El Imparable Fuego De La Caridad En 1928 Italia Entera Se Ve Invadida De Una Grandísima Hambruna Que Lleva La Muerte A Millares De Personas, Incluso A Familias Enteras. La Gente Del Interior, Oyendo Que Venecia Goza De Mayores Recursos, Acude En Masa Has
4081199924 de Enero de 2015
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El imparable fuego de la caridad
En 1928 Italia entera se ve invadida de una grandísima hambruna que lleva la muerte a millares de personas, incluso a familias enteras. La gente del interior, oyendo que Venecia goza de mayores recursos, acude en masa hasta allí, invadiendo la ciudad con sus gritos lastimeros y agonizantes. Sobre todo hay niños, montones de niños desnutridos vagando por las calles que, en el mejor de los casos, roban lo que pueden para subsistir; y en el peor, mueren de hambre en la misma calle. Y como el poder público no hace absolutamente nada para aliviar esta situación, una pandilla de hombres y mujeres piadosos, animados por razones de fe, se lanzan a socorrerlos. Entre ellos sobresale por su ardor Jerónimo Emiliani. '...En muy pocos días gastó todo el dinero que tenía; llegó a vender ropas, alfombras, muebles y demás enseres de la casa, invirtiendo lo recaudado en esta piadosa y santa obra. A unos les daba de comer, a otros los vestía, a otros los recogía en su casa, a otros los animaba a tener paciencia y a aceptar, resignados y por amor a Dios, la muerte...'
Y tras la carestía, la peste, claro. Los políticos, una vez más, nada de nada. El temperamento fogoso de Jerónimo, pero sobre todo su ardiente caridad, no necesita más: por el día asiste y alivia en lo que puede a los contagiados; por las noches, recorre de cabo a rabo la ciudad ‘y ayuda con todas sus fuerzas a cuantos están enfermos y aún con vida; y los cuerpos de los muertos que a veces se encuentran por las calles, los carga a hombros y, a escondidas, tratando de pasar desapercibido, los lleva a los cementerios’. Aunque las cosas no son fáciles ni para los santos: y también él -¿cómo no?- contrae la peste, que le lleva en pocos días a las últimas. Con impresionante resignación acepta la voluntad de Dios en ello y se prepara cristianamente a bien morir, causando a su alrededor un gran impacto por la fe con que acepta la dura prueba. Que es sólo una prueba. Y da la talla: cuando ya nadie cuenta con él, improvisamente mejora, y en pocos días vuelve, con renovado ardor, a cuidar a los apestados.
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Padre de los huérfanos
Pero los niños que vagan, solos o en pandilla, por la ciudad han conquistado ya su corazón. Y tras la peste hay más. La guerra primero, el hambre y la peste después, los ha privado del apoyo de su familia y andan desorientados, con el riesgo de caer -cuando no han caído ya- en la delincuencia. ¡Hay que hacer algo y pronto!
La relación con gente de Iglesia muy importante -San Cayetano Thiene y el Obispo Carafa, su confesor, que luego sería Papa Pablo IV, entre otros- es trascendental en su vida y le ayuda a descubrir la voluntad de Dios con respecto al futuro: a los niños y a los pobres se lo ha dado ya todo; dejará su casa y su familia para formar una nueva familia con ellos: ellos necesitan un padre y él puede ser, quiere ser ese padre que se preocupe de que todos tengan lo que la falta de padres naturales les ha quitado. Y dicho y hecho: el 6 de febrero de 1531 deja definitivamente la casa paterna, cambia su ropa de noble por un tosco sayal y unas botas viejas y se va a vivir a San Roque, a un bajo alquilado, con un grupo de unos treinta chiquillos de la calle. Acaba de descubrir su verdadera vocación y responde a ella enseguida, con toda generosidad.
A partir de este momento, el hombre de acción que lleva dentro se pone a trabajar: a los chavales hay que sacarlos adelante. Cristiano de a pie que ha experimentado en su propia vida la paternidad amorosa de Dios, quiere trasmitir a toda costa esa experiencia suya a sus hijos. Y lo hace impartiéndoles, junto a una instrucción básica, una verdadera formación cristiana cimentada en el conocimiento y estudio del Evangelio y las verdades de la fe, la práctica de la oración y los sacramentos y -¿cómo no?- una tierna devoción a la Santísima Virgen. Y como también se vive de pan, hay que dotarlos de medios materiales: por eso contrata artesanos que ejerzan de maestros de taller -adelantándose así a las escuelas de artes y oficios- para que les enseñen, a él y a los chicos, distintos oficios con que ganarse la vida. Su lema, ‘trabajo, caridad y piedad’. Su objetivo, llevar al hombre a Dios, promocionando su condición material y espiritual y enriqueciéndolo con aquellas virtudes propias de su vocación y de sus aptitudes. Su estilo, participativo y responsable, orientado a que cada uno asuma las riendas de su propia vida y no sea un parásito social. ¡Todo un proyecto! Su amigo nos describe, en sus recuerdos, uno que resulta ser el más valioso documento de la nueva vida de Jerónimo: ‘...Y me enseñaba los trabajos realizados con sus propias manos; y los distintos grupos de chiquillos, y las habilidades de cada uno; y señalando cuatro de ellos, cuya edad no pasaría de los ocho años, me decía: éstos rezan conmigo, son muy espirituales y reciben grandes favores del Señor; aquellos leen y escriben estupendamente, y esos otros, trabajan; aquél es muy obrediente, éste es muy callado. Y ésos son sus maestros, y aquél, el Padre que los confiesa...’
