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El Ogro Filantrópico

pinochomiente29 de Octubre de 2014

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OCTAVIO PAZ: DEL OGRO FILANTRÓPICO AL OGRO MISÁNTROPO

Arturo Santillana Andraca

En agosto de 1978, apareció publicado en el número 21 de la revista Vuelta un ensayo titulado “El ogro filantrópico” firmado por uno de los grandes pensadores que ha dado México a la literatura universal: Octavio Paz. Un año más tarde, este mismo título aparecería publicado por la editorial mexicana Joaquín Mortíz como un libro integrado por un conjunto de ensayos atravesados por ciertas preocupaciones: qué significa el Estado, cuáles son las particularidades que adquiere en nuestro país, así como sus manifestaciones en otros regímenes. Particularmente a Paz, le interesó pensar y denunciar los horrores del Estado totalitario, sea que tome banderas de derecha como en sus expresiones nazi y fascista, o que recupere banderas ideológicas de la izquierda como la Unión Soviética y su imperio en Europa del Este y Cuba.

Hoy me interesa rescatar el primer ensayo y algunos otros que Paz publicó en 1979, con dos propósitos fundamentales: repensar al Estado mexicano de nuestros días, so-pretexto de las reflexiones que nos ofreció el poeta, hace ya 35 años, así como rendirle un homenaje a este pensador que tuvo entre sus atributos, ser libre y ejercer su libertad a través de la palabra. Me refiero a una forma de la libertad que nos viene dada con la facultad de prever. Ya Aristóteles en su Política, al escribir sobre lo que diferenciaba al hombre libre del esclavo, le dio particular relevancia a la capacidad de prever y al ejercicio de la razón (logos) y la autoridad. Octavio Paz fue un ser libre, entre otras cosas, porque no tenía reparo en expresar sus puntos de vista y polemizar con quien fuere: lo mismo con los gobiernos autoritarios de Díaz Ordaz y Echeverría que con intelectuales de izquierda que en su condición de presos políticos tenían intercambios espistolares desde Lecumberri como sucedió con Adolfo Gilly. Lo mismo podía polemizar con el marxismo que con el liberalismo, criticar tanto al nazismo como al estalinismo o a las ideologías que, a su juicio, justificaban los regímenes o el pensamiento totalitario.

Si bien, he de confesar que muchas de sus opiniones o de sus posiciones políticas me llegaron a molestar o incomodar, hoy las leo desde otro crisol no porque coincida con todos sus planteamientos sino porque cuento con más elementos para comprender el espíritu de su crítica, para mí temprana, a las ideologías que llevan consigo el peligro del totalitarismo, incluido el vínculo —y esto va más allá de Paz— tan riesgoso, entre democracia, pluralismo y libertad de mercado, que tanto pregonan las economías pujantes que todavía recurren al moribundo Leviatán para defender sus intereses desde una retórica de la soberanía.

A continuación, intentaré un ejercicio que permita retrotraernos a la historia reciente de México y el mundo, a fin de analizar qué de las tesis del diagnóstico de Paz respecto al Estado mexicano de aquel entonces es vigente, y cuáles elementos ya resultan insuficientes, para explicar la realidad contemporánea de nuestra vida política. Desde los años en que se publicó El ogro filantrópico a nuestros días, han sucedido una serie de acontecimientos que nos arrojan a una realidad distinta. Sucesos como la crisis y el resquebrajamiento del socialismo real, la redefinición de fronteras en Europa del Este ante la emergencia de nacionalismos e identidades que habían sido negadas por regímenes burocrático-autoritarios bajo la égida soviética; la hegemonía del modelo neoliberal en el mercado mundial con la respectiva subordinación de las economías nacionales más débiles a la ganancia económica que va más allá de las soberanías estatales, aunque, no pocas veces se sirve de ellas para proteger intereses de personas o grupos poderosos; el advenimiento de un nuevo orden mundial con su respectiva recomposición geopolítica y financiera, la primavera árabe, nos ubican hoy en un contexto muy distinto a aquél de los años setenta del siglo pasado. En el caso particular de nuestro país, de aquel entonces para acá, hemos sido testigos de brotes de una sociedad civil que antes se encontraba prácticamente desdibujada. El terremoto de 1985, el movimiento estudiantil del Consejo Estudiantil Universitario de la UNAM en 1986-1987, el fraude electoral de 1988 cometido contra Cuauhtémoc Cárdenas y el Frente Democrático Nacional y posteriormente el nacimiento del PRD y la lucha por la transición a la democracia que comprende también el nacimiento del IFE; años más tarde la aparición pública del EZLN y las manifestaciones de la sociedad civil para impedir que fueran masacrados por el ejército al mando de Carlos Salinas de Gortari; la muerte del candidato del PRI a la presidencia en 1994, Luis Donaldo Colosio; el triunfo del PAN en las elecciones presidenciales de 2000 y 2006; el crecimiento tan desmesurado del narcotráfico y del crimen organizado, no sólo han impactado las finanzas y las inversiones a través del lavado de dinero, sino además han adquirido una influencia también política al incidir sobre los distintos niveles de gobierno. En fin, la lista se podría alargar o recortar según el criterio, pero me parece que todos estos sucesos resultan significativos para una radiografía política del México contemporáneo.

