Revolucion Francesa
carroverde3 de Diciembre de 2013
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INTRODUCCIÓN
Para comenzar, hemos decidido hacer un breve resumen de lo que fue la revolución francesa.
La revolución francesa fue un proceso social y político acontecido en Francia entre 1789 y 1799, cuyas principales consecuencias fueron el derrocamiento de Luis XVI, perteneciente a la Casa real de los Borbones, la abolición de la monarquía en Francia y la proclamación de la I República, con lo que se pudo poner fin al Antiguo Régimen en este país. Aunque las causas que generaron la Revolución fueron diversas y complejas, éstas son algunas de las más influyentes: la incapacidad de las clases gobernantes —nobleza, clero y burguesía— para hacer frente a los problemas de Estado, la indecisión de la monarquía, los excesivos impuestos que recaían sobre el campesinado, el empobrecimiento de los trabajadores, la agitación intelectual alentada por el Siglo de las Luces y el ejemplo de la guerra de la Independencia estadounidense.
Con este trabajo pretendemos que muchos de los factores que hicieron posibles la revolución francesa, queden aún más claros de lo que hoy en día lo están.
Finalmente creemos que hay que tener muy en cuenta que si no hubiera sido posible la revolución francesa, hoy en día no gozaríamos de vivir en un país regido por una democracia, ya que obviamente esta revolución fue el primer paso que dieron los hombres para que se tengan en cuenta sus derechos como personas y deberes como un ciudadano.
FRANCIA AL BORDE DE UNA REVOLUCIÓN
Una revolución, que es un cambio de clase dirigente, puede ser consecuencia de un fracaso de los dirigentes: de excesos de injusticias, miseria o derrota militar. Más algunas de las revoluciones son desencadenadas por la dimisión de una aristocracia que no cree ya en sí misma ni en sus propios derechos. En 1788, Francia era el Estado más poderoso de Europa. Tenía veintiséis millones de habitantes, o sea un 16% de la población total del continente, en una época en la que Gran Bretaña contaba con apenas doce millones y Prusia ocho. Francia acababa de ganar la guerra de América; su prestigio militar y naval no había sido tan grande jamás.
Las victorias de los ejércitos revolucionarios serían debidas no sólo a la admirable energía del Comité de salud pública, sino a la fuerza latente de la nación y a los instrumentos legados por el antiguo régimen.
Sin embargo Francia rebosaba descontento, y su gobierno había perdido toda autoridad, porque la antigua constitución ya no funcionaba.
¿Podía el rey convocar a los Estados Generales? Sí, pero desde 1614 no los había convocado. ¿Podía el Parlamento hacer respetar la costumbre? Sí, pero el parlamento se había convertido en defensor de los privilegiados. La nación no era disconforme a la monarquía. Era la monarquía quien en otro tiempo, había reformado los abusos y dominado a los señores feudales y quien había hecho la unidad de Francia.
El país ponía toda la esperanza en el Rey, a condición de que el Rey tomara partido por el país.
El feudalismo había dejado a las parroquias y las aldeas más libertad que los Intendentes. La gabela, la taille y demás impuestos eran pretexto para una constante fiscalización, producía horror al campesino francés.
Todos los franceses aclamaban al rey, pero al protector, no al explotador.
Las supervivencias feudales no eran ya toleradas por la opinión pública. La exención de impuestos había sido antaño otorgada a la nobleza a cambio de sus servicios militares. Pero hacía ya largo tiempo que el señor no defendía militarmente sus dominios. Desde que vivía en Versalles, había, incluso, dejado de administrarlos. En 1789 los nobles ricos y poderosos no residían ya en sus tierras; los que vivían en ellas eran pobres y despreciados por los Administradores. En Inglaterra, los grandes señores, los jefes políticos del país, colaboraban con la burguesía. En Francia muchos burgueses eran más ricos que los gentileshombres; habían leído los mismos libros y recibido la misma educación; las dos clases usaban el mismo vocabulario y hablaban sin tasa de la “sensibilidad” de “virtud”; más a pesar de esta identidad ideológica; subsistía entre ellos una profunda desigualdad social, que ya no era aceptada.
