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Noches de amor

SandiJonaticTutorial24 de Octubre de 2012

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Noches de amor

Una vez Steve había entregado su amor a Meg, pero ella lo rechazó para iniciar una vida en la que él no tenía cabida. Por lo tanto, no le importó que hubiera vuelto a la ciudad: había aprendido la lección del modo más duro. Ese soltero no pensaba volver a quemarse por mucho que Meg le hablara de circunstancias que no podían controlar. Él sí controlaba su vida, y no tenía la menor intención de permitir que ella reavivara la antigua llama...

Prólogo

Steven Ryker paseaba por su despacho de Ryker Air fumando un cigarrillo que odiaba y sin dejar de murmurar. Un capítulo de su vida que había estado cerrado durante cuatro años acababa de abrirse de nuevo dejando al descubierto sus heridas.

Meg había vuelto.

Steven no reconocía su propio miedo. No era una condición que soliera asociar con él. Pero las cosas habían cambiado. Cuando Meg lo dejó para iniciar una meteórica carrera en Nueva York, pasó por una época de dolor y se consoló con una mujer detrás de otra. Pero en el fondo, estaba solo con sus dolorosos recuerdos. Y la culpa de aquel dolor la tenía Meg. Quería que sufriera como había sufrido él. Quería ver sus hermosos ojos azules llenos de lágrimas, ver dolor en aquel rostro exquisito bordeado de cabello rubio. Quería vengarse del infierno que le había hecho pasar al marcharse sin una palabra después de haber prometido que se casaría con él.

Apagó el cigarrillo. Fumar era un hábito, como amar a Meg. Y odiaba ambas cosas: el tabaco y el recuerdo de ella. Nunca antes lo había dejado plan¬tado una mujer; claro que tampoco le había pedido a ninguna que se casara con él. Se contentó con vivir solo hasta que Meg lo besó para darle las gracias por

el regalo que le compró al cumplir los dieciocho años. Aquel beso cambió su vida.

Los padres de ambos se habían asociado cuando Meg tenía catorce años y su hermano David pocos más. Las familias llegaron a estar muy unidas. Steven y David no tardaron en hacerse amigos y ambos consideraban a Meg como una molestia. Pero la molestia se convirtió en una mujer hermosa que consiguió derretir el hielo que rodeaba su corazón. Le ofreció a Meg todo lo que era y todo lo que tenía.

Pero no fue suficiente.

No podía perdonarle que no lo hubiera querido. No podía admitir que su obsesión por ella había estado a punto de volverlo loco. Deseaba venganza. Y deseaba a Meg.

Se juró que encontraría el modo de hacerle pagar por todo. La joven se había lesionado un tobillo y no podría bailar durante una temporada. Pero la com¬pañía de ballet en la que trabajaba atravesaba un mal momento económico. Si jugaba bien sus bazas, qui¬zá conseguiría pasar con Meg esa noche mágica con la que llevaba años soñando. Pero esa vez no sería por amor, sino por venganza. Meg había vuetlo. Y él iba a conseguir que pagara por lo que le había he¬cho.

Capítulo Uno

Meg estaba ya de mal humor cuando fue a con¬testar al teléfono. Estaba en la barra de ejercicios y no le gustaban las interrupciones. Una lesión la ha¬bía obligado a descansar temporalmente en la casa de su familia en Wichita, Kansas. Ejercitarse con un ligamento del tobillo lesionado le resultaba ya bas¬tante duro. Y su humor no mejoró al coger el telé¬fono y oír a una de las mujeres de Steven Ryker al otro lado de la línea.

Steven, el presidente de Riker Air, había estado jugando al tenis toda la tarde con David, el hermano de Meg. Era evidente que había pedido que lo llama¬ran a la casa y a la joven le irritaba tener que hablar con sus amigas. Consecuencia, quizá, de que siem¬pre se había sentido muy posesiva con él, desde mucho antes incluso de dejar Wichita para estudiar ballet en Nueva York.

—¿Está Steve ahí? —preguntó una voz femenina.

Meg pensó con furia que se trataría de otra más de sus amantes y decidió actuar.

—¿Quién llama, por favor? —preguntó con picar¬día.

Hubo una pausa.

—Soy Jane. ¿Quién es usted?

—Soy Meg —replicó la otra, esforzándose por no reír.

La voz vaciló un momento.

—Me gustaría hablar con Steve, por favor.

Meg enroscó el cable en torno a su dedo y bajó la voz.

—¿Querido? —preguntó—. Oh, querido, despierta. Es Jane y quiere hablar contigo.

Oyó un respingo al otro lado de la línea y repri¬mió una carcajada. Sus ojos azules brillaron en su rostro ovalado, enmarcado por el cabello rubio que llevaba cogido en la parte alta de la cabeza.

—No puedo creerlo —explotó la otra voz en su oído.

