IMAGEN, TERRITORIO Y SU ESTÉTICA
Florencio2Documentos de Investigación31 de Marzo de 2017
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IMAGEN, TERRITORIO Y SU ESTÉTICA
“El necio no ve el mismo árbol que el sabio.”
William Blake
Como paso previo al desarrollo de este modesto texto, nos referiremos a los tres conceptos que, pivotando sobre la noción de territorio, dan sustento al título. La estética de la imagen que proyectamos de un determinado territorio podría ser una primera perspectiva, es decir, cómo es usada la representación del propio territorio para construir identidad, interior y exterior, del mismo. En una segunda mirada, muy diferente de la anterior, -la estética del territorio y su representación-, analizaríamos los valores estéticos que particularizan un determinado territorio, exponiendo sus potencialidades en la imagen que lo representa. Ambas resultan interesantes y, por tanto, dignas de ser tenidas en cuenta para plantear elementos para el debate “imagen, territorio y su estética”.
Entendemos por territorio un lugar antropológico, es decir, una realidad física cargada de sentidos simbólicos, valores culturales, de identidad y memoria, vinculados a un grupo humano que lo habita, lo utiliza y le da forma. Un espacio natural convertido a lo largo del tiempo en espacio social y un espacio vivido. “En las últimas décadas en el medio académico el concepto de territorio ha desbordado los límites fronterizos del pensamiento geográfico, para adquirir cada vez más una mayor relevancia al interior de otras disciplinas de las ciencias sociales, tal como ha venido aconteciendo en la sociología, la antropología o la economía”[1]. Es en estos nuevos enfoques disciplinarios e interdisciplinarios de las ciencias sociales el marco en el que la imagen, como documento, amplía su presencia junto a otros registros ya consolidados y de uso reconocido en el campo de la investigación. Ahora bien, este es el estadio en el que es categorizada la imagen, en base a la especificidad de los lenguajes usados en su concreción y su estética, evaluando sus potenciales cualidades como documento al servicio de las diferentes disciplinas.
Vivimos en un mundo dominado por las imágenes. Hoy nadie cuestiona la importancia del lenguaje visual como un signo distintivo de nuestra época, capaz, como ningún otro, de transmisión de ideas e información con una avasalladora penetración social. En este sentido, la imagen es un elemento, esencial, de construcción, transmisión y asentamiento de valores antropológicos adscritos a los territorios. Entiendo que la imagen, históricamente, ha favorecido la sensibilización hacia el paisaje y, por extensión hacia el territorio. Es la mirada humana sobre un determinado espacio geográfico, propia o foránea, lo que configura el concepto de paisaje que lo particulariza y lo proyecta con su singularidad. Un acercamiento al concepto de “paisaje” es el trabajo presentado por Javier Maderuelo (2005) quien señala que: “El concepto de paisaje debe mucho tanto a los geógrafos que consiguieron representar el territorio en un mapa a modo de fiel reflejo de la realidad, como al subjetivismo de los artistas que consiguieron metamorfosear esa realidad física en belleza y sensualidad. Unos y otros lograron ofrecer visiones paisajísticas del mundo antes de que las personas en su cotidianeidad descubrieran el paisaje en la contemplación del territorio, de tal forma que la representación hace emerger el objeto. Esto implica que no tendríamos conciencia paisajística sin los mapas y sin los cuadros que nos han mostrado muchas de las cualidades que posee el territorio como paisaje.”[2]
Se puede decir, sin riesgo a equivocarnos, que el artista con su mirada sobre el territorio se ha comportado como un mediador entre la naturaleza y la sociedad. De esta manera, la apreciación de los valores estéticos del territorio ha sido, a lo largo de la historia, condicionada por las representaciones que del mismo han transmitido los artistas con sus producciones simbólicas. Y, sucede que, “cada momento histórico presencia el nacimiento de unos particulares modos de expresión artística, que corresponden al carácter político, a las maneras de pensar y a los gustos de la época. El gusto no es una manifestación inexplicable de la naturaleza humana, sino que se forma en