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Grandes oradores contemporáneos

mayumibaltazarri10 de Julio de 2012

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. Grandes oradores contemporáneos.

La oratoria es un don especial para el que lo posee, y un preciado tesoro para quien lo obtuvo, con su gran trabajo.

En esto sabemos que en cada país del mundo, encontraremos muchos virtuosos oradores, los cuales nombrarlos y contarlos uno por uno, sería realmente imposible, ya que muchos seres llevan en su interior este especial dote, algunos de ellos innatos en su ser, más en otros obtenidos por propio esfuerzo, pero impulsados por la voluntad y tenacidad.

Para hablar de los grandes oradores, nos limitaremos tan solo a los más conocidos por la historia universal, a razón de su variedad de los mismos.

Con el objetivo de copar todas las expectativas, nombraremos a oradores políticos, los cuales marcaron épocas tanto en la historia del mundo, como en su país perteneciente. Para lo cual, serán expuestos un personaje de tres continentes; nos centraremos en América, en sus tres aspectos: Sud América, Centro América y North America.

Demos Inicio con:

A.- El Continente Europeo.

Empezamos en Europa, nos encontramos en la época de la Revolución Francesa.

Allí está Maximilien de Robespierre, más conocido como "el Incorruptible", abogado de profesión, nacido en Arras, 1758. Sufriría la guillotina, conforme a sus daños causados, dando fin a su existencia el 28 de julio de 1794.

Robespierre emergió de la oscuridad parlamentaria, estableció su preponderancia y habría de gobernar a Francia por medio de la oratoria. Hablando de sí mismo, decía que él había sido hecho para la revolución, y luchó por la revolución casi exclusivamente con palabras. "El amor a la justicia, a la humanidad, a la libertad", dice, definiendo su natural inclinación revolucionaria, "es una pasión como cualquier otra. Cuando nos domina, la sacrificamos todo". Sus habilidades oratorias ya eran evidentes antes de la Revolución, lo mismo que su uso de la oratoria como un instrumento de agitación popular. Durante los meses de excitación prerrevolucionaria y actividades en Arrás había habido quejas de que Robespierre insultaba directamente a la oligarquía local, dirigiéndose a quienes estaban fuera de su esfera. Y sus métodos de elección habían de suscitar el mismo cargo. Ya diputado, iba a ser acusado de Demagogia.

La revolución fue una gran época oratoria y Robespierre compartía con sus contemporáneos una excepcional fe en las palabras.

Gozaba leyendo en voz alta a los clásicos franceses, una afición que revela el amor a la música de las palabras y una mentalidad de carácter oratorio. De cuando en cuando se quejaba de que la oratoria formal a la cual eran aficionados los diputados, y que imitaba conscientemente a los modelos romanos, especialmente Cicerón, eran menos valiosas que las efusiones espontáneas que nacían de un corazón simple y sincero, pero él, por su parte, era autor de esos discursos elaborados. Casi siempre leía un texto que ya estaba preparado. Los pocos manuscritos de propia mano que nos han llegado muestran docenas de correcciones que prueban esta actitud. Sus ideas eran compuestas, peinadas y empolvadas tan meticulosamente como su persona, antes de ser presentada al mundo. En ambos casos se dejaba ver el gusto del antiguo régimen, que persistía.

La oratoria revolucionaria en Francia era el producto de modelos clásicos, que en un tiempo habían sido modificados para adecuarlos a las necesidades del púlpito, el tribunal o el salón de conferencias, y que ahora fueron modificados por la revolución. Demóstenes y Cicerón, los máximos oradores de la antigüedad, eran estudiados minuciosamente, así como a los críticos y gramáticos que habían analizado y racionalizado lo que era más esencial en la oratoria. Aparte de estas preocupaciones puramente técnicas, tanto Demóstenes como Cicerón habían sido opositores a los tiranos, el primero a Felipe de Macedonia y el segundo a Julio César. Y sus sentimientos y su pasión republicanos eran más apreciados por lo oradores revolucionarios. Ahora, por primera vez en la historia francesa, los temas de la ciudadanía, el patriotismo y el deber de resistir al rey eran predicados abiertamente. Cuando los revolucionarios volvían a las fuentes de la oratoria antigua, para encontrar en ella inspiración e instrucción, lo hacían en un nuevo espíritu: la sustancia era por lo menos tan importante como el estilo.

Los revolucionarios eran aficionados a la oratoria como se puede ser aficionado a la ópera o el teatro.

La carrera de Robespierre era igualmente deudora de la oratoria y, aunque él distaba de ser uno de los grandes oradores de su tiempo - sus contemporáneos Danton y Vergniaud, con temperamentos y carreras muy distintas, compartía ese honor- era muy admirado por sus colegas y podía sostenerse que era el orador más eficaz.

