Romanticismo Español
Isabel030429 de Septiembre de 2012
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Ensayo
Ambiente romántico
Pocas veces habrá habido una compenetración tan perfecta, tan profunda, como la
que existió entre nuestra literatura romántica y su tiempo. El arte, en su manifestación
escrita, es el espejo a donde van a mirarse las ideas, los hechos y las costumbres de cada
país, es decir, su historia sublime y vulgar. Este espejo tiene la virtud mágica de
mostrarnos las cosas tal como son ellas de por sí o de cambiarlas al través del prisma del
humorismo, de la sátira o de la ironía.La literatura romántica no sólo impuso a sus autores un estilo de vida que rimase
con los principios estéticos que observaban en sus obras, sino que extendió esta
compenetración y afinidad a la sociedad misma. Que los poetas sean desarreglados,
ignorantones, sucios y melenudos, no debe de sorprendernos, puesto que el arte que
cultivaban nada tenía de ordenado, ni de culto, ni de pulcra espiritualidad. ¿Es que el
escepticismo y el pesimismo no son como greñas del espíritu? Si la vida y carácter de
un escritor influyen de manera decisiva en sus escritos, a una poesía sentimental hasta
pecar de sensiblera, reñida con la luz y el aire por lo sombrío de sus ideas y lo
enfermizo de sus afectos, ha de corresponder forzosamente una psicología delicuescente
y vaga, unos gustos lúgubres, unas melenas mal cuidadas y un vestir desastrado. Tal arte
tal artista. Pero no es tan natural que esta relación alcance también al público, y que sus
inclinaciones, maneras, ideología y sentimientos sean los que corresponden a lo
característico y fundamental de su literatura coetánea.
En medio de una sociedad inteligente, aristocrática en sus aficiones y costumbres,
amiga de ir siempre a la moda, vestida por el mejor sastre y la modista de gusto más
exquisito; en una nación muy ordenada, con buenos gobiernos, austera administración y
vigoroso y temible ejército; en una ciudad de amplias calles, excelente alumbrado y
buen pavimento, fondas limpias y arregladas, hermosos y cómodos teatros y casas
higiénicas, soleadas, luminosas, nuestra literatura romántica no habría podido
desenvolverse y prosperar como lo hizo entre nosotros. Diríase que el ambiente estaba
dispuesto para recibirla y que todas las cosas conspiraban a la floración brillante y
juvenil del romanticismo.
¿Qué aspecto presenta Madrid en estos días? ¿Cómo vive la gente y en qué forma
distrae sus ocios? ¿Qué tal marcha la política? ¿Dónde se reúne la flor y nata de la
intelectualidad y de la aristocracia y cuáles son sus gustos? Esta rápida ojeada no va a
tener otro objeto que situar el arte literario en su verdadero elemento, y notar de paso la
mutua correspondencia que se establece entre la literatura, sus representantes y el
público.
La corte de España nos da la impresión de un país pobre y desaseado. Calles mal
empedradas o sin empedrar y de edificios sucios y desiguales. Unas luces mortecinas y
bastante distanciadas entre sí, alumbran la calle de Alcalá. Las Calatravas aparecen
circuidas de casas muy modestas, todo lo más de dos pisos. Puertas claveteadas, con
buenas trancas y cerrojos, y ventanas con gruesos barrotes de hierro. No se olvide que
estamos en los tiempos de José María, el Tempranillo, de Jaime, el Barbudo y de los
Siete Niños de Écija.
En los zaguanes de estas viviendas, oscuros, sombríos y apestosos, están los
urinarios y el basurero. Las escaleras pronas, crujientes y llenas de polvo, débilmente
iluminadas por la claridad que entra de la calle y sumidas desde el atardecer en la
semipenumbra medrosa de un quinqué o de un candil. ¿Dónde encontrar la alegría en
estas casas, ni el optimismo jocundo y alentador? Las celosías de las ventanas
entorpecen el paso de la luz y del aire. Los pasillos tétricos y mal ventilados tienen la
culpa de que la atmósfera sea densa y agria. No se conoce aún el entarimado o al menos
es poco frecuente. Para solar las habitaciones se usa el ladrillo, que aparece como
cubierto de un polvillo rojo. Las casas antiguas se reducen a dos o tres aposentos
grandes y destartalados y a varios callejones sin fin. En las nuevas los cuartos son muy
mezquinos, hasta el punto de que apenas si caben los muebles. Los vidrios del balcón, unidos por plomos, no pueden ser ni más feos, ni más pequeños, ni más irregulares. En
estas casas de vecindad vive el tendero de la calle de Postas, y el tablajero de la del Pez,
y el covachuelista que escribe memoriales, y el actor o autor de compañías, como se
decía entonces, y el cesante, con la levita un poco raída por los codos, y la ancha y
negra corbata deshilachada, y el rostro famélico, grave, taciturno, y el prendero, y la
patrona, y el clérigo, y el guardia de corps, y el que vende bujerías, perfumes y
cosméticos en un portal de la calle de Carretas o de la Plaza del Ángel.