función de unas condiciones de vida muy definidas que caracterizan la estructura social en cada época de su evolución”[3]. Los dos últimos siglos han estado marcados por la implantación de la imagen derivada de la civilización tecnológica, y las últimas décadas por la hiperrepresentación de la realidad gracias a la aparición de la imagen digital, con todas las derivadas asociadas a la creación de hiperrealidades más propias de la pintura que de la fotografía. Ahondando en esta misma perspectiva debemos comprender que: “nuestra mirada, aunque la creamos pobre, es rica y está saturada de una profusión de modelos, latentes, arraigados y, por tanto, insospechados: pictóricos, literarios, cinematográficos, televisivos, publicitarios, etc., que actúan en silencio para, en cada momento, modelar nuestra experiencia, perceptiva o no“[4]. Todos ellos derivados del posicionamiento conceptual de los artistas, que entienden la estética que proyectan en sus obras como la clave de los valores que perciben en el territorio y, que usan como referencia para sus creaciones. El artista, como creador reconocido socialmente de imágenes estéticas, es, indirectamente, un creador de opinión. Este creador integrante de una minoría especializada cuyas aportaciones son respetadas, ejerce una importante influencia sobre la opinión pública por diversas razones, como el dominio de recursos retóricos, la empatía estética con su público y su autoridad intelectual.
A modo de contraste, aquí es donde emerge un importante riesgo asociado al poder de la imagen cuando esta prioriza la envoltura sobre el contenido, dando pie a la aparición de categorías de representación reducidas a lo trivial. Imágenes desligadas del lugar, en las que se olvida que el territorio es una realidad compleja integrada por infinidad de componentes que configuran su particular impronta, que no pueden ser reducidos a contenido visual “sin más”. Si nos referimos a la relación de la imagen al territorio, su alejamiento con el mismo la proyecta al campo de la recreación, al de la hiperrealidad. En suma, la imagen no se debe desligar del territorio del que parte, puesto que, si no es posible crear el lugar, la imagen no es nada sin su elemento referencial del que transmite su existencia.
El paisaje como elemento cultural del territorio, evidentemente dinámico, nos obliga a activar una serie de acciones en conexión con su representación que nos posibilite su comprensión. Aquí toma un especial protagonismo la imagen como documento para el estudio de la secuencia evolutiva del paisaje, para inventariar con detalle los valores paisajísticos del territorio, además de poder describir las dinámicas naturales y sociales que han intervenido en su evolución y transformación. Las imágenes que conservamos adscritas a un determinado enclave, registradas por multitud de agentes en diferentes periodos, articulan verdaderos archivos de la memoria, y nos muestran, cómo muchos de esos atributos que particularizan los valores de un espacio vivido y modelado por el hombre se manifiestan con continuidad en el tiempo, evolucionan de forma lenta, o se transforman súbitamente en periodos de cambio. En esta mirada estética sobre el territorio han aparecido en las últimas décadas nuevos intérpretes, como residentes forasteros, viajeros y turistas, que ponen en valor, con su mirada culturalmente ajena, aspectos que pudieran haber pasado desapercibidos para autóctonos. Esta acumulación de representaciones va autografiando el relato de la propia memoria del territorio, en las que pueden observarse la dramática tensión entre lo efímero y lo permanente.
La consolidación de esta nueva mirada sobre el territorio protagonizada por el turismo, fruto de la globalización, va modelando y recreando el mismo, y finalmente, altera su función así como su estética, porque sucede que: “este tipo de percepción se decanta por una visión del paisaje como mercancía cultural y como objeto de consumo donde la forma de ver, mirar, admirar, pasa por el canon estético en boga introducido por la publicidad, los medios de comunicación, la moda o las guías de viajes”[5]. La metanarrartiva visual, lejana a la realidad, se impone para construir mercados turísticos de los territorios, susceptibles de ser consumidos.
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