Propiedad intelectual
santiagojav10 de Septiembre de 2014
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A mediados del Siglo XV, y a partir del perfeccionamiento de la imprenta de tipos móviles por Johannes Gutenberg, el costo de distribuir la palabra escrita decreció sensiblemente. Una anécdota sirve para ilustrar este punto: no bien Gutenberg terminó de imprimir los primeros ejemplares de su famosa biblia, su socio capitalista, John Fust, se dirigió a París, que por ese entonces era la capital cultural indiscutida de Europa, con el objeto de vender esos ejemplares entre los estudiantes y profesores de su Universidad. Allí se encontró con que el mercado editorial estaba monopolizado por la “Confriere des Librarires, Relieurs, Enluminiers, Ecrivains et Parcheminiers”, una asociación o gremio fundada en 1401. Cuando está entidad detectó que un extranjero contaba con tal cantidad de biblias concluyó que la única explicación posible era que Fust había hecho un pacto con el demonio y lo denunció a la Inquisición. Fust habría tenido que huir por su vida. La anécdota bien puede ser falsa pero ilustra una realidad, los costos de distribución de la palabra escrita disminuyeron sensiblemente, a partir de la invención de la imprenta de tipos móviles.
Pero también hay información certera que demuestra la verdadera revolución que significó el advenimiento de la imprenta, en occidente primero, y después en el mundo. Por ejemplo, el derecho germánico autorizaba, en sus orígenes, la “venganza de sangre” de los familiares de la víctima de un homicidio contra el homicida. Con la evolución de la sociedad está costumbre fue reemplazada, paulatinamente, por el “Weregild” que era la reparación en dinero y según una escala gradual por el asesinato de una persona. Era gradual porque el monto pecuniario de la reparación dependía de la entidad de la víctima: a mayor jerarquía social, mayor era la suma de dinero a pagar. Pues bien, en las sociedades medievales el costo de reparar el asesinato de un escriba era similar al de un abad o un obispo.
Este alto costo de reproducción de obras literarias también se ve reflejado en el enorme número de obras que se han perdido para siempre. De la antiguedad clásica, por ejemplo, se perdieron 107 de un total de 142 tomos de la célebre historia de Roma de Tito Livio; hemos perdido todas las obras de divulgación de Aristoteles (solo quedan sus “científicas”) y todas las obras científicas de Platon (solo quedan sus obras de divulgación). También perdimos la autobiografía, “De Vita Sua” de Octaviano Cesar Augusto, fundador y primer emperador romano. Esquilo compuso unas 90 obras de teatro de las que solo quedan 6 y Sófocles escribió 123, de los que quedan 7. El libro “The Swerve” trata de como un anticuario italiano del siglo XV encontró la única copia completa del poema “De la Naturaleza de las Cosas”, de Tito Lucrecio, obra que tuvo una gran influencia en las Ilustración y que había permanecido perdida, hasta entonces, por más de un milenio. Junto a tan importantes obras, elegidas entre miles, desaparecieron documentos públicos y privados que nos podrían ilustrar de un mundo ya perdido para siempre. No solo hemos perdido documentos de la antiguedad clásica; hay millones de documentos escritos o audiovisuales, muy recientes, que también han desaparecido para siempre. Es que venimos de un mundo donde la información era perecedera y había que realizar un enorme esfuerzo para protegerla y legarla a futuras generaciones.
La imprenta vino a cambiar este escenario, por lo menos para las obras escritas, pero no lo cambió totalmente. Esto porque si bien el costo de distribución de las obras literarias bajó, siguió siendo alto. Una imprenta, como empresa comercial, requiere un lugar físico donde operar, una fuerte inversión en capital, obreros especializados y una red de distribución, propia o de terceros.
Pero esta nueva tecnología revolucionó Europa: la imprenta fue inventada a mediados del siglo XV, y para el año 1453, el mismo año que cayó Constantinopla y quedó extinguido el último remanente del Imperio Romano, Gutenberg estaba produciendo sus famosas biblias. Para 1490, es decir menos de 40 años después, los estados más importantes de Europa contaban con al menos una imprenta y se calcula que en ese mismo lapso se habían impreso unos 8 millones de libros, tal vez más que todos los que producidos en Europa, hasta entonces, desde que Constantino el Grande fundó la nueva capital del Imperio Romano, a la que le dio su nombre, en el año 330.