Llegada la noche, que tiene no sé qué de siniestra bajo el trémulo y desvaído
alumbrado de las calles, los transeúntes de levita y chistera cruzan como sombras de una
a otra parte. Y no siempre, dicho sea en obsequio de la verdad, con el paso sosegado y
firme de quien nada teme, ni nada malo espera1. Una mocería ensoberbecida por la
indisciplina social reinante, y sobre todo por el entredicho que la tiranía ha puesto al
pensamiento cuantas veces trata de exteriorizarse mediante la palabra escrita, desfogará
su juvenil irritación de un modo extraño y pintoresco: rompiendo faroles y dando
aldabonazos en las puertas. La semioscuridad en que está sumida la Villa y Corte a estas
horas de la noche y la falta de vigilancia, pues sólo unos inofensivos serenos cuidan del
orden, facilitan la audacia. Si median unos metros de distancia entre los noctámbulos
transeúntes, su forma física tomará cierto aspecto fantasmal o ilusorio. Los jóvenes, que
no son unos desarrapados precisamente, sino concomitantes de las Musas o dados a la
oscura actividad política de la demagogia, se encararán con el primer farol que hallen al
paso, y tras un juicio sumarísimo en el que se derrochará el ingenio a manta de Dios,
unas piedras lanzadas con alevosa puntería darán al traste con la macilenta luz y su
tosco recipiente de cristal. Los fuertes, briosos aldabonazos en las puertas cerradas o
entreabiertas, si la hora elegida para la travesura está lindante con el anochecer, serán
digno remate o colofón del terrible fusilamiento2. ¡Nada hay nuevo bajo el sol! Lo
mismo hacían con ligeras variantes, los jóvenes disolutos de Londres, en los últimos
años del reinado de Carlos II, según nos cuenta lord Macaulay.
Algo había contribuido Carlos III a mejorar la fisonomía de Madrid. Pero el ritmo
de esta evolución de la salubridad y embellecimiento urbanos, de suyo lento, tenía que
vencer todavía la indiferencia o insensibilidad del público ignaro, cuando no su propia
repulsa. La luz, que es el principal hechizo de las cosas, ya provenga de dentro como
parte integrante de ellas, ya sea ornato y alegría de lo formal y externo, apenas tenía
sino miserables y esporádicas manifestaciones en el conjunto de la vida madrileña. Allí
donde la naturaleza de un modo ciego, espontáneo y desinteresado no lleva su riente
claridad, su colorido lujurioso, exuberante, el hombre se resigna y es un nuevo Trofonio
en la oscuridad soterrada y profunda. Calles angostas, pinas, umbrías, de arbitrario
trazado. Unas losas mezquinas, con grietas y resquebrajaduras, sirven de aceras. Viejos
caserones pintarrajeados de amarillo o de un tono gris, pizarroso, cuando no de un
pardusco indefinido. Casas achaparradas, con graves desportillados en las esquinas o el
arimez. Ventanucas y luceras hostiles a la luz del sol. Cristales rotos, remediado el
desperfecto con cartones o papeles unidos por obleas. Unos farolillos de enfermiza luz,
muy distanciados entre sí a lo largo de la calle. Tenebrosos, patéticos portales en los que
en pleno día casi, se puede decir que hay que entrar a tientas, y de los que sale una agria
tuforada de humedad e inmundicia. Conventos de la Trinidad, de la Merced, de San
Agustín, de paredes sucias, desaseadas, con erosiones que atestiguan la acción
inexorable de los años. Sólo en la Carrera de San Jerónimo, punto de cita de todo
Madrid, tenemos fronteros, los siguientes: el del Buen Suceso y el de la Victoria, las
Monjas de Pinto y los Italianos, y ya más adentrado en la calle, el Espíritu Santo. La sociedad española de estos tiempos es santurrona, mendaz, conculcadora de los
preceptos evangélicos aunque exteriormente alardee de arraigadas creencias religiosas.
Las actividades, los negocios, el comercio en una palabra, concuerda con el aspecto
miserando de la ciudad. Modestas abacerías, de toscos anaqueles o estantes, se
instalarán en los tétricos zaguanes de las casas, y tiendas de tejidos no mal abastadas de
crespones, rasos, encajes, organdíes, popelines, mazandrán, paliacats, gros de Nápoles,
barabin, terciopelo punzó, guirindolas, lustrina Zaz de Saint-Cir, alepín y ante, que
satisfarán los caprichos
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