La forma y el fondo son inseparables. Aquí subrayo la forma, ya que el fondo de Robespierrees la base de todo lo que sigue. Cuando el joven Robespierre dio los primeros pasos en la carrera legal, los críticos de la oratoria tribunalicia distinguían dos clases de discursos: los de los abogados, que sacrificaban el estilo al deseo de ganar una causa, y los de los literatos, que utilizaban el estilo para revelar principios básicos racionales.

Robespierre estaba dentro de estos últimos. Robespierre estaba entre estos último. Sus casos legales, por la forma en que los defendió, eran ejemplos específicos de posiciones generales.

El caso Pagès, que versaba sobre un dinero prestado, se convirtió en una consideración sobre la usura; el caso de Mary Somerville, en torno a la herencia disputada, se transformó en una exposición de los derechos de la mujer; el caso Déteuf, que tenía que ver con una falsa acusación de robo, hecha por un monje que quería vengarse de una mujer que había resistido sus intento de seducción, se convirtió en un análisis del lugar que debe ocupar el clero en la sociedad.

Ya hemos visto que el caso pararrayos y el caso Dupond llegaron a ser respectivamente una confrontación entre ciencia y superstición y una diatriba en contra de la justicia arbitraria y el encarcelamiento. Esta costumbre de generalizar liberó a la oratoria de Robespierre, incluso antes de la revolución, de buena parte de la jerga legal y la estrechez profesional que perjudicaba a muchos de sus contemporáneos, que también habían llegado a la revolución desde una carrera en la jurisprudencia. Robespierre rara vez opinaba sobre la oratoria y, cuando lo hacía, no tomaba en cuenta los aspectos técnicos del arte. El consideraba la inspiración, para sí mismo y para cualquiera que hablara con propósito y sentido, como fundamental.

Como orador, Robespierre inició la revolución con ciertas desventajas técnicas, hablaba con un fuerte acento regional artesiano; su voz, demasiado aguda para ser naturalmente agradable, era débil de volumen y carecía de variedad en los tonos.

Su presencia física no era imponente: era un hombre bajo y delgado, con una cabeza voluminosa. Su mala vista le exigía usar gafas, que a veces se levantaba sobre la frente, cuando estaba hablando, para frotarse los ojos. Los gestos que hacía en la tribuna eran breves, un poco bruscos y crispados. En otras palabras no tenía la presencia de un orador importante y dominador, y estas insuficiencias estaban agravadas por la costumbre de leer sus discursos, hundiendo las narices en el texto escrito.

Robespierre era perfectamente consciente de sus falencias, y procuraba vencerlas o lograr que sus oyentes no las notaran. De todos modos, su importancia no radicaba en la perfección técnica de su oratoria, sino en lo que tenía que decir. Lo que no podía aprenderse era lo que más importaba, "una elocuencia que brota del corazón y sin la cual nada es conveniente". Y esta elocuencia él la poseía y se explayaba en la revolución. Incluso era capaz de improvisar brillantemente, aunque lo hacía pocas veces, prefiriendo no entregarse a las pasiones del momento, atento a obtener esa precisión que sólo la da la pluma. En sus manuscritos encontramos dos clases de correcciones. A veces con la pasión de la destrucción, tachaba pasajes enteros "con una red de barras irregulares".

En otras ocasiones sustituía una que otra palabra, buscando cuidadosamente el vocablo justo.

Asimismo, los manuscritos de Robespierre revelan mucha atención a los efectos. Insertaba con todo cuidado pausas destinadas a impresionar a los oyentes con el horror o hacer que estallan en aplausos entusiastas. Y como siempre hablaba para los que estaban más allá de las paredes de la Asamblea y que tendrían que leer o escuchar sus discursos de segunda mano, se tomaba el trabajo de lograr que sus palabras fueran repetidas exactamente.

Elaboró un estilo que consistía en hacer pausas frecuentes, como si estuviera dictando su discurso. "Como el elocuente Robespieerre siempre se interrumpe, para mojarse los labios", escribe un periodista, "uno tiene tiempo para escribir".

Estos discursos cuidadosamente preparados, pronunciados con nitidez, con adecuadas citas de Bacon, Leibniz, Condillac y Rosseau, entre los escritores modernos, con las alusiones clásicas favorecidas en esos tiempos, con pausas para lograr efectos dramáticos y énfasis para obtener aplausos, era el medio por el cual Robespierre se revelaba, dictaba una autobiografía revolucionaria al mismo tiempo que revelaba a la Revolución.

Había adquirido ahora el hábito de pensar en voz alta ante

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