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“Id por todo el mundo...”
De igual modo que no pueden ponerse diques al mar ni barreras al viento, lo mismo ocurre con el corazón de los santos: su amor no conoce fronteras. Y también en esto Jerónimo rompe moldes: no deja Venecia, como pudiera parecer, por un ansia natural de expansión de su obra, sin más; lo hace por pura obediencia a su confesor, a quien el obispo de Bérgamo -que quiere organizar las instituciones caritativas de su diócesis y considera que Emiliani es la persona más adecuada- le ha pedido, machaconamente, por cierto, que se lo mande. Y como él es hijo de la Iglesia -ésta es otra característica esencial de su santidad-, allá por la primavera de 1532 deja Venecia ‘sin cosa alguna de este mundo’, a pie, claro, y hospedándose en hospitales, ‘el sitio por él preferido para alojarse’ porque allí se hospedan los pobres. De camino por Verona organiza, también a requerimiento del obispo, el hospital, dando preferencia a los niños en él alojados, y prepara a seglares para que se responsabilicen de su cuidado. También su paso por Brescia deja una profunda huella; pero la meta es Bérgamo, el territorio más pobre y devastado de la República de Venecia.
E inmediatamente pone manos a la obra, con la ayuda del obispo y de otras personas de bien. Su labor consiste en organizar los hospitales de la ciudad y comarca al estilo de cómo lo ha hecho en Incurables y Bersaglio de Venecia, dando un trato preferencial al reparto que acoge a los niños de la calle. De éstos se encarga él personalmente; los forma en las verdades de la fe y cuando están a punto, recorre con ellos la campaña y los pueblecitos del entorno, ‘exhortando a sus habitantes a volver a la vida de piedad que se expone en el Santo Evangelio’. Con los chiquillos alineados de a dos y precedidos por la cruz, va por los pueblos y aldeas rezando y cantando letanías, de tal manera que atrae la atención de cuantos trabajan en el campo; además, ayudan en el trabajo de siembra o recogida de la mies, sin pedir nada a cambio. Luego, en los descansos, unas veces es el Padre -ya todos le llaman así- quien catequiza a los campesinos en las verdades de la fe, y otras, los mismos niños-catequistas, preparados por Jerónimo y sus colaboradores, exhiben sus conocimientos en amistosa competición, preguntando y respondiendo -así nace el estilo de los catecismos que todos conocemos, otra de sus genialidades- sobre temas fundamentales de la fe católica, con gran provecho para quienes los escuchan.
Bérgamo se convierte en cuartel general desde donde despega, en unión con sus chavales, una intensa tarea evangelizadora y de inculturación religiosa, a modo de misiones populares, para contribuir al bloqueo de la herejía protestante que tanto daño estaba haciendo por entonces a la Iglesia. “Dulce Padre nuestro... te rogamos por tu infinita bondad que devuelvas a todo el pueblo cristiano al estado de santidad que tuvo en tiempos de tus apóstoles”. Así reza él y así hace rezar a sus hermanos y a sus hijos. La santidad de la Iglesia, su amor por la Iglesia, a la que siente como Madre, es el motor de su obra de caridad: la reforma del pueblo cristiano, de la sociedad, comenzando por los más pequeños, los niños, combatiendo por todos los medios la ignoracia flagrante tanto del clero como del pueblo, es su obsesión.
Precisamente por amor a la Iglesia, porque siente que la obra es de Dios, el obispo de Bérgamo lo anima a que se abra con su actividad a otras ciudades, a otras necesidades, a otras gentes. En Bérgamo, igual que en Venecia, se le han unido algunos hombres, sacerdotes y seglares que, atraídos por el resplandor que destella su persona, quieren vivir en fraternidad con él, entregados a Dios al servicio de los pobres. A ellos, pues, encomienda las obras de la ciudad y de la comarca, y un día del mes de noviembre de 1533, acompañado de un grupo de treinta y cinco chiquillos, echa de nuevo a andar, cruza el Adda y se dirige a la industriosa Milán, en un viaje que resultará accidentado. Nada más cruzar el río, se da cuenta de que algunos de los chiquillos tienen fiebre; él mismo se siente atacado por frecuentes espasmos de tos y una fuerte calentura, que va en aumento y le obliga a detenerse en un viejo caserón abandonado al borde del camino. La escena es fácil de imaginar. Mientras un grupo de asustados chavales, sin saber qué hacer, permanece junto al Padre, que tirita de fiebre acostado sobre un poco de paja, y a varios de sus compañeros también enfermos, dos o tres están alerta fuera, pidiendo a Dios con todas sus fuerzas que pase pronto
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