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Discurso Greco Catilinarias

crihstian1 de Marzo de 2015

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asta cuándo, Catilina, continuarás poniendo a prueba nuestra paciencia? ¿Cuánto más esa locura tuya seguirá burlándose de nosotros? ¿A qué fin se arrojará tu irrefrenable osadía?[1] ¿Acaso nada te ha inquietado el destacamento nocturno del Palatino, nada la guardia de la ciudad, nada el temor del pueblo, nada la concurrencia de todos los hombres de bien, nada esta fortificadísima plaza que es el Senado, nada los labios y los rostros de todos los presentes? ¿No comprendes que tus planes se derrumban, no ves que ya tu conjura ha sido sofocada por el hecho mismo de que todos la conocen? ¿Quién de entre nosotros piensas que no sabe lo que has puesto en práctica la noche pasada y la anterior, dónde has estado, a quiénes has reunido y qué suerte de planes has ideado?

[2] ¡Oh tiempos, oh costumbres! El Senado conoce estas cosas, el cónsul las ve: éste, sin embargo, vive. ¿Vive? Si incluso viene al Senado, se hace partícipe de las deliberaciones públicas, fija su vista en cada uno de nosotros y decreta nuestro aniquilamiento. En cambio nosotros, decididos varones, juzgamos haber hecho suficiente por la República con lograr huir de sus dardos y su furia. Tiempo ha ya, Catilina, que se te debiera haber conducido a la muerte por orden del cónsul, que esa misma ruina que tú llevas maquinando contra nosotros desde hace mucho se hubiera vuelto en contra tuya.

[3] Un muy notable varón, Publio Escipión, pontífice máximo, dio muerte como particular a Tiberio Graco por haber insinuado siquiera el levantarse contra la República,[2] ¿y nosotros, los cónsules, debemos soportar impertérritos a Catilina, que anhela devastar la tierra entera con incendios y matanzas? Prefiero obviar ejemplos antiguos, como el de Gayo Servilio Ahala, que dio muerte por su propia mano a Espurio Melio por intentar tímidas reformas. Hubo, sí, hubo en otro tiempo ese ejercicio de virtud en esta República, cuando los varones decididos castigaban por igual, con rigurosos tormentos, así al ciudadano pernicioso como al más enconado enemigo. Tenemos un justo y severo senadoconsulto contra ti, Catilina. No carece la República de deliberaciones ni autoridad entre estas gradas: nosotros, nosotros los cónsules (abiertamente lo digo) somos quienes carecemos de la iniciativa requerida.[3]

II [4] Resolvió el Senado en el pasado que el cónsul Lucio Optimio velara por la República a fin de que ésta no cayese en desgracia. Ni una sola noche transcurrió. Se pasó a cuchillo a Gayo Graco, de padre, abuelo y linaje esclarecidísimos; fue muerto el ex cónsul Marco Fulvio junto a sus hijos. A un senadoconsulto similar se confió la República en tiempos de Gayo Mario y Lucio Valerio: ¿se demoró acaso en un solo día la justicia de la República contra el tribuno Lucio Saturnino y el pretor Gayo Servilio? Nosotros, por el contrario, consentimos que se embote, desde hace ya veinte días, el agudo filo[4] de la autoridad de los presentes. Tenemos, ciertamente, un senadoconsulto, pero encerrado entre las letras cual si estuviera metido en su vaina[5]. Por medio de él, Catilina, convino darte muerte al instante. Vives, y vives no para reponer tu osadía, sino para reafirmarte en ella. Deseo ser clemente, padres conscriptos; deseo no parecer disoluto entre tantos peligros que presenta la República, pero ya yo mismo en mi indolencia y mi desidia me condeno.

[5] En Italia, en las gargantas de Etruria se ha levantado un campamento en contra del pueblo romano; de día en día ha aumentado el número de adversarios. Pero estáis viendo entre nuestros muros, estáis viendo en el Senado al comandante de ese campamento y caudillo de los enemigos, que maquina cada día la perdición de la República hasta sus entrañas[6]. Si yo te hubiera hecho prisionero, Catilina, si ordenara matarte, juzgo sería cosa más temible para mí el que todos los hombres de bien digan que he actuado con excesiva demora que el que afirmen que he sido cruel en exceso. Existe, sin embargo, un motivo de peso que me impide hacer aún lo que debió haberse llevado a término hace ya tiempo. Cuando ya no pueda encontrarse a nadie tan corrompido, tan falto de moderación, tan idéntico a ti que no admita que tal acto se ha efectuado bajo derecho, será entonces cuando mueras.

[6] En tanto alguien ose alzarse en tu defensa, vivirás, y vivirás como ahora vives: asediado por mis diligentes guardas a fin de que no puedas agitarte contra la República. A ése que no quiere percibirlo, los ojos y oídos de muchos lo atalayan y vigilan como hasta ahora han hecho.

