Hombres Celebres
Elishun21 de Abril de 2015
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ADIVINANZAS
Con la nieve se hace
y el sol lo deshace.
El muñeco de nieve
Cuál es el animal que camina con las patas en la cabeza?
El piojo
¿Qué hay en el centro de Jérez?
La R
¿Quién es el animal
que come con las patas?
El pato
Teje con maña
caza con saña.
La araña
CHISTES
Un niño entra a una óptica y le dice al vendedor:
- Quiero comprar unas gafas, por favor.
El vendedor le pregunta:
- ¿Para el sol?
Y el niño responde:
- No. ¡Para mí!
Suena el teléfono en la escuela:
- ¿Alo?
- ¿Si? ¡Buenos días!
- Mi niño hoy no pudo ir a la escuela porque estaba enfermo.
- ¿Ah sí? ¿Y con quién hablo?
- Con mi papá.
En el cole la profesora pregunta:
- María, dime un apalabra que tenga muchas “o”.
Y María responde:
-Goloso, profe.
- Muy bien, María. Ahora tú Pepito.
Pepito se queda pensando y dice…
-Goooooooooooooooooooool.
Luego de una persecución el policía coge al ladrón y le pregunta:
- ¿Por qué le robó el reloj a la señora?
Y el ladrón contesta:
- Yo no le robé ningún reloj, ella me lo dio.
- ¿En qué momento ella le dio el reloj?
- En el momento que le mostré la pistola.
Un niño le pregunta a su madre:
- Mamá, mamá, que tienes en la barriga?
-Es un bebé hijo.
Y lo quieres mucho?
-Si hijo, lo quiero mucho.
Ahm… ¿Y por qué te lo comiste?
CUENTOS
La princesa y la piedra
En un país muy lejano, había una princesa de extraordinaria belleza, riqueza e inteligencia, a la que todos los hombres se acercaban para conseguir su dinero. Harta de tener que soportar a tales individuos, difundió el siguiente mensaje: solo se casaría con aquel que fuera capaz de entregarle el regalo más lujoso,dulce y franco. Un mensaje que llegó rápidamente a todos los rincones del reino, llenando en un abrir y cerrar de ojos, el palacio de todo tipo de regalos, entre los que destacaba uno en particular. ¿Qué era? Una simple y llana piedra, llena de musgo y líquenes.
Un regalo que enfureció de tal manera a la princesa, que mando llamar inmediatamente a su dueño, para que le explicara el porqué de tan feo regalo.
-Comprendo vuestro enfado-dijo el joven pretendiente-, pues no es un regalo que os pueda parecer a vuestra altura. Dejadme deciros, que esa fea roca que contempláis, no es lo que vuestros ojos ven, ya que lo que he querido representar con ella, es mi humilde corazón. Como veis, es algo tan valioso como vuestras riquezas, franco porque no os pertenece y llegará a ser dulce, si lo colmáis con amor.
Al escuchar estas palabras, la princesa cayó totalmente enamorada de este perspicaz joven, al que envió durante un largo período de tiempo, una ingente cantidad de regalos para atraerle. Pero nada de esto parecía atraerle a su curioso pretendiente. Cansada de esforzarse, sin obtener resultado, lanzó la piedra al fuego, descubriendo con su calor una preciosa estatua dorada.
Fue entonces cuando se dio cuenta de lo que si quería conquistar el corazón de su amado, debía alejarse de las cosas superficiales y prestar atención a lo verdaderamente importante. De esta manera, dejó atrás todos sus lujos y altanería, ayudando a todos aquellos habitantes que la necesitaban, gracias a los cuales consiguió casarse con su amado.
Los ojos del duende
Cuando Jazmín despertó, una intensa luz rompía el cristal de la ventana en diminutas partículas que luego iban a parar al suelo y se evaporaban antes de tocarlo. Se irguió en la cama y un pegajoso olor a alcohol le recordó lo sucedido: el incendio que había arrasado con todo lo que tenía y la llegada del bombero que la tomó en brazos y la llevó en andas a través de las llamas. En su cabeza las imágenes se iban sucediendo con aleatoriedad, y, a medida que avanzaban, una sensación de agotamiento y desesperanza se iba apoderando más y más de ella.
Llevaba días en cama y nadie había venido a visitarla. Esa tarde entró una joven de mirada luminosa.
—Hola, me llamo Clara. ¿Cómo estás?
—No sé quién eres.
—No, disculpa. Vengo de parte de Índigo.
¿Era posible que la memoria no fuera capaz de recordar un nombre tan extravagante? Lo intentó. No había caso. Le respondió que no conocía a nadie con ese nombre. Clara le dijo.
