EL IMPERIO HISTORIA DE ROMA
1 de Abril de 2014
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EL IMPERIO
Un hombre de principios, apasionado e idealista, en un mundo dominado por la corrupción, los intereses económicos y la falta de escrúpulos de los políticos.
La titánica lucha de Cicerón, el mayor orador de la historia, por conseguir el poder en Roma.
Al principio fue emocionante, luego sorprendente, más tarde arduo, y al final, sumamente peligroso. Creo que durante esos años Cicerón pasó más tiempo conmigo que con cualquier otra persona, incluida su propia familia.
Durante las décadas que siguieron a la muerte de Cicerón a menudo me preguntaron, casi siempre entre susurros, cómo era realmente; no obstante, mis labios se mantuvieron siempre sellados. ¿Cómo podía saber quién era un espía del gobierno y quién no? Siempre viví con el temor a la purga. Sin embargo, dado que mí vida se acaba y ya nada temo —ni siquiera la tortura, pues no duraría ni un instante en manos del carnicero o sus ayudantes—, he decidido ofrecer este trabajo a modo de respuesta. Lo basaré en mis recuerdos y en los documentos que me fueron confiados.
A diferencia de Metelo u Hortensio, no provenía de las grandes familias de la aristocracia con favores políticos acumulados generación tras generación y que hacen valer en tiempo de elecciones; ningún poderoso ejército respaldaba su candidatura, como sí fue el caso de Pompeyo y Julio César, y no disponía de una fortuna como la de Craso para engrasar su camino. Cuanto tenía era su voz, y puso todo su esfuerzo en hacer de ella la voz más famosa del mundo.
Tenía veinticuatro años cuando entré a su servicio; él, veintisiete. Yo no era más que un simple esclavo de la servidumbre, nacido en la propiedad familiar situada en las colinas de Arpino; ni siquiera había visto Roma. Él era un joven abogado que padecía ataques de nervios por agotamiento y luchaba por superar sus numerosos impedimentos naturales. Pocos habrían apostado a favor de sus posibilidades o las mías.
La voz de Cicerón en aquel tiempo no era el temible instrumento que posteriormente devendría, sino áspera y ocasionalmente propensa al tartamudeo.
El Erudito, solían llamarlo sus inquietos oyentes, y también el Griego; pero ninguno de esos apodos eran un cumplido. A pesar de que nadie dudaba de su talento para la oratoria, su constitución era demasiado enclenque para sustentar su ambición, y el esfuerzo que para sus cuerdas vocales suponían las numerosas horas de retórica, a menudo al aire libre y sin importar la estación ni la época del año, podía dejarlo ronco o afónico durante días. El insomnio crónico, y los problemas de digestión se añadían a sus flaquezas.
Nos encontramos en el puerto de Brindisi el día en que nos disponíamos a embarcar. Eso ocurrió durante el consulado de Servilio Vatia y Claudio Pulquer, en el año setenta y cinco después de la fundación de Roma. Cicerón no era entonces la imponente figura en la que luego se convertiría y cuyos rasgos se hicieron tan populares que no podía pasear por la calle más insignificante sin que lo reconocieran. (¿Qué ha sido —me pregunto— de los miles de bustos y retratos que en su día adornaron tantos hogares particulares y edificios públicos? ¿Es posible que todos hayan acabado hechos añicos y quemados?) El joven que acudió a los muelles aquella mañana de primavera era flaco y de hombros caídos; en su cuello, curiosamente largo, una nuez del tamaño de un puño de un recién nacido se movía arriba y abajo cada vez que tragaba. Tenía los ojos saltones, la piel cetrina y las mejillas hundidas.
Primero nos dirigimos a Atenas, donde Cicerón había prometido darse el gusto de estudiar filosofía en la Academia. Yo llevé su equipaje hasta la sala de conferencias y me disponía a marcharme cuando él me llamó y quiso saber adónde pensaba ir.
—Voy a sentarme a la sombra, junto con los demás esclavos —contesté—, a menos que necesites de mis servicios.
—Así es —dijo—. Deseo que realices una tarea realmente agotadora. Quiero que entres ahí conmigo y aprendas un poco de filosofía, de ese modo tendré a alguien con quien hablar durante nuestros largos viajes.
Así pues, lo seguí y tuve el privilegio de escuchar a Antioco de Ascalón en persona disertar sobre los tres principios básicos del estoicismo, a saber: que la virtud es suficiente para alcanzar la felicidad, que nada aparte de la virtud es bueno, y que no hay que fiarse de las emociones.
