Historia De La Salud Publica
tanivilla11 de Diciembre de 2013
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RESUMEN
Durante el periodo de 1870-1960 México presentó cambios
importantes en lo referente a la vida social y la salud, ya que el 91%
de los habitantes pertenecían al sector más pobre de la población.
La alimentación de los peones era insuficiente, la higiene era
pésima, no se contaba con agua entubada, letrinas higiénicas,
baños y drenaje. En las ciudades el agua se obtenía de las fuentes,
sin que existiera interés oficial en su limpieza, siendo hasta finales
del siglo XIX cuando se implementó el drenaje sanitario. Los baños
gratuitos en 1901 daban una proporción de 1 por 12,000 habitantes,
por tanto no sorprende que la gente de campo y de las
ciudades, mal nutridos, fatigados y sucios, fueran presa fácil de las
enfermedades por parásitos y de las infecciones.
Debido a este “avance social” de nuestra nación, la población
más pobre moría de hambre o de viruela, pero lo importante era
mantener un cordón sanitario entre la gente “decente” y la
plebe, y para eso bastaban 35,430 vacunas en el Distrito Federal
y 5,273 para el resto de los estados.
La precaria situación sanitaria del país decaía como consecuencia
de la situación social, de tal forma el Instituto Patológico
desapareció y la Academia de Medicina fue expulsada de su
recinto en 1913. Por su parte el Instituto Bacteriológico Nacional
fue disuelto y el Hospital General cambió seis veces de
director entre 1911 y 1914, era evidente que el gobierno
revolucionario no podía ocuparse de la ciencia.
Aún queda la pregunta si la revolución cumplió en definitiva con
una de las tareas más urgentes “el deber de mejorar la salud de
los mexicanos”.
Biológicamente hablando, los 26 años de la dictadura
de Porfirio Díaz son de tal manera adversos para los
mexicanos, mientras que en otras partes del mundo
tenía lugar una formidable expansión, en la República
Mexicana la población, diezmada por una mortalidad
de 48.3 y de 46.7 por millar (promedio para 1891-
1900 y 1901-1910) apenas crece de 9,380,459 en
1876, a 13,605,919 en 1905, lo cual corresponde a
una reducción del incremento del 35% observado
entre 1877 y 1895, al 20% que es el que se registra en
los últimos 15 años de la dictadura.1,2
El marco de la vida social y la salud de los mexicanos
de entonces pueden fácilmente concebirse si se toma
en cuenta lo dicho y si se recuerdan los cálculos de
Iturriaga, según quien los peones-jornaleros y los obreros
constituían el 77 y el 14%, respectivamente, de la
población. Lo que dicho de otro modo puntualiza que,
en los tiempos del gobierno del general Díaz, el 91% de
los habitantes de México pertenecía al sector más
pobre de la población.3
A los bajos salarios se acompañaba una jornada de
trabajo agotadora: los peones iniciaban sus labores a las
4 a.m. trabajando hasta la puesta del sol, los gañanes lo
hacían de las 5 a.m. a las 6 p.m; mientras que en la
Ciudad de México los obreros y los dependientes de las
casas comerciales iniciaban sus actividades a las 7 a.m.
para terminar unas 13 horas más tarde. El trabajo
doméstico de los “criados” no ameritaba salario, ni
tenían horario fijo.4
La alimentación de la peonada era uniformemente
monótona e insuficiente y consistía en hojas con piloncillo,
gordas de maíz y frijoles con chile y sólo de muy
de vez en cuando cambiaba por “mole de guajolote” o
por “barbacoa”. A la mala comida hacía habitual
compañía una gran cantidad de bebida, pulque sobre
todo, cuya venta constituía negocio de mayor o de
menor importancia para los hacendados y que con el
aguardiente mantenían a los infelices entre el furor
bestial o los más tristes lamentos y el embrutecimiento.
