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Los Hijos De La Malinche

5454466 de Junio de 2013

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HIJOS DE LA MALINCHE

La extrañeza que provoca nuestro hermetismo ha creado la leyenda del mexicano, ser insondable.

Nuestro recelo provoca el ajeno. Si nuestra cortesía atrae, nuestra reserva hiela. Y las inesperadas

violencias que nos desgarran, el esplendor convulso o solemne de nuestras fiestas, el culto a la

muerte, el desenfreno de nuestras alegrías y de nuestros duelos, acaban por desconcertar al

extranjero. La sensación que causamos no es diversa a la que producen los orientales. También

ellos, chinos, indostanos o árabes, son herméticos e indescifrables. Tambén ellos arrastran en

andrajos un pasado todavía vivo. Hay un misterio mexicano como hay un misterio amarillo y uno

negro. El contenido concreto de esas representaciones depende de cada espectador. Pero todos

coinciden en hacerse de nosotros una imagen ambigua, cuando no contradictoria: no somos gente

segura y nuestras respuestas como nuestros silencios son imprevisibles, inesperados. Traición y

lealtad, crimen y amor, se agazapan en el fondo de nuestra mirada. Atraemos y repelemos.

No es difícil comprender los orígenes de esta acticud. Para un europeo, México es un país al margen de la Historia Universal. Y todo lo que se encuentra alejado del centro de la sociedad aparece como extraño e impenetrable. Los campesinos, remotos, ligeramente arcaicos en el vestir y el hablar, parcos, amantes de expresarse en formas y fórmulas tradicionales, ejercen siempre una fascinación sobre el hombre urbano. En codas partes representan el elemento más antiguo y secreto de la sociedad. Para todos, excepto para ellos mismos, encarnan lo oculto, lo escondido y que no se entrega sino dificílmente: tesoro enterrado, espiga que madura en las entrañas terrestres, vieja sabiduría escondida entre los pliegues de la tierra.

La mujer, otro de los seres que viven aparte, también es figura enigmática. Mejor dicho, es el Enigma.

A seinejanza del hombre de raza o nacionalidad extraña, incita y repele. Es la imagen de la

fecundidad, pero asimismo de la muerte. En casi todas las culturas las diosas de la creación son

también deidades de destrucción. Cifra viviente de la extrañeza del universo y de su radical

heterogeneidad, la mujer ¿esconde la muerte o la vida?, ¿en qué piensa?; ¿piensa acaso?; ¿siente

de veras?; ¿es igual a nosotros? El sadismo se inicia como venganza ante el hermetismo femenino o como tentativa desesperada para obtener una respuesta de un cuerpo que tememos insensible.

Porque, como dice Luis Cernuda, “el deseo es una pregunta cuya respuesta no existe”. A pesar de su desnudez —redonda, plena—en las formas de la mujer siempre hay algo que desvelar:

Eva y Cipris concentran el misterio del corazón del mundo.

Para Rubén Darío, como para todos los grandes poetas, la mujer no es solamente un instrumento de conocimiento, sino e1 conocimiento mismo. El conocimiento que no poseeremos nunca, la suma de nuestra definitiva ignorancia: el mistcrio supremo.

Es notable que nuestros representaciones de la clase obrera no estén teñidas de sentimientos

parecidos, a pesar de que también vive alejada del centro de la sociedad —incluso físicamente,

recluída en barrios y ciudades especiales—. Cuando un novelista contemporáneo introduce un

personaje que simboliza la salud o la destrucción, la fertilidad o la muerte, no escoge, como podría

esperarse, a un obrero —que encierra en su figura la muerte de la vieja sociedad y el nacimiento de otra—. D. H. Lawrence, que es uno de los críticos más violentos y profundos del mundo moderno,

describe en casi todas sus obras las virtudes que hacen del hombre fragmentario de nuestros días un hombre de verdad, dueño de una visión total del mundo. Para encarnar esas virtudes crea personajes de razas antiguas y no-europeas. O inventa la figura de Mellors, un guardabosque, un hijo de la sierra. Es posible que la infancia de Lawrence, transcurrida entre las minas de carbón inglesas, explique esta deliberada ausencia. Es sabido que detestaba a los obreros tanto como a los burgueses. Pero ¿cómo explicar que en todas las grandes novelas revolucionarias tampoco

aparezcan los proletarios como héroes, sino como fondo? En todas ellas el héroe es siempre el

aventurero, el intelectual o el revolucionario profesional. El hombre aparte, que ha renunciado a su clase, a su origen o a su patria. Herencia del romanticismo sin duda, que hace del héroe un ser

antisocial. Además, el obrero es demasiado reciente. Y se parece a sus señores: todos son hijos de la máquina.

