E. H. CARR "EL HISTORIADOR Y LOS HECHOS". En "QUÉ ES LA HISTORIA", L.
kanoteo20 de Febrero de 2014
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¿Qué es la historia? Para precaverme contra quien encuentre superflua o falta de sentido la pregunta, voy a partir de textos relacionados respectivamente con la primera y la segunda encarnaciones de la Cam¬bridge Modern History. He aquí a Acton, en su in¬forme a los síndicos de la Cambridge University Press acerca de la obra que se había comprometido a dirigir:
Es ésta una oportunidad sin precedente de reunir, en la forma más útil para los más, el acer¬vo de conocimiento que el siglo xix nos está le¬gando. Mediante una inteligente división del tra¬bajo seríamos capaces de hacerlo y de poner al alcance de cualquiera el último documento y las conclusiones más elaboradas de la investigación internacional.
No podemos, en esta generación, formular una historia definitiva; pero sí podemos eliminar la historia convencional, y mostrar a qué punto he¬mos llegado en el trayecto que va de ésta a aqué¬lla, ahora que toda la información es asequible, y que todo problema es susceptible de solución.
Y transcurridos casi exactamente sesenta años, el profesor Sir George Clark, en su introducción general ni a la segunda Cambridge Modern History, comen¬taba aquel convencimiento de Acton y sus colabora¬dores de que llegaría el día en que fuese posible pre¬sentar una «historia definitiva», en los siguientes tér¬minos:
Los historiadores de una generación posterior no esperan cosa semejante. De su trabajo, esperan que sea superado una y otra vez. Consideran que el conocimiento del pasado ha llegado a nosotros por mediación de una o más mentes humanas, ha sido «elaborado» por éstas, y que no puede, por tanto, consistir en átomos elementales e imperso¬nales que nada puede alterar... La exploración no parece tener límites y hay investigadores impa¬cientes que se refugian en el escepticismo, o cuan¬do menos: en la doctrina de que, puesto que todo juicio histórico implica personas y puntos de vis¬ta, todos son igual de válidos y no hay verdad histórica «objetiva».
Cuando los maestros se contradicen de modo tan fla¬grante, es lícito intentar averiguar qué sucede. Espero hallarme lo bastante al día como para darme cuenta de que algo escrito en la última década del siglo pasado tiene que ser un disparate. Pero no estoy lo suficientemente adelantado como para compartir la opinión de que cualquier cosa escrita en estos últi¬mos diez años forzosamente tiene que ser verdad. Sin duda habrán pensado ustedes ya que esta investigación puede parar en algo que rebase los lími¬tes de la naturaleza de la historia. El desacuerdo entre Acton y Sir George Clark refleja el cambio su¬frido por nuestra concepción de conjunto de la socie¬dad en el intervalo entre ambas afirmaciones. Acton es un exponente de la fe positiva, de la clarividente confianza propia en uno mismo, que caracteriza la última fase de la época victoriana; Sir George Clark refleja la perplejidad y el escepticismo conturbado de la generación «rebelde». Cuando tratamos de contes¬tar a la pregunta ¿Qué es la Historia?, nuestra res¬puesta, consciente o inconscientemente, refleja nues¬tra posición en el tiempo, y forma parte de nuestra respuesta a la pregunta, más amplia, de qué idea he¬mos de formarnos de la sociedad en que vivimos. No temo que parezca trivial, visto más de cerca, el tema escogido. Sólo me asusta parecer pretencioso por haber planteado problema tan amplio e importante.
