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EL IMPERIO HISTORIA DE ROMA


Enviado por   •  1 de Abril de 2014  •  7.121 Palabras (29 Páginas)  •  354 Visitas

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EL IMPERIO

Un hombre de principios, apasionado e idealista, en un mundo dominado por la corrupción, los intereses económicos y la falta de escrúpulos de los políticos.

La titánica lucha de Cicerón, el mayor orador de la historia, por conseguir el poder en Roma.

Al principio fue emocionante, luego sorprendente, más tarde arduo, y al final, sumamente peligroso. Creo que durante esos años Cicerón pasó más tiempo conmigo que con cualquier otra persona, incluida su propia familia.

Durante las décadas que siguieron a la muerte de Cicerón a menudo me preguntaron, casi siempre entre susurros, cómo era realmente; no obstante, mis labios se mantuvieron siempre sellados. ¿Cómo podía saber quién era un espía del gobierno y quién no? Siempre viví con el temor a la purga. Sin embargo, dado que mí vida se acaba y ya nada temo —ni siquiera la tortura, pues no duraría ni un instante en manos del carnicero o sus ayudantes—, he decidido ofrecer este trabajo a modo de respuesta. Lo basaré en mis recuerdos y en los documentos que me fueron confiados.

A diferencia de Metelo u Hortensio, no provenía de las grandes familias de la aristocracia con favores políticos acumulados generación tras generación y que hacen valer en tiempo de elecciones; ningún poderoso ejército respaldaba su candidatura, como sí fue el caso de Pompeyo y Julio César, y no disponía de una fortuna como la de Craso para engrasar su camino. Cuanto tenía era su voz, y puso todo su esfuerzo en hacer de ella la voz más famosa del mundo.

Tenía veinticuatro años cuando entré a su servicio; él, veintisiete. Yo no era más que un simple esclavo de la servidumbre, nacido en la propiedad familiar situada en las colinas de Arpino; ni siquiera había visto Roma. Él era un joven abogado que padecía ataques de nervios por agotamiento y luchaba por superar sus numerosos impedimentos naturales. Pocos habrían apostado a favor de sus posibilidades o las mías.

La voz de Cicerón en aquel tiempo no era el temible instrumento que posteriormente devendría, sino áspera y ocasionalmente propensa al tartamudeo.

El Erudito, solían llamarlo sus inquietos oyentes, y también el Griego; pero ninguno de esos apodos eran un cumplido. A pesar de que nadie dudaba de su talento para la oratoria, su constitución era demasiado enclenque para sustentar su ambición, y el esfuerzo que para sus cuerdas vocales suponían las numerosas horas de retórica, a menudo al aire libre y sin importar la estación ni la época del año, podía dejarlo ronco o afónico durante días. El insomnio crónico, y los problemas de digestión se añadían a sus flaquezas.

Nos encontramos en el puerto de Brindisi el día en que nos disponíamos a embarcar. Eso ocurrió durante el consulado de Servilio Vatia y Claudio Pulquer, en el año setenta y cinco después de la fundación de Roma. Cicerón no era entonces la imponente figura en la que luego se convertiría y cuyos rasgos se hicieron tan populares que no podía pasear por la calle más insignificante sin que lo reconocieran. (¿Qué ha sido —me pregunto— de los miles de bustos y retratos que en su día adornaron tantos hogares particulares y edificios públicos? ¿Es posible que todos hayan acabado hechos añicos y quemados?) El joven que acudió a los muelles aquella mañana de primavera era flaco y de hombros caídos; en su cuello, curiosamente largo, una nuez del tamaño de un puño de un recién nacido se movía arriba y abajo cada vez que tragaba. Tenía los ojos saltones, la piel cetrina y las mejillas hundidas.

Primero nos dirigimos a Atenas, donde Cicerón había prometido darse el gusto de estudiar filosofía en la Academia. Yo llevé su equipaje hasta la sala de conferencias y me disponía a marcharme cuando él me llamó y quiso saber adónde pensaba ir.

—Voy a sentarme a la sombra, junto con los demás esclavos —contesté—, a menos que necesites de mis servicios.

—Así es —dijo—. Deseo que realices una tarea realmente agotadora. Quiero que entres ahí conmigo y aprendas un poco de filosofía, de ese modo tendré a alguien con quien hablar durante nuestros largos viajes.

Así pues, lo seguí y tuve el privilegio de escuchar a Antioco de Ascalón en persona disertar sobre los tres principios básicos del estoicismo, a saber: que la virtud es suficiente para alcanzar la felicidad, que nada aparte de la virtud es bueno, y que no hay que fiarse de las emociones.

La escuela retórica dominante en aquella época propugnaba el llamado «método asiático». Su discurso, complejo y florido, lleno de frases altisonantes y rimas cantarinas, se acompañaba de grandes gestos y mucho caminar de un lado a otro. Su principal exponente en Roma era Quinto Hortensio Hortalo, universalmente considerado el orador más destacado de su época y cuyo particular juego de piernas lo había hecho merecedor del apodo el Maestro Bailarín. Cicerón, interesado en descubrir sus trucos, insistió en conocer a todos los mentores de Hortensio: Menipo de Estratonicea, Dionisio de Magnesia, Escilo de Cnido, Xenocles de Adramitio... Los nombres por sí solos ya daban una idea de su estilo. Cicerón pasó varias semanas con cada uno de ellos, estudiando pacientemente sus métodos, hasta que llegó a la conclusión de que les tenía tomada la medida.

