EL ATAQUE A SIRIA
CeciliaKarina1219 de Noviembre de 2013
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El ataque a Siria: las mentiras y el proyecto
Atilio A. Boron *
Jueves, 05 de Septiembre de 2013 12:09
Estados Unidos se apresta a propinar un severo escarmiento a Siria, cuyo gobierno es acusado de haber cruzado la fatídica “línea roja” arbitrariamente trazada por Washington en relación al uso de armas químicas.
Sin dudas, el bombardeo misilístico de Damasco y las principales ciudades sirias tendrá gravísimas repercusiones en toda la región, abriendo las puertas a lo que quizás pudiera ser la más grave crisis militar internacional desde Octubre de 1962, cuando la de los misiles en Cuba impulsó al mundo al borde de una guerra termonuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Examinaremos en estas breves páginas dos temas relacionados con el asunto: las mentiras del imperio y, lo más importante, su plan de dominación global con especial referencia a Medio Oriente.
Las mentiras
No hay pruebas; “Si las tienen, que las muestren”, dijo desafiante Vladimir Putin. No las mostraron ni lo harán, sencillamente porque no existen. Igual que en 2003, cuando George W. Bush y Colin Powell difundieron la escandalosa patraña de las “armas de destrucción masiva” en Irak para justificar el arrasamiento de un país que, todavía hoy, sigue sumido en un interminable calvario de dolor y muerte. Ahora repiten el libreto para consumo interno, a favor de una población domesticada, propensa a aceptar los argumentos más absurdos –el “consenso prefabricado” del que habla Noam Chomsky–, tales como aquel que reza que Siria constituye una amenaza a la “seguridad nacional” de Estados Unidos. Mienten y lo hacen descaradamente ante su propio pueblo y la comunidad internacional, ahora con la complicidad de los servicios de inteligencia franceses. Ocultan el hecho decisivo de que fue Basher Al Assad quien convocó a los inspectores de la ONU y no Washington; que fue la Casa Blanca quien, por el contrario, demandó que esos observadores se retiraran del teatro de operaciones –interrumpiendo sus investigaciones que podían arrojar una indeseable luz que identificara a los verdaderos culpables del crimen- porque el escarmiento que propinaría el “sheriff solitario” no podía demorarse ni un día más y la decisión es completamente independiente de que hubiese o no sido Al Assad quien ordenara el bombardeo con gas sarín. Ocultan también que solo bajo la hipótesis de la insanable estupidez del gobernante sirio podría éste haber enviado a la muerte a un número variable pero elevado de víctimas inocentes (las estimaciones oscilan entre 600 y 1.500, lo cual aconseja tomar los datos que aparecen en diversos medios con mucha cautela) en las mismas barbas de los peritos venidos por su encargo. Y si de algo ha dado muestras el gobernante sirio en estos días es que no es ningún estúpido. Ocultan también la evidencia que señala, más allá de toda duda, que fueron los aliados de Estados Unidos en Medio Oriente, sobre todo Arabia Saudita y Jordania, quienes proporcionaron las armas químicas a los mercenarios jihadistas que tomaron a Siria por asalto con la furia propia de una horda criminal. Una nota y un video confirman esto más allá de toda duda, razón por la cual Washington, que seguramente conoce estos antecedentes, está actuando con alevosía al exigir la inmediata salida de los expertos de la ONU cuyas investigaciones podrían revelar lo inconfesable.1 Fue una corresponsal de la agencia noticiosa norteamericana Associated Press, Dale Gavlak, quien reveló que de las múltiples entrevistas efectuadas con residentes y rebeldes en el barrio de Ghouta y en otras zonas de Damasco se desprende claramente la tesis de que las armas químicas que explosionaron el 21 de agosto se hallaban en manos de los rebeldes y procedían de Arabia Saudita. Las fuentes utilizadas por Gavlak le confiaron que se produjo “un accidente” cuando fueron erróneamente manipuladas debido a la deficiente información existente sobre el producto. Una extensa nota de la periodista y ensayista argentina Stella Calloni confirma y amplía estos antecedentes y fortalece la tesis que identifica a los invasores extranjeros como los responsables de este crimen.2
