente.

Grandes acontecimientos se desarrollan en el mundo. Coronas y Tiaras bambolean al soplo del espíritu decapitador de los usurpadores de la soberanía del hombre y de los pueblos. Las monarquías habían engañado a la democracia, o parlamentado con ella. Las teocracias perpetúan aún la usurpación de la razón y del libre pensamiento que constituye la base de la igualdad ante Dios, la causa de nuestra personalidad independiente y la razón del vínculo fraternal que debe ligar a los hombres entre sí. La democracia avanza para entronizar el gobierno del hombre, la autonomía de los pueblos. La monarquía será en poco tiempo más un recuerdo que simbolizaba la incapacidad o inmoralidad de la mayoría de la especie humana, porque ya la democracia con sus perseverantes conquistas es el heredero forzoso de la primogenitura inicua de ciertas castas o familias.

Pero no habrá democracia radical, si el hombre no profesa la religión de la razón que es la base de la libertad. –Y como la Teocracia simboliza la usurpación de la razón, de la facultad del libre pensamiento, del derecho sagrado de la interpretación del Ser y de sus leyes, –es claro que toda religión positiva que se impone por la autoridad de la fe ciega, de una tradición indiscutible, de una revelación temporal que ella sola, o su iglesia, sacerdocio o pontificado posee como heredero directo y como interpretador permanente e infalible, es una religión, es una iglesia, es un sacerdocio y es un pontificado que arrancando a la libertad de su base, y que destruyendo con el privilegio de la revelación el principio de la igualdad, engendra necesariamente el despotismo religioso, el despotismo político y social, [9] la desigualdad de los hombres, y establece las castas en el seno de nuestro nuevo mundo, ansioso de libertad y de igualdad.

Y hoy asistimos a la caída de esa religión, acontecimiento inmenso, era nueva que se abre y ante cuyo espectáculo es necesario preguntarse: ¿quién será el heredero de esa fe, de esa autoridad y de esa Iglesia? –A lo que podemos contestar con las palabras de Alejandro moribundo: cuando preguntado sobre el heredero futuro del imperio, contestó: «el más digno.»

Lo mismo podemos decir nosotros. Podemos dirigir a todas las religiones positivas existentes la interpelación suprema preguntando por el heredero de la fe, de la autoridad y del pontificado católico. ¿En dónde está la religión que se presenta para llenar ese vacío? –¿cuál es el dogma más elevado y comprensivo que pueda satisfacer el alma humana en nuestros días? –¿cuáles son los brazos que se alzan para sostener la basílica que se desploma sobre la frente de la humanidad católica? ¿O pretenderemos vivir o edificar en las ruinas del antiguo templo derribado por el Sansón de la filosofía? No. –No veo a ninguna religión positiva presentarse para reemplazar y sobrepujar a ese dogma; a ninguna autoridad más fuerte, a ningún pontificado más espléndido, a ninguna Iglesia más empecinada. –Pues entonces h.•. h.•. demos un paso adelante, –tengamos la audacia de la fe, somos los más dignos porque somos los más universales, y como tales recojamos la herencia del imperio.

Para probaros que tal debe ser nuestro objeto y legitimarlo, os pido atendáis y meditéis las consideraciones que paso a exponeros.

No hay sino una verdad, una justicia, una moral. Los mismos principios, máximas y axiomas han sido proclamados en las alturas del Tíbet, a las orillas del Ganges, en los valles de Persia, en los misterios de Egipto, en los templos de la Grecia. Confucio y Zoroastro, Sócrates y Cristo, Mahoma y Lutero, y hasta el mismo Ignacio de Loyola han proclamado los mismos principios de moral. –Entonces, ¿por qué esa diferencia tan grande en el movimiento de los pueblos, en la condición de las sociedades, en el destino del hombre? ¿Por qué no hay pueblos virtuosos, por qué no se practica la moral, por qué la humanidad que reconoce una ley, no forma una familia?

¿Por qué el odio, por qué la guerra, por qué la excomunión permanente, por qué el fuego y el hierro esgrimidos a nombre [10] del mismo Creador, para atormentar, dominar o exterminar al hombre?

Porque los dogmas son diferentes.

¿Si los dogmas entonces son la causa de la diferencia, del despotismo, de la guerra, por qué no proclamamos la supremacía de la moral y abandonamos el dogma a la perpetua elaboración del pensamiento?

He aquí la segunda consideración que someto a vuestra meditación.

El dogma domina a la moral –y el dogma tiene que existir.

En efecto, no basta saber que los hombres son iguales y que el respeto recíproco de sus derechos es la ley, ni que la fraternidad sea el vínculo más bello. No. –Esa moral se apoya y no puede ser fecunda para el corazón del hombre, sin una creencia que lo afirme como verdad, como emanación o imperativo de una causa suprema y eterna. Y esa creencia es el dogma. –Necesitamos y debemos saber, si hay un creador, si ese creador es un padre, o si la fatalidad es lo absoluto. Necesitamos saber, si ese creador es legislador y juez, y si nosotros somos espíritu o materia, solidarios de nuestras acciones pasadas y futuras, si somos inmortales o apariciones fantásticas en el pensamiento y el espacio. –Necesitamos saber, cuál es nuestro destino en una palabra; y la satisfacción de ese problema es el dogma. –Se ve pues que el dogma influye y domina a la moral. Las diferencias esenciales de los pueblos dimanan de la diferencia de sus dogmas.

Bien puede decir el Cristo: «ama a tu prójimo como a tí mismo.» Pero si el teólogo después nos enseña: «muchos son los llamados y pocos los escogidos;» –Si nos dice el dogma: «hay elegidos desde ab eterno, –hay condenados de ab eterno;» –en una palabra, si el dogma de la gracia o de la fatalidad se impone, ¡decidme, si puedo considerar a los eternamente reprobados, a aquellos que no viven en la gracia, del mismo modo que a los que han sido los privilegiados del amor divino! No. Es imposible que ame del mismo modo al que Dios ha condenado, y ya veis por medio de este ejemplo, como el dogma domina, y altera la moral.

Mahoma predica máximas de caridad tan sublimes como las del Cristo: «Creyentes dad lo mejor que tengáis... Los que dan limosna de día y de noche, en secreto y en público, recibirán la [11] recompensa de Dios... Los que tragan el producto de la usura se levantarán en el día de la resurrección como aquellos a quienes Satanás ha manchado con su contacto. No dañéis a nadie y no seréis dañados» ...Las recompensas esperan «a los que han sido pacientes, verídicos, sumisos; caritativos, que imploran el perdón de Dios a cada aurora.»

«Una buena palabra, el olvido de las ofensas, vale más que una limosna seguida de un mal proceder.» (a. Korán. Capítulo II)

¿Quién no diría que es el mismo Cristo el que habla? Pues es Mahoma, el fundador de esa religión terrible, apoyada en el terror. Pero al lado de la moral que es la misma, se levanta el dogma de la fatalidad: «Dios da la sabiduría a quien quiere. Dios dirige a los que quiere. Vuestros días están contados.» Y así las demás máximas de la fatalidad que hacen considerar a los enemigos como dignos de la esclavitud, de la muerte o del tormento.

Podrían repetirse los ejemplos, pero bastan los citados para probaros que la diferencia de dogma altera la

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