En aquella época, para lograr entrar en el Senado tenías que haber cumplido treinta y un años y ser millonario. Más exactamente, debías acreditar ante las autoridades activos por valor de un millón de sestercios, y eso únicamente para ser candidato en las elecciones anuales que se celebraban en julio, cuando veinte nuevos senadores eran elegidos para sustituir a los que habían muerto el año anterior o se habían empobrecido lo suficiente para no poder seguir manteniendo sus cargos. Pero ¿de dónde iba a sacar Cicerón un millón de sestercios? Desde luego, su padre no tenía tal cantidad de dinero. La propiedad de la familia era pequeña y estaba hipotecada. Por lo tanto, le quedaban las tres alternativas de siempre. Sin embargo, ganarlo le habría llevado demasiado tiempo, y robarlo habría sido arriesgado en exceso. Así pues, a su regreso de Rodas contrajo matrimonio.

Terencia tenía diecisiete años, el cabello negro y rizado, y menos pecho que una tabla.

Pero regresemos a Sicilia. No os alarméis: no describiré con detalle nuestro trabajo. Como buena parte de la política, bastante deprimente fue mientras duró como para recordarlo sesenta y tantos años después. Lo que resultó memorable y significativo fue el viaje de regreso. Cicerón lo retrasó a propósito un mes, de marzo a abril, para asegurarse de que pasaría por Puteoli durante el receso de las sesiones en el Senado, justo en el momento en que todos los grupos políticos se encontraban en la bahía de Nápoles disfrutando de los baños medicinales. Recibí el encargo de alquilar la mejor embarcación de doce remos que fuera capaz de encontrar, para que Cicerón hiciera su entrada en el puerto a lo grande y ataviado por primera vez con la toga púrpura propia de los senadores de la República de Roma.

Cicerón tenía una modesta casa de dos plantas, encajada entre un templo y un bloque de pisos, en la colina Esquilina; aunque, si uno se tomaba la molestia de subir a la azotea, se veía recompensado con una buena vista sobre el humeante valle y los grandes templos que se alzaban en la colina Capitolina, a poco más de media milla* hacia el oeste. En realidad, la casa era de su padre, pero el anciano caballero no estaba bien de salud y pocas veces abandonaba la campiña, de manera que Cicerón disponía plenamente de ella, junto con su mujer, Terencia, su hija de cinco años, Tulia, y una docena de esclavos: yo; dos secretarios a mi cargo, Sosisteo y Laureo; el mayordomo, Eros; Filotimo, el contable de Terencia; dos sirvientas; una niñera; un cocinero; un ayuda de cámara, y un portero. En alguna parte también había un viejo filósofo, Diodoto el Estoico, que de vez en cuando salía de su cuarto y se reunía con Cicerón para cenar cuando su amo necesitaba un poco de ejercicio intelectual. Así pues, vivíamos quince personas en aquella casa. Terencia se quejaba sin cesar de lo apretados que estábamos, pero Cicerón no tenía intenciones de mudarse porque en esos momentos se hallaba plenamente inmerso en su fase de hombre del pueblo, y aquella casa encajaba muy bien con la imagen que pretendía dar.

Lo dejé y me escabullí de vuelta al tablinum para anunciar que íbamos con retraso y que el senador tenía que marcharse a los tribunales. Estenio, que seguía dando vueltas por allí, me preguntó cuándo podía esperar una respuesta, a lo cual solo pude responderle que debería aguardar junto con los demás. Poco después de eso, Cicerón apareció con Tulia, dio los buenos días y saludó a cada uno por su nombre. («La primera regla de la política, Tiro: no olvides nunca una cara.») Como de costumbre, su aspecto era impecable: el cabello, peinado hacia atrás y lustrado con ungüento; la piel, perfumada; la toga, recién lavada; los zapatos rojos, limpios y relucientes; el rostro, bronceado por los años de declamación al aire libre. Limpio, pulcro, en forma...

Resplandecía. Los reunidos lo siguieron hasta el vestíbulo, donde Cicerón levantó a su radiante hija en el aire, la mostró a los presentes y le dio un sonoro beso en los labios. Se oyó un «¡Aaah!» general e incluso algún aplauso. No era un gesto de cara a la galería —lo habría hecho igualmente de no haber nadie mirando, pues quería a aquella pequeña Tulia más de lo que llegaría a querer a nadie en su vida—, pero sabía que los electores romanos eran una panda de sentimentales y que no le haría ningún daño que el rumor de su paternal devoción circulara por ahí.

Cuando regresé al tribunal, Cicerón se hallaba en pleno discurso de alegaciones de la defensa. No era uno de los que más tarde decidiría conservar, de modo que, por desgracia, carezco del texto.

Lo que sí recuerdo es que ganó el caso mediante el hábil recurso de prometer que si el joven Popilio era absuelto, dedicaría el resto de su vida al servicio militar, promesa que pilló totalmente por sorpresa a la acusación, al jurado y al propio acusado. Sin embargo, funcionó, y tan pronto como el veredicto se hubo pronunciado, sin dedicar un momento más al desagradable Popilio y sin entretenerse siquiera en tomar un bocado, partió hacia el edificio del Senado seguido de su corte de admiradores, cuyo número había aumentado tras haber corrido el rumor de que el gran abogado tenía previsto un nuevo discurso.