La creación de la imprenta, necesariamente, vino seguido de un reacomodamiento de las normas legales relacionadas a los autores y sus creaciones. Antes de la invención de la imprenta existía ciertamente un “negocio editorial” pero su escala, obviamente, no puede haber sido muy grande. De hecho, en la antiguedad, los autores, como ahora, vivían de la exhibición pública de sus obras y del patronazgo, mecenazgo, de los poderosos. Las fuentes de ese período mencionan premios a los dramaturgos griegos y a Herodoto, primer historiador, y la existencia de un incipiente mercado de libros copiados. Pero fue la imprenta, al crear un mercado rentable, la que inmediatamente trajo consigo la necesidad de regular los derechos de los participes de ese mercado.
Los privilegios, es decir el otorgamiento de un monopolio legal, fue la primera forma en que se reguló los derechos de los autores. La primera regulación del tipo, que se conoce, es un privilegio que en el año 1469, es decir 16 años después que Gutenberg imprimiera sus biblias, la República de Venecia otorgó a un tal Johannes Speyer, quien había instalado un imprenta en esa ciudad.
Cabe destacar que Johannes Speyer obtuvo el privilegio por haber llevado adelante ediciones de Plinio “el Viejo” y Cicerón, dos autores de la antigua Roma. En sus comienzos era usual que los estados reconocieran derechos en cabeza de los imprenteros o editores porque ellos invertían tiempo, esfuerzo y talento en cotejar las ediciones manuscritas que circulaban para lograr una edición única, lo más fiel posible a la presunta intención de su autor. Pero con el tiempo comenzaron a editarse libros de autores vivos por lo que la primera norma que verdaderamente regulaba los derechos de los autores, y no de los intermediarios, también es de Venecia pero del año 1485, cuando se otorgó un privilegio al autor Marco Antonio Sabellico.
Los privilegios fueron la primera regulación legal que intentaba incentivar la producción de obras escritas. Pero rápidamente evolucionaron a una forma más de que el estado, o la iglesia, según el caso, censuraran a los autores. Así, en 1546 los reyes Felipe y María de Inglaterra (Felipe no es otro que Felipe II, Rey de España) crearon la “Stationary Company” con el objeto de evitar que se publiquen obras a favor de la Reforma Protestante. Los “stationary” no eran otra cosa que los imprenteros y editores de las obras. El estado exigía, ordenaba que los imprenteros registraran sus obras y ese registro lo convertía en el único autorizado a imprimir la obra. La ley también facultaba al imprentero a secuestrar los ejemplares ilegales de terceros imprenteros.
Está ley era muy impopular. Por un lado, como ya dije, se utilizaba como elemento de censura y los tiempos estaban cambiando. Para el siglo XVII, varias revoluciones sociales, políticas y económicas presionaban para una mayor libertad de conciencia y expresión. Por otro lado, está legislación no reconocía ningún derecho a los autores de las obras, que debían negociar las mejores condiciones que pudieran con los imprenteros. Una serie de famosos autores ingleses como John Locke (filósofo) o William Dafoe (autor de Robinson Crusoe), abogaban por un reconocimiento de los derechos de los autores.
La Reina Ana (1665-1714)
Esto finalmente sucedió cuando en 1710 se dictó el Estatuto de la Reina Ana, la primera ley de derechos de autor del mundo. Esta ley otorgaba a los autores, y no a los imprenteros, un derecho exclusivo sobre sus obras por un plazo de 14 años, extendibles por otro tanto si al finalizar el primer lapso, el autor seguía vivo. Era obligatorio el registro de la obra para gozar de este derecho. En 1743 se extendió el derecho de autor, que solo regía para obras literarias, a los dibujos.
En Francia, origen de nuestra legislación autoral, la legislación autoral siguió el mismo camino que en Inglaterra pero más tardío, lo que es comprensible, los privilegios, como medio de censura fueron bien valorados por una monarquía que se calificaba así misma como absoluta. Solo luego de su amargo final (la Revolución Francesa), la legislación autoral comenzó a evolucionar. Curiosamente, el teatro y no las obras literarias, fue el primero que gozó de protección en Francia, con una ley dictada en 1791. En 1793 se dictó una ley conocida como Chenier, el apellido de su propulsor, que otorgaba al autor de una obra derechos exclusivos sobre ella por el término de su vida más 10 después, contados desde su fallecimiento para sus herederos.
La diferencia básica entre las dos legislaciones es que la francesa no solo reconoce a los autores derechos económicos sobre la obra, también les reconoce una serie de derechos extrapatrimoniales llamados derechos morales. Entre estos derechos están el derecho a ser reconocido como autor de la obra y el derecho a que está permanezca íntegra sin agregados o quitas que cambien su sentido. Los derechos morales, a diferencia de los patrimoniales, son perpetuos, intransferibles e irrenunciables. Argentina, que sigue a Francia, también reconoce estos derechos.
El siguiente paso en la evolución histórica fue la internacionalización de los derechos de los autores. Esto
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