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Jardin Japones En Ponce

myrelis21 de Abril de 2014

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Los Jardines Japoneses Niwa, Sono o Tei En, están cargados de simbolismo, religiosidad y poesía. Nuestro Jardín ha sido diseñado para que el visitante pasee a través de él y descubra sus diferentes áreas. El mismo posee dos accesos; el portal sur es el acceso principal. Tras ascender por la amplia escalinata, guiados por una erizada verja de bambú y en medio de una cascada de color encontramos el pórtico custodiado, a ambos lados, por fieros guerreros de múltiples cabezas y verdes cabelleras. Cruzamos el umbral y nos recibe un estanque de agua cristalina y tranquila, que nos acerca un trozo de cielo. Una vasija de aguas límpidas e inagotables nos invita a la purificación. A ambos lados un mar de pulcra arena blanca invoca los elementos marinos omnipresentes en la realidad de la Cruceta del Vigía, los barcos aproximándose a puerto y las impávidas islas en la lejanía. Aquí se observan los típicos elementos del Jardín Zen como son la arena y las rocas, los cuales se transforman en realidad y se mueven al corazón del jardín.

La vista es atraída por la continua presencia del agua, la cual se percibe, al mismo tiempo, ininterrumpida e intermitente hacia el fondo del jardín. El manantial se escapa de su jaula de piedra para desaparecer bajo las rocas y resurgir en el estanque principal, bajo la mirada vigilante del Bombax que le observa desde la montaña. Un bosquecillo de Árboles de Helecho Japonés y Robles Amarillos nos indica la transición a un nuevo espacio, uno sagrado y místico. Al Este, el patriarca, el Árbol Sagrado distinguido por la soga de fibra que lo envuelve. Su silueta encorvada es prueba de la perseverancia del viento que, a lo largo de los años, ha obligado al árbol a ceder la resistencia por la adaptación. Bajo él, pequeñas evocaciones de forma y vigor se reúnen, tras años de esfuerzo, en un secreto y reservado patio de Bonsai. Continuamos el recorrido y tropezamos con un tributario de nuestro río, dibujado por Iris Amarillos, el cual, tímidamente, aporta su invisible caudal al río y, sin pedir nada a cambio, desaparece. Sobre la montaña, rodeado por tres caobas, el Laurel afianza sus raíces a la roca y trata, sin descanso, de reunirse con la tierra mientras espera pacientemente crecer. Más adelante, tímidos pasos de lajas nos ofrecen paso seguro entre las Caliandras hacia el puente de rocas y la Casa del Té. Esta estructura, que flota solemne sobre el agua, se concibe como un acogedor refugio para el retiro espiritual. Los Papiros resguardan el estanque y los Lirios acuáticos intentan con avidez incontrolada, cubrir la superficie a cambio de destellos de color violeta y rosado. El camino principal nos dirige hacia un encuentro con el espacio consagrado a los dioses. Dos imponentes rocas enmarcan la entrada. Los Ucarillos abrazan las rocas y complementan la fría rigidez de la piedra con siluetas firmes, pero a la vez flexibles. La impecable pureza de la arena envuelve los conjuntos de piedras que sirven de asiento a lo divino. Los dos eternos contrarios de la filosofía oriental se representan por los colores de la arena. El gran círculo central simboliza el equilibrio, la transformación y la interdependencia. Desde la montaña el Guayacán es testigo silencioso de los acontecimientos. El bosque de Robles rosados y Ucares crea una cortina protectora que aísla el sitio sagrado del bullicio exterior. A lo lejos las montañas circundantes se acercan al jardín y se integran a sus formas. Al fondo, nuevamente el agua, inagotable fuente de vida.

De regreso, un puente, bajo el cual se vierte el cauce invisible del río, nos lleva hacia un bosque de bambú. El sinuoso camino de redondeadas piedras, corre casi paralelo al lecho seco del río. Los pasos de la naturaleza y los del hombre discurren juntos sobre los mismos materiales. Al Este las Zamias intentan conquistar la montaña. Los

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