En ese momento saltaba a la vista que Hortensio ya se había percatado de que algo ocurría, pero no sabía de qué se trataba exactamente. El orden del día había sido expuesto en su lugar de costumbre, junto a la puerta de entrada del Senado. Vi a Hortensio detenerse para leerlo —«El procesamiento por delitos capitales de personas que se hallan ausentes debería ser prohibido en las provincias.»— y dar media vuelta, totalmente perplejo. Gelio Publicola se hallaba sentado en la entrada, en su asiento de marfil tallado, rodeado de sus ayudantes, a la espera de que las entrañas del animal sacrificado fueran examinadas por los augures y estos las declararan favorables antes de llamar a los senadores y pedirles que iniciaran la sesión. Hortensio se le acercó y preguntó con un gesto de las manos qué ocurría. Gelio se encogió de hombros y, a modo de respuesta, señaló con ademán irritado a Cicerón. Hortensio se volvió y descubrió a su ambicioso rival rodeado de un conspirativo corro de senadores, frunció el entrecejo y fue a reunirse con sus amigos de la aristocracia: los tres hermanos Metelo —Quinto, Lucio y Marco— y los dos cónsules de avanzada edad que eran quienes de verdad gobernaban el imperio: Quinto Cátulo (cuya hermana estaba casada con Hortensio) y el triunfador por partida doble Servilio Vatia Isáurico.

Me sentía tan satisfecho como un niño que acaba de recitar su lección sin equivocarse, porque en aquella época todo parecía un juego, y yo no tenía ni idea de que algún día nos veríamos inmersos en él. El debate llegó a una pausa fuera de programa, sin que fuera necesaria ninguna votación, y los senadores se pusieron a charlar entre ellos. Gelio, que ya tenía más de sesenta años, cogió el orden del día y lo leyó forzando la vista y acercándoselo mucho a la cara; luego, recorrió la sala con la mirada en busca de Cicerón, quien, como senador novel, se hallaba confinado en un lejano banco situado cerca de la puerta. Por fin, Cicerón se levantó para que lo vieran, Gelio se sentó, y el murmullo de voces se fue extinguiendo. Cogí la libreta y el punzón. Se hizo el silencio y Cicerón dejó que creciera; un viejo truco para aumentar la tensión. Entonces, cuando ya había esperado tanto que casi parecía que algo no iba bien, empezó a hablar; al principio en voz baja y vacilante, obligando a los que escuchaban a forzar el oído mientras el ritmo de sus palabras los conquistaba sin que se dieran cuenta.

Los archivos se conservaban en cámaras incombustibles, construidas para soportar la descarga de rayo y excavadas en la roca del Capitolio, y cuando los esclavos abrieron las grandes Muertas de bronce tuve una vista momentánea de los miles y miles de rollos de papiro que se guardaban en los huecos de la sagrada colina. Quinientos años de historia acumulados en tan pequeño espacio...

Medio milenio de magistraturas, gobernantes, decretos proconsulares y edictos judiciales que abarcaban desde Lusitania hasta Macedonia, de África a Galia, y la mayoría de ellos dictados en nombre del mismo puñado de familias de siempre: los Emilio, los Claudio, los Cornelio, los Lutacio, los Metelo o los Servilio. Eso era lo que proporcionaba a Cátulo y a los de su clase la confianza necesaria para mirar por encima del hombro a simples caballeros de provincias como

Cicerón.

Mientras buscaban los archivos de Verres me tuvieron esperando en la antesala hasta que por fin me entregaron una única caja de documentos que contenía quizá una docena de rollos. Por las etiquetas de los extremos comprendí que todos salvo uno eran estados de cuentas de la época en que

Verres había sido pretor urbano.

Mientras estaba en el Archivo, la oscuridad había caído sobre Roma. En casa de Cicerón, la familia ya se había sentado a cenar pero mi señor había dado instrucciones a Eros, el mayordomo, para que me hiciera pasar al comedor tan pronto regresara. Encontré a Cicerón recostado en un diván al lado de Terencia. Su hermano Quinto también se hallaba presente, junto con su esposa. El tercer diván lo ocupaban Lucio —el primo de Cicerón— y Estenio, que llevaba las mismas ropas mugrientas de la mañana y se revolvía incómodo. Aunque Cicerón parecía de buen humor, percibí la tensión en el ambiente nada más entrar. Siempre le gustaba festejar durante las cenas, pero su interés no estaba en la calidad de la comida o la bebida, sino en la compañía y la conversación.

Quinto y Lucio, junto con Ático, eran los hombres a los que más apreciaba.

Había diez tribunos, que eran elegidos por el pueblo todos los años, y siempre se sentaban en el mismo largo banco, bajo un mural que ilustraba la derrota de los cartagineses. No era un lugar espacioso. Estaba lleno de gente y de ruido, y dentro hacía calor a pesar del frío de diciembre del exterior. Cuando entramos, un joven estrafalariamente descalzo arengaba a las masas. Era un tipo feo y rudo, y tenía una voz áspera y brutal. En la basílica Porcia siempre había un montón de chiflados, y al oír que su discurso parecía enteramente dedicado a argumentar por qué determinada columna no debía ser demolida, ni desplazada siquiera un ápice, para brindar más espacio a los tribunos, lo torné por uno de ellos. A pesar de todo, por alguna curiosa razón, conseguía que le prestaran atención. Cicerón lo escuchó con interés y al cabo de un momento comprendió, por las constantes referencias a «mi ancestro», que aquel extraño ser no era otro que el bisnieto del famoso

Marco Porcio Catón, que originariamente había erigido la basílica y le dio su nombre.