El siglo xix fue una gran época para los hechos. «Lo que yo quiero —dice Mr. Gradgrind en Tiempos difíciles—, son Hechos... Lo único que se necesita en la vida son Hechos.» En conjunto, los historiadores decimonónicos estaban de acuerdo con él. Cuando Ranke, en el cuarto decenio del siglo, apuntaba, en legítima protesta contra la historia moralizadora, que la tarea del historiador era «sólo mostrar lo que real¬mente aconteció, este no muy profundo aforismo tuvo un éxito asombroso. Tres generaciones de historiadores alemanes, británi¬cos e incluso franceses, se lanzaron al combate ento¬nando la fórmula mágica, a modo de conjuro, encaminada, como casi todos los conjuros, a ahorrarles la cansada obligación de pensar por su cuenta. Los positivistas, ansiosos por consolidar su defensa de la historia como ciencia, contribuyeron con el peso de su influjo a este culto de los hechos. Primero averiguad los hechos, decían los positivistas; luego deducid de ellos las conclu¬siones. En Gran Bretaña, esta visión de la historia encajó perfectamente con la tradición empírica, ten¬dencia dominante de la filosofía británica de Locke a Bertrand Russell. La teoría empírica del conocimien¬to presupone una total separación entre el sujeto y el objeto. Los hechos, lo mismo que las impresiones sen¬soriales, inciden en el observador desde el exterior, y son independientes de su conciencia. El proceso re¬ceptivo es pasivo: tras haber recibido los datos, se los maneja. El Oxford Shorter English Dictionary; útil pero tendenciosa obra de la escuela empírica, de¬limita claramente ambos procesos cuando define el hecho como «dato de la experiencia, distinto de las conclusiones». A esto puede llamársele concepción de sentido común de la historia. La historia consiste en un cuerpo de hechos verificados. Los hechos los en¬cuentra el historiador en los documentos, en las ins¬cripciones, etcétera, lo mismo que los pescados sobre el mostrador de una pescadería. El historiador los reúne, se los lleva a casa, donde los guisa y los sirve como a él más le apetece. Acton, de austeras aficio¬nes culinarias, los prefería con un condimento sen¬cillo. En su carta de instrucciones a los colaboradores de la primera Cambridge Modern History, formulaba el requisito de que «nuestro Waterloo debe ser satis¬factorio para franceses e ingleses, alemanes y holan¬deses por igual: que nadie pueda decir, sin antes examinar la lista de los autores, dónde dejó la pluma el Obispo de Oxford, y dónde la tomaron Fairbairn o Gasquet, dónde Liebermann o Harrison». Hasta el propio Sir George Clark, no obstante su desacuerdo con el enfoque de Acton, contraponía «el sólido nú¬cleo de los hechos» en la historia, a «la pulpa de las interpretaciones controvertibles que lo rodea», olvidando acaso que en la fruta da más satisfacción la pulpa que el duro hueso. Cerciórense primero de los datos, y luego podrán aventurarse por su cuenta y riesgo en las arenas movedizas de la interpretación: tal es la última palabra de la escuela histórica empí¬rica del sentido común. Ello recuerda el dicho fa¬vorito del gran periodista liberal C. P. Scott: «Los hechos son sagrados, la opinión libre».
Pero está claro que así no se llega a ninguna par¬te. No voy a embarcarme en una disquisición filosó¬fica acerca de la naturaleza de nuestro conocimiento del pasado. Supongamos, a efectos de la discusión presente, que el hecho de que César pasara el Rubicón y el hecho de que haya una mesa en el centro de esta sala son datos de igual orden, o de orden pareci¬do, y que ambos datos penetran en nuestra conciencia de modo igual o parecido, y que ambos tienen ade¬más el mismo carácter objetivo en relación con la persona que los conoce. Pero aun en el caso de esta suposición atrevida y no del todo plausible, nuestro razonamiento topa con el obstáculo de que no todos los datos acerca del pasado son hechos históricos, ni son tratados como tales por el historiador. ¿Qué cri¬terio separa los hechos históricos de otros datos acerca del pasado?
¿Qué es un hecho histórico? Es ésta una cuestión crucial en la que hemos de fijarnos algo más atenta¬mente. Según el punto de vista del sentido común, existen hechos básicos que son los mismos para to¬dos los historiadores y que constituyen, por así de¬cirlo, la espina dorsal de la historia: el hecho, pon¬gamos por caso, de que la batalla de Hastings se li¬brara en 1066. Mas esta opinión sugiere dos observa¬ciones. La primera, que no son datos como éste los que interesan fundamentalmente al historiador. Sin duda es importante saber que la gran batalla tuvo lugar en 1066 y no en 1065 ó 1067, o que se librara en Hastings, en -vez de en Eastbourne o Brighton. El historiador tiene que saber estas cosas con exactitud. Pero, cuando se suscitan problemas como éste, re¬cuerdo siempre aquella observación de Housman: «la precisión es un deber, no una virtud» (5). Elogiar a un historiador por la precisión de sus datos es como encomiar a un arquitecto por utilizar, en su edi¬ficio, vigas debidamente preparadas o cemento bien mezclado. Ello es condición necesaria de su obra, pero no su función esencial. Precisamente en cuestio¬nes de éstas se reconoce al historiador el derecho a fundarse en las que se han llamado «ciencias auxi¬liares» de la historia: la arqueología, la epigrafía, la numismática, la cronología, etc. No se espera del historiador que domine las técnicas especiales mer¬ced a las cuales el perito sabrá determinar el origen y el período de un fragmento de cerámica o de már¬mol, o descifrar una inscripción oscura, o llevar a cabo los complejos cálculos astronómicos necesarios para fijar una fecha precisa. Los llamados datos básicos, que son los mismos para todos los historiado¬res, más bien suelen pertenecer a la categoría de materias primas del historiador que a la historia misma. La segunda observación que hemos de hacer es que la necesidad de fijar estos datos básicos no se apoya en ninguna cualidad de los hechos mismos, sino en una decisión que formula el historiador a priori. A pesar de la sentencia de C. P. Scott, todo pe¬riodista sabe hoy que la forma más eficaz de influir en la opinión consiste en seleccionar y ordenar los hechos adecuados. Solía decirse que los hechos ha¬blan por sí solos. Es falso, por supuesto. Los hechos sólo hablan cuando el historiador
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