Se bebía diariamente, pero sobre todo los días de raya
y los domingos, sirviendo para el caso tanto el jacal
como la vía pública y sobre todo las numerosísimas
pulquerías y cantinas, cuya proporción era de dos y
una respectivamente por cada calle en la “Ciudad de
los Palacios” de 1893.5
La higiene de nuestro pueblo era pésima: los peones
no disfrutaban de agua entubada, de letrinas higiénicas,
de baños ni del drenaje; adentro, en el jacal,
convivían con las aves, con los perros y con los cerdos
y afuera, el corral no era otra cosa que basurero,
excusado y chiquero. En las ciudades el agua se obtenía
de las fuentes o de los aguadores, sin que hubiera
mayor interés oficial en su limpieza, ya que no en su
pureza bacteriológica; las aguas negras corrían frecuentemente
por el arroyo, aunque algunas grandes
ciudades y desde luego la Capital, comenzaron a partir
de fines del siglo XIX a disfrutar del drenaje sanitario.2,6
En las vecindades de la capital se amontonaban
hasta 900 personas, sin disfrute del agua corriente y
con excusados del tipo “común”. El cuarto de baño era,
naturalmente, un lujo, aunque algunas viviendas tenían
instalaciones de “tina”, pero el aseo del cuerpo era
para los pobres difícil e incómodo, pues los baños
públicos gratuitos apenas daban, en 1901, una proporción
de 1 por 12,000 a 15,000 habitantes; en justicia
no podía pedirse a los proletariados mucho aseo; pero
el amor de nuestra gente al agua limpia existía y se
expresaba en el aprovechamiento para el efecto de los
riachuelos y algunos canales de los alrededores de la
capital y en los alegres chapuzones colectivos de los
días de San Juan.
Tomando en cuenta lo dicho, no sorprende que el
proletariado del campo y de las ciudades, mal nutrido,
fatigado y sucio, fuera presa fácil de las enfermedades
por parásitos y de las infecciones.2
La mortalidad en general era elevadísima, cuatro veces
mayor aproximadamente que la observada en la década
de 1950, pero por su significado conviene detenerse a
analizar los casos de viruela, enfermedad científicamente
evitable, del tifo, padecimiento grave que acompaña a la
suciedad y a la miseria, y de la mortalidad infantil, seguro
índice del avance social de las naciones.5
Desde que los conquistadores importaron a América
la viruela, este padecimiento atacó con saña a la población
nativa. De triste fama es la epidemia que atacó a los
defensores del Imperio Mexicano, debilitando su fuerza
de combate hasta hacerlos fácilmente vulnerables frente
al puñado de españoles que invadía México; en 1779
tuvo lugar otra epidemia tan feroz como la primera, pues
en sólo la Capital de la Nueva España atacó a 44,286
personas, causando 8,820 muertes. A principios del
siglo XIX comenzaba a generalizarse en el mundo civilizado
el empleo de la vacunación descubierta por Jenner
y el virus fue traído a México por el Dr. Balmis, pero su
empleo se hizo en escala restringida de tal modo que
aún en tiempos del Consejo Superior de Salubridad y de
Liceaga (desde 1879), la viruela continuaba existiendo
endémicamente en México y produjo en 1909 una
mortalidad de 118 por 100,000 (aproximadamente
90,000 casos) y eso que para la última fecha la bondad
del procedimiento no dejaba lugar a dudas y que la
inmunización se había simplificado mediante la obtención
del virus en la ternera.7
Las masas no contaban, los peones y los jornaleros
morían de hambre o de viruela; lo importante era
mantener un cordón sanitario entre la gente “decente”
y la plebe, y para eso bastaban 35,430 vacunaciones en
el Distrito Federal y la distribución a los estados de
5,273 tubos de linfa. Quince años más tarde y uno tan
sólo después de la proclamación de la Constitución, la
vacunación sería oficialmente implantada y forzosa
cuatro años después, tocando a Gaviño ser el impulsor
científico de esta obra.3
El tifo no había entregado en los primeros años del
siglo XX el secreto de su patogénesis. Pero sí se sabía
que el amontonamiento de gente y la suciedad prohibían
su diseminación, siendo famosas por ejemplo, las
epidemias invernales de la cárcel de Belén. Pues bien,
mientras el padecimiento tendía a extinguirse en otros
países, en el nuestro florecía, dando una mortalidad de
unos 173 por 100,000 a fines del siglo y siendo causa
de la muerte de 125,204 mexicanos entre 1893 y
1907; los investigadores norteamericanos venían a
nuestra Capital para estudiar esta plaga, triste privilegio
nacional cuyo resultado serían los brillantes descubrimientos
de Goldberger y Anderson en 1909 y los de
Ricketts y Wilder en 1910, y la muerte como mártir de
la ciencia del propio Ricketts, descubridor del agente
causal.3
Pero los días para llegar al triunfo sobre esta enfermedad
estaban contados y ya pronto Nicolle probaría
el papel del piojo como agente transmisor,
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