“El Estado del siglo XX”, nos dice Octavio Paz al inicio de su ensayo, “se ha revelado como una fuerza más poderosa que las de los antiguos imperios y como un amo más terrible que los viejos tiranos y déspotas. Un amo sin rostro, desalmado y que obra no como un demonio sino como una máquina” (Paz, 1978: 38). Se trata de una noción similar a la que podemos leer como descripción del Leviatán en el Libro de Job del Antiguo Testamento, y que es recuperada por Hobbes para enfatizar la fuerza del Estado: “Nada existe sobre la tierra, que pueda compararse con él. Está hecho para no sentir el miedo. Menosprecia todas las cosas altas, y es rey de todas las criaturas soberbias”. Ambas apreciaciones, nos hacen pensar al Estado desde el halo mítico de una fuerza capaz de defender a súbditos o ciudadanos, pero también de someter a todo aquel que desafíe su poder y de amenazar, por tanto, al individuo libre o en busca de su libertad. Se trata de un ente tan abstracto como para representar todas sus determinaciones en la inmediatez del pensamiento, pero tan real y fáctico como la aplicación de la ley, la recaudación de impuestos, la administración de la violencia a través de sus cuerpos represivos. Y es que el poder ejercido tanto en la administración de la fuerza, como en el monopolio de la recaudación de impuestos, genera una tentación de mando tan suprema que resulta difícil de resistir a menos que nuestros gobernantes actúen con la prudencia que tanto preocupaba a los antiguos griegos. Es en la ambición y el afán de poder, donde radica el germen de los Estados totalitarios o de aquellos que devienen imperios. El Estado somos todos y es ninguno. Su carácter de máquina, esto es su burocracia, hace temblar a cualquiera. Sabemos que el Estado es territorio, población, gobierno y soberanía. Pero esta última es la justificación de sus administradores temporales (los gobernantes) para hacer y deshacer. Sólo cuando la fuerza militar del Estado es equilibrada por la protesta o resistencia de una sociedad efímeramente organizada para reclamar el abuso de poder o la injusticia, el Estado se reconfigura. Asimismo, cuando es invadido o intervenido militarmente por otro Estado. Sin embargo, no desaparece. Y es que su fuerza no sólo descansa en la milicia y sus instituciones punitivas; sino también en los vínculos culturales e identitarios de sus miembros. No hay dominación sin reconocimiento. La pura fuerza bruta utilizada para someter, está condenada al fracaso. Esta es una de las tantas enseñanzas que nos transmitió Maquiavelo. Si bien ningún gobernante está a salvo de la crueldad o, como diría Sartre, de ensuciarse las manos, ésta se debe saber administrar. No es lo mismo ser pastor que carnicero.

Desde el título “El ogro filantrópico” vemos latir la vena liberal de Paz, tan celoso de la libertad individual. Es otra manera de enunciar al Estado como “un mal necesario”. El Estado es una abstracción, es metafísica y metarelato, es mito épico fundacional pero también es realidad cotidiana, decisión, incidencia. Uno de los aciertos de Octavio Paz, estriba en interpretar al Estado, más allá del esquematismo estructura/superestructura que caracterizó a cierta tradición marxista, principalmente la proveniente del marxismo soviético. Pensar que el Estado es la “superestructura” político ideológica, del modo de producción capitalista que domina el mundo de la estructura económica y determina, por tanto, todo lo que sucede con la vida espiritual, incluida la política, nos puede conducir a reducir la complejidad del Estado a un dominio mecánico de clase, así como a escindir los elementos materiales de los fenómenos espírituales. Por supuesto, que en la consolidación de las instituciones estatales se juega un dominio de clase, pero no se reduce a éste. En el Estado también se apuestan liderazgos y reconocimientos. Quien manda debe conocer al dominado; entre mejor lo conozca, mejor podrá jugar con su voluntad. Paz insiste en que no podríamos dar cuenta de la complejidad del Estado mexicano, solamente desde su carácter de clase, sin recurrir a la historia, a la cultura, a la religión, esto es, a los vínculos de identidad entre gobernantes y gobernados. Cuestión ya señalada con anterioridad por pensadores como los integrantes de la Escuela de Franckfurt, Norbert Elias, Michel Foucault o marxistas como Antonio Gramsci, Karel Kosik o György Luckács.

Como todo partido

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