PARTITIO ARGVMENTATIONIS

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(Argumentatio in Catillinam) III Y realmente, Catilina, ¿qué es lo que todavía continúas aguardando, si ni la noche en sus tinieblas es capaz de oscurecer tus abominables intrigas, ni tu casa particular contener con sus paredes los gritos de tu conjura, si todo ha salido a la luz, si todo ha reventado definitivamente? Reemplaza tus propósitos, créeme, olvida las sangrías y los incendios. Te encuentras de todo punto asediado, más claros que la misma luz se nos manifiestan tus planes: justo es que, como yo, los reconozcas como tuyos.

[7] ¿Recuerdas que yo, el 21 de octubre, afirmé en el Senado que un día fijo, esto es, el día 25, Cayo Manlio, cómplice instrumento de tu demencia, habría de levantarse en armas? ¿Es que he errado, Catilina, no sólo en la magnitud de un problema tan atroz y extraordinario, sino también –y esto es más admirable aún- en la jornada exacta? Yo mismo aseguré en el Senado que tú fijarías el asesinato de los aristócratas para el día 17 de octubre, justo cuando muchos hombres de primera talla de la ciudad partieron de Roma no tanto para guardarse a sí mismos como para detener tus planes. ¿Acaso puedes negar que aquel mismo día, rodeado como te hallabas por mis guardas, por mi diligencia misma, no pudiste alzarte contra la República, en tanto tú, no obstante, decías hallarte alegre por poder acabar al menos con mi vida, ya que no con la de los que se habían ido?

[8] ¿Y bien? Cuando confiabas que en esa misma fecha fuera tomado Preneste con un asalto durante la noche, ¿no te percataste de que luego de una orden mía fue fortificada esa plaza con mis guardas, centinelas y vigías?[7] Nada haces, nada maquinas, nada piensas que yo no sólo no oiga, sino que incluso vea y perciba con claridad absoluta.

IV Recuerda conmigo, en fin, aquella noche pasada: sabes ya de sobra que con mayores bríos me mantengo yo despierto para salvaguardar la República que tú para devastarla. Me refiero a que tú acudiste la noche anterior junto al barrio de los fabricantes de hoces –lo diré sin tapujos- en casa de Marco Leca, lugar en el que conviniste con muchos aliados de tu crimen y tu demencia. ¿Te atreves por ventura a negarlo? ¿Por qué guardas silencio? Te lo probaré, si lo niegas. Veo, en efecto, que se encuentran aquí, en el Senado, algunos que a ti se sumaron sin ponerlo en duda.

[9] ¡Oh dioses inmortales! ¿Qué suerte de nación somos? ¿En qué ciudad vivimos? ¿Qué República es la nuestra?[8]. Aquí, padres conscriptos, aquí entre nosotros, en la deliberación más digna y necesaria del orbe entero, se encuentran los que buscan la caída de todos nosotros, la devastación de esta ciudad y aun de la tierra toda. Yo, el cónsul, los veo y le pido a la República su parecer, y a quienes ya convendría haber condenado a muerte, a ésos ni los hiero todavía. Acudiste a casa de Leca aquella noche, Catilina, repartiste las regiones de Italia, elegiste quién debía partir y adónde debía hacerlo, decidiste quiénes habían de quedarse en Roma y quiénes salir contigo, concretaste los lugares de la ciudad que incendiaríais, dijiste que si en algo te demorabas, era porque vivía yo. Dos caballeros romanos se ofrecieron a solucionar ese problema tuyo prometiéndote que esa misma noche, antes del alba, me darían muerte en mi propio lecho.

[10] Conocí yo toda esta trama nada más hubo terminado vuestro encuentro. Fortifiqué y aseguré mi hogar con los mejores destacamentos, e impedí, luego que llegaran, la entrada a los sicarios que tú me enviaste a dar el saludo matutino, pues hacía ya tiempo que se les había anunciado tu llegada a muchos y muy dignos varones.

V Así las cosas, Catilina, prosigue lo que has iniciado. Retírate, por fin, de la ciudad. Las puertas están abiertas: márchate. Hace demasiado tiempo que te echan de menos como caudillo en el campamento de Manlio. Y haz salir[9] contigo a todos los tuyos, o cuando menos a la mayor parte. Deja limpia la ciudad. De una gran preocupación me liberarás con tal que entre tú y yo medie un muro. No vivirás más tiempo entre nosotros: no lo aceptaré, no lo consentiré, no lo permitiré.

[11] Debe alabarse el favor de los dioses inmortales y el del mismísimo Júpiter Estator, antiquísimo centinela de la ciudad, por habernos protegido ya tantas veces de calamidad tan repulsiva, tan hostil y tan digna de espanto. Por culpa de un solo hombre no puede consentirse que la sagrada seguridad de la República se ponga en juego. En tanto me tendiste asechanzas siendo yo un cónsul electo, Catilina, no requerí a la guardia pública para mi defensa, sino que me la procuré por mis propios medios. Y cuando en los pasados comicios electorales quisiste darme muerte a mí, al cónsul, en el Campo de Marte, así como a tus restantes adversarios, reprimí tus execrables propósitos con la protección y la fuerza de mis amigos, sin suscitar tumulto alguno. En definitiva, en cada una de las ocasiones en que te arrojaste en mi contra, me opuse a ti con mis recursos

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