En ese momento de la conversación yo no tenía ni idea de qué estaban hablando. Solo cuando caminábamos de regreso a casa, Cicerón me lo explicó: Pompeyo pretendía aspirar al consulado apoyándose en la plena restauración del poder del tribunado, de ahí la sorprendente decisión de Palícano de convertirse en tribuno. La estrategia no nacía de ningún sentimiento altruista por parte de Pompeyo para dotar de mayor libertad al pueblo de Roma —aunque imagino que en algún momento, mientras tomaba sus baños en Hispania, se vio a sí mismo con satisfacción como el campeón de los derechos civiles—, no: se trataba de una cuestión de simple y puro oportunismo.

Pompeyo, como buen general, comprendía perfectamente que, al defender ese programa, atraparía a la aristocracia en un movimiento envolvente entre sus soldados acampados fuera de la ciudad y la gente común de la calle. Hortensio, Cátulo, Metelo y los demás no tendrían más remedio que concederle el consulado y aceptar la restauración del tribunado o arriesgarse a ser aniquilados. Y una vez lo hubieran hecho, Pompeyo podría licenciar su ejército y, si fuera necesario, gobernar por encima del Senado apelando directamente al pueblo. Se convertiría en invulnerable. Tal como Cicerón me la describió, era una jugada magnífica, y él la había captado, en un destello de genialidad, durante la conversación con Palícano.

Hundió la barbilla en el pecho y no volvió a abrir la boca hasta que pasamos el hito octavo y nos adentramos en campo abierto, no lejos de Bovila. Fue entonces cuando algo me llamó la atención: piquetes militares montaban guardia alrededor de lo que parecían pequeños cercos hechos con troncos. Ya habíamos dejado atrás cinco de ellos, separados por unos setecientos metros, y cuanto más nos adentrábamos por la carretera, mayor parecía la actividad que en ellos se desarrollaba: martilleo, cava de agujeros, tala de troncos. Fue Cicerón quien dio con la respuesta: los legionarios estaban construyendo cruces. Poco después nos encontramos con una columna de la infantería de Craso que marchaba hacia nosotros, camino de Roma, y tuvimos que apartarnos a un lado de la carretera para dejarla pasar. Tras los soldados iba una larga y renqueante procesión de prisioneros: cientos de esclavos rebeldes, vencidos y con los brazos atados a la espalda, un espantoso ejército de espectros descarnados que se dirigía hacia el terrible destino que sabíamos les estaban preparando pero que ellos probablemente ignoraban. Nuestro conductor soltó una maldición, azotó con las riendas los lomos de los caballos y volvimos a ponernos en marcha. Al cabo de poco más de una milla, vimos que la matanza había empezado: los prisioneros agonizaban clavados en las cruces que flanqueaban la carretera.

En política existen ciertos individuos que no soportan hallarse juntos en la misma habitación aunque se dé la circunstancia de que por mutuo interés les convenga entenderse, y pronto quedó claro que Craso y Cicerón pertenecían a dicha categoría. Eso es lo que los estoicos no comprenden cuando aseguran que la razón, y no las emociones, debe desempeñar el papel principal en los asuntos humanos. Yo me temo que ocurre justo lo contrario, y que siempre será así, incluso —y quizá especialmente— en el supuestamente calculador mundo de la política. Pero si la razón no puede gobernar la política, ¿qué esperanza queda en cualquier otro ámbito? Craso mandó llamar a

Cicerón para recabar su amistad. Cicerón acudió decidido a conservar su buena predisposición. No obstante, ninguno de los dos pudo ocultar su desprecio hacia el otro, y la reunión acabó siendo un desastre.

La curiosidad por ver qué aspecto tendría el gran hombre era considerable, ya que el Alejandro de Roma, tal como lo llamaban sus seguidores, llevaba casi siete años luchando en el extranjero. Algunos se preguntaban cuánto habría cambiado; otros, entre los que me contaba, nunca lo habían visto. Cicerón va se había enterado por boca de Palícano de que Pompeyo planeaba instalar su cuartel general en Villa Pública, la casa de invitados del gobierno situada junto al lugar donde se votaba, le modo que hacia allí nos dirigimos Cicerón, Quinto, Lucio y yo.

El lugar estaba rodeado de un doble cordón de soldados, y cuando conseguimos llegar hasta los muros después de abrirnos paso entre la multitud, nos enteramos de que nadie tenía permitida la entrada a menos que dispusiera de la correspondiente autorización. Cicerón se sintió ofendido por el hecho de que ninguno de los soldados de guardia hubiera oído hablar de él, tuvimos suerte de que en ese instante Palícano pasó cerca de la puerta y pudo ir a buscar a su yerno, el comandante Gabinio, para que hablara en nuestro favor. Una vez dentro comprendimos que allí se encontraba ya más de la mitad de la Roma oficial, paseando entre las columnas y bullendo de curiosidad por hallarse tan cerca del poder.

Cicerón parecía anonadado ante las proporciones de su fracaso: él, excluido; sus enemigos, recompensados; Craso, elevado al rango de cónsul. Sin embargo, se rehízo, liberó su brazo y se encaminó furioso hacia las puertas. Su carrera hubiera podido acabar allí, en la punta de la espada de cualquiera de los centinelas de Pompeyo, porque me pareció que Cicerón, en su desesperación, estaba decidido a abrirse paso por la fuerza hasta la mesa de los negociadores y exigir su parte. Sin embargo, era demasiado tarde. Los grandes hombres, una vez satisfechas sus ambiciones, estaban saliendo ya, precedidos de sus auxiliares y rodeados por los soldados que se cuadraban a su paso.