CÓMO EMPEZÓ LA REVOLUCIÓN FRANCESA
La revolución francesa no empezó por un tumulto, sino por un idilio. Al anunciar Necker el 1º de enero de 1789 que el Rey convocaba los Estados Generales, concediendo al Tercer Estado una doble representación, la noticia fue acogida con entusiasmo enternecido y la bondad de Su Majestad Luis XVI hizo verter “torrentes de lágrimas”. Robespierre, abogado de Arrás y honorable burgués, hablaba de Luis XVI como de un hombre oportuno predestinado por el cielo para dar cima a una revolución. Más las ideas eran menos claras que vivos los sentimientos. ¿Se votaría por órdenes o por cabezas? El ministro no había dicho nada de esto. De votarse por órdenes todos los efectos de la doble representación quedarían anulados. ¿Y qué significaba una consulta electoral en un país sin educación política? A falta de candidatos y de profesiones de fe, se pidió a los electores que fueran quienes redactaran los programas, en forma de cuadernos (Cahiers)
Algunos folletos les daban advertencias y consejos. El más célebre fue el de abate Sièyes, sacerdote agriado, frío, razonable. “¿Qué es el Tercer Estado? Todo. ¿Qué ha sido hasta el presente? Nada. ¿Qué quiere ser en adelante? Algo.” Este folleto conoció un éxito entusiasta y se vendieron 30000 ejemplares.
A pesar de que los tres estados estaban de acuerdo en que la estabilidad de la nación requería una transformación fundamental de la situación, los exámenes estamentales imposibilitaron la unidad de acción en los Estados Generales, que se reunieron en Versalles el 5 de mayo de 1789. Las delegaciones que representaban a los estamentos privilegiados de la sociedad francesa se enfrentaron inmediatamente a la cámara rechazando los nuevos métodos de votación presentados. El objetivo de tales propuestas era conseguir el voto por individuo y no por estamento, con lo que el tercer estado, que disponía del mayor número de representantes, podría controlar los Estados Generales.
A partir del 15 de mayo, una docena de sacerdotes demócratas respondieron a esta llamada; en unión de ellos, los diputados del Tercer Estado se proclamaron en Asamblea Nacional (17 de junio)
Esta Asamblea ilegal esperó ser disuelta desde el primer día, pero no lo fue. La asamblea juró no separarse jamás y reunirse en cualquier parte donde las circunstancias lo exigieran hasta que la Constitución estuviese firmada sobre sólidos cimientos.
La toma de la Bastilla es uno de los acontecimientos de los que no es fácil ni siquiera equitativo hablar objetivamente. Una vez tomada la Bastilla, el gobernador y otros soldados fueron asesinados cuando ya estaban indefensos. El efecto de la toma de la fortaleza fue prodigioso. Inmediatamente el pueblo conoció toda su fuerza. Robespierre resumió así el balance de la jornada: “La libertad pública conquistada, poca sangre vertida, sin duda alguna cabezas caídas, pero cabezas de culpables..... ¡Oh señores; a este motín debe la nación su libertad!” el 14 de julio de 1789 había sido, pues, la primera de las grandes “jornadas revolucionarias”, dramas rápidos que cada vez, en pocas horas de levantamiento o motín parisiense, debían cambiar la faz de Francia.
El 14 de julio, el rey cazó durante todo el día; después fatigado se fue a acostar. El día 15, por la mañana, el Duque de Liancourt le despertó para anunciarle lo que ocurría. “¿Es una revuelta?”, preguntó Luis XVI. “No, Sire; es una revolución”. El rey prometió retirar las tropas; la monarquía renunciaba a defenderse. La Asamblea se sintió, ante todo, consternada; en una gran mayoría era burguesa, opuesta a toda violencia. Desbordada, cerró el paso a las multitudes de París, que ahora se encaminaban a la Bastilla para demolerla. El astrónomo Bailly, héroe del juego de la Pelota, fue nombrado alcalde de París, y La Fayette, héroe del Yorktown, se puso al mando de la guardia Nacional. El 17 de julio, Luis XVI fue a París, acudió al Hôtel de Ville y recibió la escarapela tricolor. Aceptaba, por lo tanto, La Revolución, pero sin inteligencia y sin entusiasmo, de modo que no sacó ningún beneficio de su actitud.
La multitud colgó “de la linterna”, sin juicio, al consejero de Estado Foulon, encargado del abastecimiento de París. En las provincias los municipios se esforzaron, por asegurar una trancisión ordenada y pacífica. Más dos temores engendraron pronto lo que se llamó “el gran miedo”; uno de ellos, fue el temor del hambre, porque los trigos no circulaban por el país; el otro fue el temor de los bandidos.
En la noche del 4 de agosto, en la Asamblea, el Vizconde de Noailles, uno de los compañeros de La Fayette en América, afirmó que siendo el único motivo de esta agitación el mantenimiento de los derechos feudales, el único medio de hacerla cesar era abolirlos. La Asamblea aplaudió con delirio a este joven que así adhería al Evangelio del Tercer Estado; los diputados lloraban y se abrazaban. En el entusiasmo de esta sesión cada uno quería renunciar a algo: a la caza, a los placeres, a las frivolidades. El Tercer Estado se declaró enternecido por esta “orgía de generosidad” de los privilegiados. Y en efecto, el 4 de agosto fue un día
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