El Rey de los Guanacos (Leyenda calchaquí)
solgersInforme29 de Agosto de 2014
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El Rey de los Guanacos (Leyenda calchaquí)
Había una vez un cazador y su hijo, cuya fama, bien merecida, de ser los dos más diestros cazadores de guanacos y vicuñas, se extendía en toda su patria, la tierra calchaquí. Nadie como ellos manejaba las boleadoras; animal visto, animal perdido; llegaba a trabarlo zumbando la boleadora en recta al pescuezo del guanaco; y eran ricos con el producto de sus continuas y fructuosas excursiones.
Un día se les apareció la reina y madre de guanacos y vicuñas, la Pacha Mama, y les mandó no cazar más que un guanaco macho por día; y les dijo que en adelante, si cumplían su mandato, en com¬pensación, hallarían diariamente, en la roca sobre la cual estaban, un cogote de guanaco repleto de oro.
Cumplió el mozo la orden de Pacha Mama; el padre, en cambio, dominado por su afición, siguió cazando cuantos a su paso encontraba. Cansada la Pacha Mama de su desobediencia, para castigarlo, hizo que una tarde, mientras pa¬dre e hijo iban boleando por los cerros, se extraviara el segundo. Lo buscaba su padre desconsoladamente; sus amigos le ayudaron a mingarlo (1) por los vericuetos y hondonadas; inútilmente: sólo respon¬día a sus llamados la voz de los ecos, que repetían, como riéndose, sus gritos. Dieron al fin con él en una quebradita por la cual, entre flores, corría un hilo de agua fresca y cristalina. Estaba vestido de guanaco de pies a cabeza, y hablaba relinchando.
Por arte y magia de la Pacha Mama, sin duda, desapareció otra vez, y largo tiempo transcurrió sin que se le volviese a ver; hasta que un día, estando el padre y sus amigos en Cafayate (Valles Calchaquíes), bajó del cerro de las Arcas una espesa neblina, en cuyo seno, atónitos, vieron pasar, jinete en un bellísimo y enorme guanaco, al hijo del cazador que había concertado con la Pacha Mama no cazar diariamente más de un guanaco macho, y que, por haber cum¬plido su pacto, ella había convertido en el rey de los guanacos.
LA LEYENDA DEL ÑANDÚ
Hace muchos, muchísimos años, habitaba en tierras mendocinas una gran tribu de indígenas muy buenos, hospitalarios y trabajadores.
Ellos vivían en paz, pero un buen día se enteraron que del otro lado de la cordillera y desde el norte de la región se acercaban aborígenes feroces, guerreros, muy malos.
Pronto, los invasores rodearon la tribu de los indios buenos, quienes decidieron pedir ayuda a un pueblo amigo que vivía en el este.
Pero para llevar la noticia, era necesario pasar a través del cerco de los invasores, y ninguno se animaba a hacerlo.
Por fin, un muchacho como de veinte años, fuerte y ágil, que se había casado con una joven de su tribu no hacía más de un mes, se presentó ante su jefe, resuelto a todo, se ofreció a intentar la aventura, y después de recibir una cariñosa despedida de toda la tribu, muy de madrugada, partió en compañía de su esposa.
Marchando con el incansable trotecito indígena, marido y mujer no encontraron sino hasta el segundo día, las avanzadas enemigas.
Sin separarse ni por un momento y confiados en sus ágiles piernas, corrían, saltaban, evitaban los lazos y boleadoras que los invasores les lanzaban.
Perseguidos cada vez de más cerca por los feroces guerreros, siguieron corriendo siempre, aunque muy cansados, hacia el naciente.
Y cuando parecía que ya iban a ser atrapados, comenzaron a sentirse más livianos; de pronto se transformaban.
Las piernas se hacían más delgadas, los brazos se convertían en alas, el cuerpo se les cubría de plumas. Los rasgos humanos de los dos jóvenes desaparecieron, para dar lugar a las esbeltas formas de dos aves de gran tamaño: quedaron convertidos en lo que, con el tiempo. se llamó ñandú.
A toda velocidad, dejando muy atrás a sus perseguidores, llegaron a la tribu de sus amigos.
Éstos, alertados, tomaron sus armas
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