Craso fue el primero en salir, y después, de entre las sombras, lo hizo Pompeyo, reconocible no solamente por el aura de poder que lo rodeaba —el aire parecía crujir a medida que avanzaba—, sino también por el perfil de sus facciones. Tenía un rostro amplio, de altos pómulos, y una gran masa de cabello ondulado y negro cuyo tupé se alzaba igual que la proa de un barco. Era un rostro lleno de fuerza y mando, como el cuerpo: anchos hombros y potente pecho; el torso de un luchador.

Comprendí entonces por qué cuando era joven, y famoso por su crueldad, lo habían apodado el

Muchacho Carnicero.

Aquellas últimas palabras se fundieron con un lamento de autocompasión lleno de sílabas intercambiadas y de consonantes sibilantes imposibles de registrar con mis símbolos para acortar palabras. Dejé el orinal a un lado y soplé la lámpara. Cicerón se quedó dormido antes incluso de que yo llegara a la puerta. Debo confesar que esa noche me acosté muy preocupado.

Sin embargo, a la mañana siguiente, antes del amanecer, me despertó el habitual sonido de sus pasos yendo de un lado a otro en sus ejercicios matutinos; tal vez caminara un poco más despacio que otras veces, pero era muy temprano, ya que estábamos en pleno verano y no podía haber dormido muchas horas. Tal era la naturaleza del personaje. El fracaso constituía el combustible que alimentaba su ambición. Cada vez que sufría una humillación —cuando, siendo un joven abogado, su delicada naturaleza le fallaba, a su retorno de Sicilia o, como en esos momentos, tras el desaire de Pompeyo—, su fuego interior se apagaba momentáneamente y se encendía de nuevo con mayor fuerza. «Es la perseverancia, no el genio, lo que lleva a los hombres a la cima», solía decirme.

«Roma está llena de genios que nadie conoce. En este mundo, solo la perseverancia te permite seguir adelante.» Así pues, lo oí prepararse para un nuevo día de lucha en el foro romano y sentí que el viejo y conocido ritmo de la casa volvía a tomar el mando.

Luego, las armas y las insignias de los rebeldes derrotados, y a continuación los prisioneros, los abatidos seguidores de Sartorio y Perperna cargados de cadenas. Después, las coronas y los tributos de los aliados, llevados por los embajadores de distintas naciones. Luego, los doce lictores del imperator, con sus hachas y haces de ramas rodeados de laureles. Y por fin, en último lugar, en medio de los aplausos y los vítores de la multitud, pasaron trotando bajo la puerta los cuatro caballos blancos que tiraban del carro del imperator. Y allí estaba

Pompeyo, el vencedor en persona. Llevaba una capa bordada de oro sobre una túnica floreada. En la mano izquierda sostenía el cetro; y en la derecha, un ramo de laurel. Una corona también de laurel le adornaba las sienes, y llevaba el apuesto rostro pintado con rojo de plomo ya que, en un día como aquel, constituía la personificación viviente del mismísimo Júpiter.

En términos de retórica, Cicerón había conseguido una victoria de proporciones aniquiladoras; pero mientras las tablillas con los votos pasaban de mano en mano entre el jurado, y el secretario del tribunal se levantaba con su urna para recogerlas, Cicerón supo, según me contaría después, que había perdido. Entre los treinta y dos senadores reconoció al menos a una docena de enemigos; solo a la mitad podía considerarlos amigos. Como de costumbre, la decisión dependería de los indecisos. Vio que muchos de ellos buscaban con la mirada a Cátulo, a la espera de alguna indicación, dispuestos a obedecerlo. Cátulo marcó su tablilla, la mostró a los senadores que tenía alrededor y la depositó en la urna. Cuando todos hubieron votado, el secretario se llevó la urna hasta el estrado, la abrió y empezó a contar los votos a la vista de todos. Hortensio, abandonando cualquier apariencia de indiferencia, se había puesto en pie, lo mismo que Verres, en el intento de ver cómo iba el recuento. Cicerón permanecía sentado, muy quieto, mientras que Cecilio seguía encorvado en su asiento. Alrededor de mí, la gente que solía acudir a las vistas, y que conocía los procedimientos como los propios jueces, murmuraba que el resultado era muy ajustado y que el recuento se repetiría. Por fin, el secretario entregó el resultado a Glabrio; este se puso en pie y reclamó silencio.

Todas esas historias ponían furioso a Cicerón y lo empujaban a buscar más testimonios. Todavía recuerdo con cariño al más urbanita de los caballeros, con la toga arremangada por encima de las rodillas, los delicados zapatos en una mano y su mandamiento judicial en la otra, abriéndose paso bajo la lluvia por un campo embarrado para recoger el testimonio de un campesino junto a su arado. Cuando al fin llegamos a Siracusa, tras más de treinta días de arduo viaje por la provincia, teníamos las declaraciones de más de doscientos testigos.