El obrero moderno carece de individualidad. La clase es más fuerte que el individuo y la persona se

disuelve en lo genérico. Porque esa es la primera y más grave mutilación que sufre el hombre al

convertirse en asalariado industrial. El capitalismo lo despoja de su naturaleza humana —lo que no

ocurrió con el siervo— puesto que reduce todo su ser a fuerza de trabajo, transformándolo por este solo hecho en objeto. Y como a todos los objetos, en mercancía, en cosa susceptible de compra y venta. El obrero pierde, bruscamente y por razón misma de su estado social, toda relación humana y concreta con el mundo: ni son suyos los útiles que emplea, ni es suyo el fruto de su esfuerzo. Ni siquiera lo ve. En realidad no es un obrero, puesto que no hace obras o no tiene conciencia de las que hace, perdido en un aspecto de la producción. Es un trabajador, nombre abstracto, que no designa una tarea determinada, sino una función. Así, no lo distingue de los otros hombres su obra, como acontece con el médico, el ingeniero o el carpintero. La abstracción que lo califica —el trabajo medido en tiempo— no lo separa, sino lo liga a otros abstracciones. De ahí su ausencia de misterio, de problematicidad, su transparencia, que no es diversa a la de cualquier instrumento.

La complejidad de la sociedad contemporánea y la especialización que requiere el trabajo extienden la condición abstracta del obrero a otros grupos sociales. Vivimos en un mundo de técnicos, se dice. A pesar de las diferencias de salarios y de nivel de vida, la situación de estos técnicos no difiere esencialmente de la de los obreros: también son asalariados y tampoco tienen conciencia de la obra que realizan. El gobierno de los técnicos, ideal de la sociedad contemporánea, sería así el gobierno de los instrumentos. La función substituiría al fin; el medio, al creador. La sociedad marcharía con eficacia, pero sin rumbo. Y la repetición del mismo gesto, distintiva de la máquina, llevaría a una forma desconocida de la inmovilidad: la del mecanismo que avanza de ninguna pane hacia ningún lado.

Los regímenes totalitarios no han hecho sino extender y generalizar, por medio de la fuerza o de la

propaganda, esta condición. Todos los hombres sometidos a su imperio la padecen. En cierto sentido se trata de una transposición a la esfera social y política de los sistemas económicos del capitalismo.

La producción en masa se logra a través de la confección de piezas sueltas que luego se unen en

talleres especiales. La propaganda y la acción política totalitaria—así como el terror y la represión— obedecen al mismo sistema. La propaganda difunde verdades incompletas, en serie y por piezas sueltas. Más tarde esos fragmentos se organizan y se convierten en teorías políticas, verdades absolutas para las masas. El terror obedece al mismo principio. La persecución comienza contra grupos aislados —razas, clases, disidentes, sospechosos—, hasta que gradualmente alcanza a todos. Al iniciarse, una parte del pueblo contempla con indiferencia el exterminio de otros grupos sociales o contribuye a su persecución, pues se exasperan los odios internos. Todos se vuelven cómplices y el sentimiento de culpa se extiende a toda la sociedad. El terror se generaliza: ya no hay sino persecutores y perseguidos. El persecutor, por otra parte, se transforma muy fácilmente en perseguido. Basta una vuelta de la máquina política. Y nadie escapa a esta dialéctica feroz, ni los dirigentes.

El mundo del terror como el de la producción en serie, es un mundo de cosas, de útiles. (De ahí la

vanidad de la disputa sobre la validez histórica del terror moderno). Y los útiles nunca son misteriosos o enigmáticos, pues el misterio proviene de la indeterminación del ser o del objeto que lo contiene. Un anillo misterioso se desprende inmediatamente del género anillo; adquiere vida propia, deja de ser un objeto. En su forma yace, escondida, presta a saltar, la sorpresa. El misterio es una fuerza o una virtud oculta, que no nos obedece y que no sabemos a qué hora y cómo va a manifestarse. Pero los útiles no esconden nada, no nos preguntan nada y nada nos responden. Son inequívocos y transparentes. Meras prolongaciones de nuestras manos, no poseen más vida que la que nuestra voluntad les otorga. Nos sirven; luego, gastados, viejos, los arrojamos sin pesar al cesto de la basura, al cementerio de automóviles, al campo de concentración. O los cambiamos a nuestros aliados o enemigos por otros objetos.

Todas nuestras facultades, y también todos nuestros defectos, se oponen a esta concepción del

trabajo como esfuerzo impersonal, repetido en iguales y vacias porciones de tiempo: la lentitud y

cuidado en la tarea, el amor por la obra y por cada uno de los detalles que la componen, el buen

gusto, innato ya, a fuerza de ser herencia milenaria. Si no fabricamos productos en serie,

sobresalimos en el arte difícil, exquisito

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