—Pues debería probarlo —la interrumpió Meg, suspirando con dramatismo—. ¡Es tan maravilloso en la cama! Steven, querido...

La otra colgó el teléfono. Meg se llevó una mano a la boca y colgó a su vez. Estaba satisfecha de sí misma.

Se volvió y entró despacio en la estancia que Da¬vid había preparado como cuarto de prácticas para su hermana. No la usaba mucho, ya que pasaba la mayor parte del año en Nueva York, pero le parecía muy considerado por parte de David. Su hermano, al igual que ella, tenía acciones en Ryker Air. David era además vicepresidente de la compañía. Pero el grueso de la fortuna familiar había sido sacrificado por su padre poco antes de morir en un intento de hacerse con la empresa. No lo consiguió y la compa¬ñía estuvo a punto de hundirse. Lo habría hecho de no ser por la astucia de Steven Ryker. Él sacó las castañas del fuego y logró que volviera a ser solven¬te. En la actualidad, era el dueño principal.

Meg sabía que se lo merecía, ya que fe había dedicado muchos años de esfuerzos.

Mientras hacía ejercicio, empezó a sentirse mal. No debía haberle causado problemas con su amante actual. Hacía cuatro años que ya no estaban prome¬tidos y ella no tenía ningún derecho a sentirse pose¬siva con él.

Cogió la toalla, pensativa, y se la echó por el cuello, sobre los leotardos rosa. Miró con lástima sus zapatillas de baile. Eran tan caras que se veía obliga¬da a utilizar las viejas para practicar y cualquiera que la viera con ellas estaría convencido de que no tenía ni un duro. Aquello, por otra parte, era casi cierto. A pesar de sus acciones en Ryker Air, la compañía que fundara su padre con el padre de Steven, se podía decir que era pobre. No era más que una bailarina de segunda clase en la compañía de ballet de Nueva York, a la que se unió un año atrás des¬pués de tres años de estudios con una antigua pri¬mera bailarina, que poseía un estudio en Nueva York. Todavía no había bailado en solitario. Presu¬miblemente, cuando pasara ese escalón, le pagarían más y empezaría a estar más solicitada. A menos que perdiera el paso, claro, como le había ocurrido una semana atrás. Si no controlaba su torpeza, no llega¬ría a ningún sitio. Además, tenía que preocuparse de ejercitar el tendón lastimado. El ejercicio y la fisiote¬rapia la ayudaban, pero trabajar esos músculos era un proceso lento y doloroso. Algo que tenía que hacer con mucho cuidado si no quería dañarlos to¬davía más.

Volvió a sus ejercicios con una sonrisa de deter¬minación en su rostro. Intentó concentrarse en la fluidez de los movimientos y dejar de pensar en el enfrentamiento inevitable que tendría con Steve cuando éste se enterara de lo que le había dicho a su chica. Él había formado parte de su vida desde los catorce años. Su padre lo adoró desde el principio. David también. Pero Meg lo odió en cuanto lo vio.

Los primeros años se peleó incesantemente con él, sin molestarse en ocultar sus sentimientos. Pero la víspera de su dieciocho cumpleaños, todo cambió de repente. El joven le regaló un delicado collar de perlas y ella lo besó con timidez. Pero un movimien¬to inesperado hizo que lo besara en la boca en lugar de en la mejilla.

Para ser justa, él pareció tan sorprendido como ella. Pero en lugar de apartarse y tomarse el inciden¬te a broma, se besaron de nuevo; y el segundo beso fue apasionado, casi desesperado. Cuando terminó, ninguno de los dos dijo nada. Los ojos plateados de Steven brillaron peligrosamente y salió del cuarto sin pronunciar una sola palabra.

Pero aquel beso cambió la relación entre ellos. De mala gana, casi como si no pudiera evitarlo, Ste¬ven comenzó a invitarla a salir y, menos de un mes después, le propuso matrimonio. Meg deseaba tanto bailar que, a pesar de lo mucho que deseaba y quería a Steven, se sintió dividida entre el ballet y el matri¬monio. El joven pareció notar sus vacilaciones e in¬crementó sus caricias amorosas que, en una ocasión, estuvieron a punto de terminar en relación sexual. Steven perdió el control y su ardor asustó a Meg.

Siguió una discusión, en la que le dijo cosas muy crueles.

Aquella misma noche, después de la pelea, Ste¬ven salió públicamente con Daphne, su antigua amante, y al día siguiente apareció una foto muy expresiva de los dos en la columna de sociedad del periódico.

Meg se sintió destrozada. Lloró hasta quedarse dormida. En lugar de enfrentarse a Steven y luchar por defender su relación con él, optó por marcharse a Nueva York a estudiar ballet.

Salió huyendo como una cobarde. Pero lo que había visto hablaba por sí solo y tenía roto el cora¬zón. Si Steven podía salir con otra mujer con tanta rapidez, es que no era

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