La escuela retórica dominante en aquella época propugnaba el llamado «método asiático». Su discurso, complejo y florido, lleno de frases altisonantes y rimas cantarinas, se acompañaba de grandes gestos y mucho caminar de un lado a otro. Su principal exponente en Roma era Quinto Hortensio Hortalo, universalmente considerado el orador más destacado de su época y cuyo particular juego de piernas lo había hecho merecedor del apodo el Maestro Bailarín. Cicerón, interesado en descubrir sus trucos, insistió en conocer a todos los mentores de Hortensio: Menipo de Estratonicea, Dionisio de Magnesia, Escilo de Cnido, Xenocles de Adramitio... Los nombres por sí solos ya daban una idea de su estilo. Cicerón pasó varias semanas con cada uno de ellos, estudiando pacientemente sus métodos, hasta que llegó a la conclusión de que les tenía tomada la medida.
En aquella época, para lograr entrar en el Senado tenías que haber cumplido treinta y un años y ser millonario. Más exactamente, debías acreditar ante las autoridades activos por valor de un millón de sestercios, y eso únicamente para ser candidato en las elecciones anuales que se celebraban en julio, cuando veinte nuevos senadores eran elegidos para sustituir a los que habían muerto el año anterior o se habían empobrecido lo suficiente para no poder seguir manteniendo sus cargos. Pero ¿de dónde iba a sacar Cicerón un millón de sestercios? Desde luego, su padre no tenía tal cantidad de dinero. La propiedad de la familia era pequeña y estaba hipotecada. Por lo tanto, le quedaban las tres alternativas de siempre. Sin embargo, ganarlo le habría llevado demasiado tiempo, y robarlo habría sido arriesgado en exceso. Así pues, a su regreso de Rodas contrajo matrimonio.
Terencia tenía diecisiete años, el cabello negro y rizado, y menos pecho que una tabla.
Pero regresemos a Sicilia. No os alarméis: no describiré con detalle nuestro trabajo. Como buena parte de la política, bastante deprimente fue mientras duró como para recordarlo sesenta y tantos años después. Lo que resultó memorable y significativo fue el viaje de regreso. Cicerón lo retrasó a propósito un mes, de marzo a abril, para asegurarse de que pasaría por Puteoli durante el receso de las sesiones en el Senado, justo en el momento en que todos los grupos políticos se encontraban en la bahía de Nápoles disfrutando de los baños medicinales. Recibí el encargo de alquilar la mejor embarcación de doce remos que fuera capaz de encontrar, para que Cicerón hiciera su entrada en el puerto a lo grande y ataviado por primera vez con la toga púrpura propia de los senadores de la República de Roma.
Cicerón tenía una modesta casa de dos plantas, encajada entre un templo y un bloque de pisos, en la colina Esquilina; aunque, si uno se tomaba la molestia de subir a la azotea, se veía recompensado con una buena vista sobre el humeante valle y los grandes templos que se alzaban en la colina Capitolina, a poco más de media milla* hacia el oeste. En realidad, la casa era de su padre, pero el anciano caballero no estaba bien de salud y pocas veces abandonaba la campiña, de manera que Cicerón disponía plenamente de ella, junto con su mujer, Terencia, su hija de cinco años, Tulia, y una docena de esclavos: yo; dos secretarios a mi cargo, Sosisteo y Laureo; el mayordomo, Eros; Filotimo, el contable de Terencia; dos sirvientas; una niñera; un cocinero; un ayuda de cámara, y un portero. En alguna parte también había un viejo filósofo, Diodoto el Estoico, que de vez en cuando salía de su cuarto y se reunía con Cicerón para cenar cuando su amo necesitaba un poco de ejercicio intelectual. Así pues, vivíamos quince personas en aquella casa. Terencia se quejaba sin cesar de lo apretados que estábamos, pero Cicerón no tenía intenciones de mudarse porque en esos momentos se hallaba plenamente inmerso en su fase de hombre del pueblo, y aquella casa encajaba muy bien con la imagen que pretendía dar.
Lo dejé y me escabullí de vuelta al tablinum para anunciar que íbamos con retraso y que el senador tenía que marcharse a los tribunales. Estenio, que seguía dando vueltas por allí, me preguntó cuándo podía esperar una respuesta, a lo cual solo pude responderle que debería aguardar junto con los demás. Poco después de eso, Cicerón apareció con Tulia, dio los buenos días y saludó a cada uno por su nombre. («La primera regla de la política, Tiro: no olvides nunca una cara.») Como de costumbre, su aspecto era impecable: el cabello, peinado hacia atrás y lustrado con ungüento; la piel, perfumada; la toga, recién lavada; los zapatos rojos, limpios y relucientes; el rostro, bronceado por los años de declamación al aire libre. Limpio, pulcro, en forma...
Resplandecía. Los reunidos lo siguieron hasta el vestíbulo, donde Cicerón levantó a su radiante hija en el aire, la mostró a los presentes y le dio un sonoro beso en los labios. Se oyó un «¡Aaah!» general e incluso algún aplauso. No era un gesto de cara a la galería —lo habría hecho igualmente de no haber nadie mirando, pues quería a aquella pequeña Tulia más de lo que llegaría a querer a nadie en su vida—, pero sabía que los
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