No debería sorprendernos: la matanza ocasionada por el bombardeo de gas sarín es un clásico sabotaje en el cual los agentes de la CIA son expertos. Como cuando fraguaron el supuesto incidente del golfo de Tonkin, en 1964 –un buque de guerra norteamericano supuestamente atacado por naves vietnamitas- para que, indignada, la opinión pública estadounidense aceptara entrar en guerra con Vietnam, sólo para sufrir una humillante derrota en 1975. Ya en 1898 los nefastos predecesores de la CIA habían comenzado a cultivar tan siniestra tradición: en un sórdido autosabotaje hicieron estallar por los aires al Maine, un acorazado de los Estados Unidos amarrado en la bahía de La Habana. El martirio al que sometieron a sus compatriotas que tripulaban el navío fue el pretexto que le permitió a Washington declararle la guerra a España -que ya había sido derrotada por el glorioso ejército patriota cubano- y así despojarlo de su victoria, apoderarse de la isla y, poco después, Enmienda Platt mediante, legalizar el robo de parte del territorio cubano e instalar una enorme base naval en Guantánamo, arrendada “a perpetuidad” –flagrante monstruosidad jurídica- a los Estados Unidos. Pero hay otros antecedentes de este tipo: ¿cómo olvidar el ataque japonés a Pearl Harbor? Este fue llevado a cabo por la Armada Imperial el 7 de diciembre de 1941, cuando Washington increíblemente desoyó todas las advertencias que informaban que la flota de mar del Japón había levado anclas iniciando un periplo de más de cinco mil kilómetros en pleno Océano Pacífico y que sólo podía tener un único objetivo: llegar a Pearl Harbor y destruir la flota de Estados Unidos que allí se había apostado. O, más recientemente, el mar de sospechas que se agita en torno a los atentados del 11 S, en donde un grupo de varios centenares de prestigiosos académicos y científicos norteamericanos postulan la existencia de una conspiración surgida desde el seno de la Administración Bush como la causante principal de aquella tragedia. 3 Resumiendo: la mentira y el engaño son monedas corrientes en la administración del imperio. Los emperadores han demostrado ser mentirosos seriales, salvo poquísimas excepciones. La revelación de la farsa mediática de la CNN puesta en evidencia por Walter Martínez en la edición del 2 de Septiembre de Dossier es una prueba irrefutable del siniestro papel que juega la prensa hegemónica al difundir estas mentiras. Tal como se demostró en ese programa la CNN simula una entrevista con un “combatiente de la libertad” luchando en un frente de guerra en Damasco cuando en realidad todo no era más que un montaje y el supuesto guerrero insurrecto no era tal sino un joven desocupado que … ¡se encontraba en Londres! y se prestó gustoso para la infame maniobra, mientras los técnicos de la CNN trataban de instalar un ruido de fondo simulando estallidos de bombas y tableteo de fusiles de asalto.4
Washington conoce perfectamente todo esto que hemos venido planteando, pese a lo cual Obama y Kerry insisten en culpabilizar a Al Assad de haber utilizado armas químicas en contra de su pueblo. Actitud que revela la pérfida doble moral del gobierno estadounidense, que permaneció inmutable cuando su por entonces amigo Saddam Hussein gaseaba con armas químicas “Made in America” a las minorías kurdas; o cuando sus lugartenientes israelíes utilizaron fósforo en su brutal ataque a la Franja de Gaza. Enterado de las atrocidades cometidas a diario por Anastasio Somoza en Nicaragua, Franklin D. Roosevelt se encogía de hombros y decía: “Sí, es un hijo de puta pero es nuestro hijo de puta”. Lo mismo habrán dicho Bill Clinton, George W. Bush y Barack Obana de los crímenes perpetrados durante sus respectivas administraciones por Saddam Hussein y Benjamin Netanyahu. Claro que que Al Assad “no es su hijo de puta” y entonces su inconducta se torna merecedora de un aleccionador escarmiento. Castigo que no sufrirán él y los jerarcas de su régimen sino su pueblo: la gente que aparecerá –si es que lo hace- en los escuetos informes del Pentágono contabilizados como “daños colaterales”.
Para resumir: estamos en presencia de un imperio rapaz y mentiroso hasta la médula, que ha convertido a Estados Unidos, su centro indiscutido, en un “estado canalla”: ninguna ley internacional lo obliga, ninguna resolución de la Asamblea General de la ONU suscita su obediencia; ninguna norma moral pone en cuestión su plan de dominación mundial; y nada logra saciar el apetito del “complejo militar-industrial”, cuyas ganancias varían en proporción directa a las guerras. Hay que lanzar misiles, fletar portaaviones, movilizar helicópteros y aviones y utilizar y destruir cuanto armamento y equipo sea necesario. De no ser así se derrumbaría la rentabilidad de la industria militar y sin sus luctuosas ganancias no se podrían financiar las carreras políticas de congresistas, gobernadores e inclusive del inquilino de la Casa Blanca, el inverosímil Premio Nobel de la Paz y cínico admirador de Martin Luther King. En función de todo esto sus mentiras y la orquestada manipulación informativa a escala mundial son componentes esenciales de su proceder.
El proyecto imperialista para Medio Oriente
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