—Sí, tienes que recordarlo. Era amigo tuyo en la infancia.
Siguió intentándolo. Nada. Le dijo que ni una sola fotografía se había salvado del accidente, por lo que tampoco podía usar las instantáneas para rememorar a ese tal Índigo. Y, después de mucho intentarlo, Clara abandonó la habitación, deseándole que se mejorase.
—Voy a morir, lo sé. Ya nadie me recuerda. Voy a morir como todos los demás.
—No, Índigo, no dejaré que eso pase.
—Ya has visitado a media ciudad, gente que en su infancia creía en mí y que ahora, ni siquiera recuerda mi nombre. ¡No sigas perdiendo el tiempo!
Clara llevaba varios meses intentando ayudarle sin resultados aparentes. Pero se había prometido que jamás bajaría los brazos. Después de 3000 años de vida, como todos los duendes, Índigo moriría si no encontraba a alguien capaz de creer en él. Todos los días de esa semana Clara fue a visitar a Jazmín y cada uno de ellos le preguntó si había recordado a Índigo. En una de esas visitas, Jazmín le preguntó.
—Pero ¿qué ocurre con ese tal Índigo? ¿qué te ha dicho de mí?
—Que eran grandes amigos.
—¡Qué raro! Los médicos me han dicho que no he sufrido lesiones ¿No te parece extraño que no lo recuerde?
—No, porque estás desesperanzada y ya no crees.
—¿Qué tiene que ver eso con los recuerdos?
Se lo contó porque, aunque le había jurado a su amigo que jamás revelaría su secreto, supo que era la última oportunidad de salvarlo. Tampoco funcionó. Jazmín comenzó a burlarse de ella y a expresar con claridad que ya no creía en la magia.
La mirada de Clara se apagó. Ella no era una niña pero sabía llorar. Había agotado todas sus esperanzas; si al revelar la existencia de Índigo, Jazmín no había sido capaz de reencontrarse con quien fuera en la infancia, entonces solo quedaba una cosa: velar junto a él hasta que se desvaneciera. Porque así mueren los duendes: se van disipando lentamente, y lo último que se apaga son sus ojos, dos llamitas coloradas que se tornan amarillentas hasta que las sepulta la oscuridad.
El dolor que Clara sintió fue tan hondo y el cariño por su amigo tan intenso que las lágrimas la incendiaron de una profunda amargura. Cuando su amigo la encontró, ella evadía su mirada. Sin embargo, una luz cegadora la obligó a mirarlo: su diminuto cuerpecito se había vuelto más nítido que nunca y una enorme sonrisa iluminaba sus ojos.
El hogar de la tortuga
La habían arrebatado de su hábitat. Traído en una caja de manzanas desde Río Negro hasta Buenos Aires. Durante días, teniendo por casa ese mínimo habitáculo de cartón, había viajado con ellos los miles de kilómetros que separaban ambas provincias. Cuando llegaron, estaba sucia y muerta de miedo.
Era una tortuga adulta, de una incierta edad y una parsimonia que me dejó asombrada. Su piel era áspera como una lija y su cabeza estaba adornada con dos ojos negros y puntiagudos. La habían arrancado de su tierra para llevarla a una región mucho más húmeda y llena de gatos. Y ninguna tortuga.
Se acostumbró rápidamente a la vida familiar. A esconderse en su casita para evitar que los gatos la molestaran, a deambular sin horarios por el inmenso parque y a comer alguna que otra planta que no estaba incluida en el menú. Pero un día, desapareció. Revolvimos los rincones más insólitos del jardín en su búsqueda. Nada. Se había marchado, posiblemente para siempre.
Una tarde, cuando regresábamos del colegio, observamos una sombra oscura que se deslizaba por el camino. El mediodía de noviembre golpeaba nuestras pieles con violencia, pero no impedía que aquella cosa transitara sobre la arena hirviendo en busca quién sabe de qué. Lo más apropiado que se nos ocurrió fue recogerla y llevarla de regreso a la casa. A nuestro hogar, que no terminábamos de entender que no era el suyo. Como si se tratara de una posesión, así decidíamos sobre la vida de ese animalito frío, pero tan vivo como cualquiera de nosotros. Y, de nuevo, tuvo que acostumbrarse a las costumbres familiares.
Con el final del verano y la llegada de los climas más huraños, la tortuga volvió a desaparecer. También la encontramos, esta vez un poco más lejos que en la primera ocasión. Nuevamente la llevamos al hogar, ignorando cuestiones de hibernación
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