Democracia Y Ciudadania
06058718 de Octubre de 2012
6.376 Palabras (26 Páginas)642 Visitas
Democracia y ciudadanía
Desde la perspectiva política de los países occidentales, la conquista de la democracia no puede ser vista como una dinámica circunscrita en exclusiva a la esfera de las instituciones, el equilibrio de poderes y las prácticas políticas de delegación de la representa-
[Página 18]
ción, sino que la conquista de la democracia ha sido un episodio mucho más complejo, que ha implicado procesos vitales y maneras de estar y de formar parte de la sociedad que se han ido alejando progresivamente de las pautas asimétricas y jerarquizantes propias de las monarquías agrarias absolutistas.
De hecho, para el común de los mortales, las conquistas de la democracia han sido básicamente conquistas igualitarias. En el plano vital, más directo y sentido por todos, la democracia ha sido experimentada por la mayor parte de la gente, no solamente como el derecho de participar en la elección de los gobernantes, sino, sobre todo, como la oportunidad de no vivir subyugados ni dominados. En la medida que en las sociedades actuales la democracia es, en el fondo y en las formas, una cuestión de poder, su más directa referencia es la igualdad. Como he explicado con más detalle en otro lugar, en su sentido más profundo la democracia connota igualdad[2].
Si nos atenemos a los procesos sociales concretos y a la experiencia de la mayor parte de los ciudadanos, el significado de la democracia ha sido básicamente no tener que ponerse de rodillas ante nadie, no vivir atemorizado o humillado, poder actuar y comportarse con dignidad, ser una persona en toda la extensión de las posibilidades, tener «seguridades» en la vida, no estar forzado a decir a todo «amén». En suma, ser un señor y no un siervo. La democracia inaugura un nuevo modelo de sociedad en la que todos somos señores. Esa, pues, es la dirección en la que hay que continuar profundizando, contribuyendo a establecer las condiciones sociales adecuadas para que todos sean ciudadanos de primera y puedan ejercer su libertad de manera más plena y segura.
Para lograr este objetivo hay que tener presente que la libertad tiene unas dimensiones sociológicas que se conectan con la existencia de pautas democráticas y simétricas en diferentes ámbitos de la vida social: en las organizaciones civiles, en el trabajo, en las instituciones y hasta en la misma calle. Por lo tanto, este talante igualador está presente -o debe estarlo- en las más diversas actividades sociales y relaciones interpersonales, conformando una microdemocracia de la vida cotidiana, que se encuentra en las antípodas de los modelos jerarquizantes, reverenciosos y asimétricos propios de las sociedades del pasado. Modelos cuya influencia aún persiste, como residuo de otras épocas, en ciertos espacios de las sociedades actuales.
Para muchas personas esta compleja malla de pautas y prácticas sociales de carácter democrático e igualitario tienen un carácter inmediato y vivido, constituyendo uno de los elementos que más se valoran en la experiencia de vida societaria en un régimen de libertad y, en definitiva, de copertenencia simétrica recíproca.
En este sentido general cobran pleno significado las famosas reflexiones de Marshall sobre la expansión de la ciudadanía, como un proceso de conquista de diferentes estadios de progreso democrático que, desde la perspectiva de finales de los años cuarenta del siglo pasado, se contemplaba en tres grandes etapas: la ciudadanía civil, la ciudadanía política y la ciudadanía social.
En sus célebres conferencias de Cambridge de 1949, después del período especialmente conflictivo y convulso que siguió a la Gran Depresión y que condujo a las inestabilidades sociales, los fascismos y la Segunda Guerra Mundial, las consideraciones de Marshall explicitaban la necesidad de completar las dos primeras etapas de conquista de la ciudadanía (la civil y la política), con una tercera etapa de ciudadanía social, que se entendía -como ya hemos reseñado- como una forma de enriquecer «la sustancia concreta de la
[Página 19]
vida civilizada», mediante una «reducción general de los riesgos y la inseguridad», mediante una «igualación a todos los niveles -decía Marshall- entre los más y los menos afortunados, los sanos y los enfermos, los empleados y los parados, los jubilados y los activos». Es decir, se trataba de avanzar hacia el reconocimiento práctico del derecho a unos mínimos de bienestar económico y seguridad para todos, el «derecho a participar plenamente del patrimonio social y a vivir la vida de un ser civilizado de acuerdo a los estándares predominantes en la sociedad»[3].