Nos alojamos en casa de un caballero romano, Lucio Flavio, un viejo amigo de mi señor que tenía un montón de historias sobre la crueldad y la corrupción de Verres que no tardaron en incrementar la larga lista de las que ya disponíamos. Estaba el caso de un capitán pirata, Heracleo, que logró entrar en Siracusa al frente de cuatro galeras y saqueó los almacenes sin encontrar resistencia; capturado poco después en la costa, en Megara, ni él ni sus hombres desfilaron como prisioneros, y se rumoreó que Verres los había soltado a cambio de cobrar un cuantioso rescate.

Luego estaba el macabro relato del banquero romano de Hispania, Lucio Herenio, que una mañana fue arrastrado a la fuerza hasta el foro, acusado sumariamente de espionaje y, a pesar de las súplicas de sus amigos y socios, que se presentaron en el escenario de los hechos tan pronto tuvieron noticia, decapitado allí mismo por orden de Verres. Las similitudes entre el caso de Herenio y el de Gavio en Messina resultaban sorprendentes: ambos eran ciudadanos romanos, provenían de Hispania y eran comerciantes, y ambos fueron acusados de espionaje y ejecutados sin haber tenido un juicio justo.

Esa noche, después de cenar, Cicerón recibió a un mensajero proveniente de Roma.

Inmediatamente después de leer la carta que este le entregó, nos llevó a Lucio, al joven Frugi y a mí a un aparte. El mensaje lo enviaba su hermano Quinto y contenía graves noticias: al parecer,

Hortensio había vuelto a las andadas. El tribunal de extorsiones había concedido permiso para que se procesara al antiguo gobernador de Acaya. El fiscal, un antiguo y conocido socio de Verresllamado Dasanio, se había propuesto viajar a Grecia y volver para presentar sus pruebas dos días antes de la fecha límite establecida para que Cicerón regresara de Sicilia. Quinto instaba a su hermano a que volviera a Roma lo antes posible y salvara la situación.

En esos momentos caía la tarde, y, gracias a las actividades de Cicerón, Siracusa era presa del tumulto. La multitud que nos había seguido sendero arriba nos aguardaba fuera de los muros de la prisión. En realidad, había aumentado en número, ya que se habían unido a ella algunos de los ciudadanos más prominentes de la ciudad, como el sumo sacerdote del templo de Júpiter, ataviado con sus sagrados ropajes. El cargo, normalmente reservado para los siracusanos de mayor rango, lo ostentaba nada menos que uno de los clientes de Cicerón, Heraclio, que había vuelto de Roma discretamente, y con gran riesgo para su persona, para ayudarnos. Se había presentado para pedir a

Cicerón que lo acompañara inmediatamente a la cámara del Senado de la ciudad, donde los ancianos de Siracusa lo esperaban para darle la bienvenida con carácter oficial. Cicerón dudó. Por una parte, tenía mucho trabajo que hacer y poco tiempo para ello, y el que un senador romano se dirigiera a una asamblea sin el permiso previo del gobernador local suponía un quebranto del protocolo; por otra parte, prometía ser una gran oportunidad para progresar en sus pesquisas. Tras una breve vacilación, aceptó y todos echamos a andar camino abajo seguidos por un enorme séquito de respetuosos sicilianos.

Había poca distancia hasta la casa de Pompeyo, que se hallaba en el mismo distrito de la colina Esquilina. El sol ya se había puesto, pero había suficiente claridad y reinaba un calor sofocante aumentado por una tórrida brisa de levante, la peor de las combinaciones posibles en pleno verano, pues llevaba a la vecindad el hedor de los cadáveres en estado de putrefacción de las grandes fosas comunes que había al otro lado de las murallas de la ciudad. Creo que en la actualidad el problema no es tan acuciante, pero sesenta años atrás se llevaba a la puerta Esquilina todo lo que una vez muerto no se consideraba digno de ser enterrado: perros, gatos, caballos, mulas, esclavos, indigentes y fetos se amontonaban y pudrían juntos entre montones de detritos humanos. El hedor siempre atraía a bandadas de ruidosas gaviotas, y recuerdo que aquella noche en particular resultaba especialmente insoportable. Una rancia y penetrante hediondez que se te pegaba a la lengua y te entraba por la nariz.

La casa de Pompeyo era mucho más grande y lujosa que la de Cicerón.

Frugi y yo íbamos de un lado a otro, como perros pastores, conduciendo el rebaño de nuestros testigos al tribunal. Y menudo grupo exótico y colorista formaban, con sus sagradas túnicas y atuendos regionales, víctimas todos ellos de las distintas iniquidades de Verres, movidos por la promesa de venganza... sacerdotes de Juno y Ceres, los siervos de la Minerva de Siracusa y las sagradas vírgenes de Diana; nobles griegos descendientes de Cécrops o Eurístenes o de las grandes casas de Ion o Minion, y fenicios cuyos ancestros habían sido sacerdotes de Tirio Melkart o se decían emparentados con el sidonio la; impacientes multitudes de arruinados herederos y sus custodios, empobrecidos campesinos, comerciantes de grano o armadores de barcos; dolientes padres cuyos hijos habían sido entregados a la esclavitud; niños que lloraban a sus padres, muertos en las mazmorras del gobernador; delegaciones del monte Tauro, de las costas del mar Negro, de muchas ciudades del interior de Grecia, de las islas del Egeo y de todas las ciudades y mercados de Sicilia.