Una faceta importante que está implícita en teorizaciones como las de Marshall es la constatación de que todas las grandes etapas de avance de la ciudadanía se han correspondido con diferentes fases de evolución de las sociedades industriales y con distintos grados de maduración política y de explicitación de nuevas necesidades sociales y exigencias políticas.
La primera etapa se correspondió con la transición desde las sociedades agrarias tradicionales a las sociedades industriales capitalistas, cuando las necesidades jurídicas y económicas del nuevo orden y su mayor complejidad y movilidad evidenciaron la necesidad de un marco más amplio de derechos de naturaleza eminentemente jurídica: es decir, la capacidad funcional de actuar y «contratar» sin trabas feudales. En esta etapa, las necesidades de legitimación y articulación del nuevo régimen llevaron a la proclamación de los «derechos fundamentales» de la persona y al establecimiento de mecanismos de voto censitario, en una democracia incipiente que se articulaba en torno a partidos de «notables».
En una segunda etapa, la mayor complejidad de las sociedades industriales suscitó nuevas exigencias jurídicas y políticas, que vinieron urgidas por las demandas de pujantes movimientos sociales y de ideas que se habían desarrollado al calor de las nuevas condiciones de libertad: sindicatos, partidos de masas, corrientes culturales e ideologías democráticas, etc. En este contexto se desarrolló la noción de ciudadanía política, se conquistó el sufragio universal, surgieron los grandes partidos de masas y se conformaron los Estados de Derecho modernos.
En la tercera etapa, la mayor sensibilización existente ante los problemas sociales y el protagonismo ascendente de los sindicatos y los grandes partidos de raíz obrera explicitaron la necesidad de completar -y equilibrar- la democracia liberal establecida, en un sentido más social, que permitiera una distribución razonablemente equitativa de los recursos y de las oportunidades vitales, en contextos políticos que se intentaba que fueran menos conflictivos que aquellos que se conocieron en el período que precedió a la Segunda Guerra Mundial. Esta fue la etapa de evolución hacia lo que Marshall calificó como la «ciudadanía social» y que, a nivel práctico, tomó cuerpo en el modelo de Estado de Bienestar, en una dirección de avance hacia una democracia social más completa e igualitaria -en el sentido que antes indiqué-. Esta etapa implicó un significativo contraste superador respecto al anterior modelo de democracia liberal, al que quieren retornar- con mayor o menor éxito- los políticos neoliberales de finales del siglo XX y principios del XXI.
De acuerdo con esta misma lógica evolutiva, la actual revolución tecnológica y la correspondiente emergencia de un nuevo tipo de paradigma social -las sociedades tecnológicas avanzadas- hacen necesarios nuevos desarrollos de la democracia que puedan dar respuesta a los retos y exigencias de la etapa histórica emergente, tanto para hacer frente a los problemas de la exclusión social, la precarización, la crisis del trabajo, la dualización y las fracturas sociales como para propiciar los avances que las nuevas condiciones técnicas y culturales permiten.
[Página 20]
Libertad e igualdad
El grado óptimo de libertad alcanzable es aquel que se puede lograr entre ciudadanos que sean lo más iguales entre sí que resulte factible en un contexto compatible con el propio mantenimiento de un régimen de libertades; es decir, un régimen en el que las intervenciones públicas compensatorias no lleguen a ser incompatibles con el propio sentido profundo y el ejercicio práctico de la libertad.
Desde la perspectiva de principios del siglo XXI, debemos preguntarnos: ¿cuánto es posible -y necesario- expandir aún en nuestras sociedades el grado de libertad e igualdad alcanzadas? La experiencia histórica demuestra que aún es mucho lo que se puede progresar en esta dirección y que en las democracias avanzadas pueden adoptarse bastantes medidas que conduzcan a niveles mayores de igualdad entre los ciudadanos. No sólo en la dirección de todas aquellas garantías que permitan lograr una igualdad real en el disfrute de derechos, sino también en la línea de una equiparación razonable de niveles de vida, a partir de unos estándares mínimos garantizados, así como de una más efectiva igualdad de oportunidades educativas, de posibilidades laborales -en un marco compatible con el reconocimiento de los méritos, los esfuerzos y el espíritu de iniciativa- y, en definitiva, en una optimización general de las perspectivas vitales.
Por ello, la libertad práctica a la que debe aspirarse en una democracia madura es una libertad entre seres razonablemente iguales, tanto cultural como socialmente, seres que no se encuentren ante situaciones agudas de desigualdad, de carencia, o de taponamiento
...