Había esperado largo tiempo el día de su comparecencia en los tribunales y aprovechó al máximo su oportunidad: hizo un relato conmovedor de cómo Verres había abusado de su hospitalidad, saqueado sus propiedades, levantado falsos cargos en su contra, sancionado e intentado flagelarlo; de cómo lo había condenado a muerte sin haber estado, como acusado, presente en el juicio, y cómo después había falsificado los archivos de los tribunales de Siracusa, archivos que Cicerón blandió como prueba y entregó al jurado. Cuando Glabrio llamó a Hortensio para que interrogara al testigo, el Maestro Bailarín mostró cierta natural aversión a intervenir.

Lo único que quedaba por hacer era establecer la cuantía de la multa que se le iba a imponer, y cuando Cicerón regresó a casa convocó una reunión para discutir la cantidad apropiada. Nadie sabrá nunca el valor de todo lo que Verres robó durante los años que pasó en Sicilia (algunos cálculos rondan los cuarenta millones), pero Lucio, como era de esperar en él, fue el más dispuesto a una solución radical: la incautación de todos sus bienes, fueran estos cuales fuesen. Quinto estimó que una multa de aproximadamente diez millones sería suficiente. Cicerón, que tan resonante victoria acababa de obtener, se mantuvo extrañamente callado y se quedó en su estudio, pensativo, mientras jugueteaba con un punzón metálico.

Cicerón no hizo ningún discurso desde aquella tribuna. Aunque parezca extraño, prefería reservarse hasta que llegara el momento en su carrera en que su parlamento causara el mayor impacto posible. Naturalmente, estuvo tentado de aprovechar el asunto para romper su silencio, ya que era un arma estupenda contra los aristócratas, pero al final prefirió abstenerse; puesto -que el tema ya tenía el respaldo de la calle, lo mejor que él podía hacer —argumentó— era permanecer en un segundo plano trazando estrategias y ganándose a los indecisos del Senado. Ese es el motivo por el que la importancia de su tarea ha sido menospreciada con frecuencia. En lugar de convertirse en un fiero orador, se dedicó —para variar— a mantener una presencia discreta y a recorrer el senaculum atendiendo las quejas de los pedarii, prometiendo trasladar sus mensajes de conmiseración a Pompeyo y formulando ocasionales ofrecimientos a los personajes influyentes.

Me desaté la libreta de notas que llevaba sujeta a la muñeca y saqué el punzón. Recuerdo que miré a mi alrededor para asegurarme de que me hallaba solo antes de empezar a copiar los fragmentos relevantes de los Anales, y entonces comprendí por qué Cicerón había insistido tanto en la necesidad de que lo hiciera en secreto. Tenía los dedos helados; y la cera estaba muy dura. Me salió una letra atroz. En un momento dado, cuando Cátulo en persona, el propietario del Archivo, apareció en la puerta mirándome fijamente, tuve la impresión de que el corazón se me saldría del pecho. Por suerte, el anciano era miope, y en todo caso dudo que supiera quién era yo. Tras hablar un momento con uno de sus libertos, se marchó. Yo acabé mi transcripción y casi salí corriendo del edificio por la helada escalinata, crucé el foro y regresé a casa de mi señor apretando la tablilla de cera contra el pecho y con la sensación de que nunca en mi vida había hecho un trabajo tan importante.

Entre todo este torrente de acontecimientos políticos he olvidado mencionar que Pomponia se quedó embarazada aquella primavera, lo cual, según escribió Cicerón a Ático al comunicarle la noticia, demostraba que el matrimonio de Quinto funcionaba a pesar de todo. La criatura, un robusto muchacho, nació poco después de las elecciones pretorianas. Fue para mí un motivo de gran orgullo, y señal de mi cada día mejor situación en el seno de la familia, que me invitaran a los ritos de purificación en el noveno día de su nacimiento. La ceremonia se celebró en el templo de Tellus, situado junto al hogar familiar. Dudo que en este mundo hubiera un niño cuyo tío lo mimara y atendiera más que Cicerón, que insistió en encargar a un orfebre que le preparara un espléndido amuleto de plata como regalo para celebrar su nombre. Solo cuando el sacerdote bendijo el agua al pequeño de Quinto y Cicerón lo tuvo en sus brazos comprendí lo mucho que echaba de menos tener su propio hijo varón. Una parte importante de la motivación de cualquier hombre a la hora de lanzarse en pos de un consulado es que sus hijos, sus nietos, sus biznietos —y así hasta el infinito— puedan hacer uso del ius imaginum y lucir una representación suya en el atrio familiar. ¿Qué sentido tenía fundar un glorioso apellido si el linaje se interrumpía antes siquiera de haber empezado? Y al ver a Terencia, que miraba atentamente a su esposo en el templo mientras este acariciaba la mejilla del recién nacido con el dorso del dedo meñique, me di cuenta de que ella pensaba lo mismo.

Creo que, antes de Cicerón, nunca un candidato había enfocado el negocio de la política como lo que es: un negocio. Todas las semanas se celebraba una reunión en su estudio para revisar los progresos de la campaña. Los participantes aparecían y desaparecían, pero el núcleo principal lo componían cinco miembros: Cicerón, Quinto, Frugi, yo y Celio, el aprendiz de jurista de mi señor, que, aun siendo muy joven (o tal vez por eso), era especialmente hábil para enterarse de los rumores que corrían por la ciudad. Quinto volvía a ser el director de la campaña e insistía en presidir los encuentros; de tanto en cuanto, también le gustaba dar a entender con una sonrisa de superioridad que Cicerón, por muy genial que fuera, podía llegar a comportarse como un intelectual idealista y que necesitaba del romo sentido común de su hermano para mantener los pies en el suelo. Cicerón, elegantemente, le dejaba hacer.

Ranúnculo era una criatura casi enana y medio deforme, dotada de un rostro redondo y chato y de un cuerpo enclenque que lo hacía merecedor del apodo de Renacuajo. Filo, en cambio, era un gigante espigado, un palo andante. Sus padres y sus abuelos habían sido especialistas en sobornos electorales antes que ellos. Ambos conocían el percal. Desaparecieron entre callejuelas y tabernas y al cabo de poco más de una semana se presentaron ante Cicerón para informarle de que algo muy extraño estaba sucediendo. Todos los agentes de sobornos que conocían se mostraban reacios a colaborar.

Salinator había empezado a gemir que no sabía nada cuando el sequester dejó sus herramientas y echó a correr hacia la escalera. Apenas había recorrido media distancia cuando se topó con la maciza figura de Quinto, que, agarrándolo por el cuello y el fondillo de la túnica, le hizo dar media vuelta y lo arrojó a la habitación. Me sentí aliviado cuando vi que por la escalera asomaban unos cuantos jóvenes que solían servir de ayudantes del senador. Al verse rodeado por tantos y enfrentado al abogado más famoso de Roma, la resistencia de Salinator empezó a flojear. Lo que acabó por vencerlo fue la amenaza de Cicerón de entregarlo a Craso por haber intentado vender dos veces el mismo paquete de votos.

Pero vayamos al grano. Descubrirnos que el plan que Craso y César habían estado tramando a lo largo de varios meses podía dividirse en cuatro fases. En la primera pretendían hacerse con el control del Estado arrollando en las elecciones, no solo logrando ambos consulados, sino también los diez tribunados y unas cuantas pretorías. Los agentes de sobornos habían informado de que ese capítulo era prácticamente cosa hecha y que las posibilidades de Cicerón disminuían de día en día.

Durante los años que siguieron, siempre que olía a cemento fresco y a pintura pensaba en Lúculo y en aquella especie de mausoleo lleno de ecos que se había hecho construir tras las murallas de Roma. ¡Qué figura tan brillante y melancólica era! Tal vez el mejor general salido de las filas de la aristocracia en más de cincuenta años, pero se había visto privado de la victoria final en Oriente por culpa de la llegada de Pompeyo y condenado por las intrigas políticas de sus enemigos —entre ellos Cicerón— a languidecer fuera de Roma, privado de honores y de la posibilidad de asistir al Senado, ya que si cruzaba los límites de la ciudad perdería su derecho a un triunfo. Dado que todavía conservaba imperium militar, se veían centinelas por todas partes, y los lictores, con sus haces de ramas y sus hachas, esperaban en la entrada con su habitual expresión adusta. De hecho, había tantos, que Cicerón pensó que un segundo general en activo debía encontrarse en la villa.

Gritamos de alegría hasta que nos dolió la garganta. Sin embargo, Cicerón parecía muy preocupado para tratarse de un hombre que acababa de cumplir la ambición de su vida. Aquello hizo que me sentiera incómodo. En esos momentos mostraba permanentemente lo que más adelante yo llegaría a denominar su «aire consular»: el mentón alzado, la boca formándole una línea de determinación, y los ojos como si contemplaran algún glorioso punto en la distancia. Híbrida tendió su mano a Catilina, pero este hizo caso omiso y se bajó del podio como si estuviera en trance. Lo que estaba era arruinado, en bancarrota. (No habrían de pasar ni dos años para que fuera expulsado también del Senado.) Busqué con la mirada a César y a Craso, pero hacía rato que se habían marchado, cuando Cicerón superó el número mínimo de centurias necesario para ganar. Lo mismo habían hecho los aristócratas: se fueron a casa cuando quedó claro que se habían librado de Catilina, como si hubieran tenido una penosa tarea que cumplir —por ejemplo, abatir a su sabueso de caza favorito, enfermo de rabia— y, una vez hecho, solo quisieran regresar a la tranquilidad de sus hogares.

Así fue como Marco Tulio Cicerón consiguió alcanzar el supremo imperium del consulado de Roma a la edad de cuarenta y dos años, la mínima permitida. Y lo logró, sorprendentemente, con el voto unánime de las centurias y siendo un homine novo, sin familia, fortuna o fuerza militar que lo respaldase: una proeza desconocida hasta entonces y que no volvería a repetirse.

Más tarde, cuando todos se hubieron marchado, unos a sus casas y otros a la cama, Cicerón se tumbó en uno de los divanes, con las manos enlazadas en la nuca, y contempló las estrellas. Yo me quedé sentado en silencio en el diván de enfrente con mi libreta a punto por si necesitaba algo. Intenté permanecer despierto, pero la noche era cálida y empecé a dar cabezadas por el cansancio. Cuando mi cabeza cayó por cuarta o quinta vez, Cicerón me miró y me dijo que me fuera a descansar.

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Mientras me levantaba para marcharme, él volvió a su contemplación del firmamento. —¿Cómo nos juzgará la posteridad, eh, Tiro? —comentó—. Esa es la única pregunta que cuenta para un estadista. Pero, antes de que pueda juzgarnos, tiene que recordar quiénes somos.

Esperé unos instantes por si quería añadir algo más, pero parecía haberse olvidado de mi presencia. Así pues, me marché y lo dejé a solas con ello.

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