Tareas De Historia
2314524 de Noviembre de 2012
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Cuerpo místico / cuerpo erótico:
Las buenas conciencias y la crítica
a los valores católico-burgueses
Maria Aparecida da Silva
masilva@domain.com.br
Facultad de Letras de la Universidad Federal de Rio de Janeiro
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Por su tendencia realista, opuesta al tono alucinante (lingüístico y temático) de Los días enmascarados y La región más transparente, la novela Las buenas conciencias1 (1959) sigue siendo un inesperado anacronismo en el conjunto de narrativas ficcionales de Carlos Fuentes, a pesar de la reiterada explicación de los motivos que llevaron al autor a imitar el estilo de Benito Pérez Galdós: “Yo no puedo hablar de la misma manera de la cultura recoleta, católica, provinciana de Guanajuato, que de otra marcada por el por-art, el consumo y los medios de información.”2
Acostumbrados a la desordenada confluencia de tiempos y espacios característica de sus primeros relatos -parte del proceso definido por Fuentes como ficcionalización total-, público y crítica se sorprendieron de la linealidad impuesta al texto como plasmación de un mundo interiorano que sólo puede expresarse “en estas formas muy siglo XIX” (Harss & Dohmann, p. 365). Además, Fuentes había ya identificado en la prosa galdosiana la anticipación de algunas de las técnicas practicadas por los nuevos narradores hispanoamericanos, como, por ejemplo, la intratextualidad, visto que en los relatos del escritor español se repiten con frecuencia episodios y personajes de sus obras precedentes. Esto significa, como advirtió Torrente Ballester (1969, p. 427), que a las figuras concebidas por Pérez Galdós no les rige una ley particular, en una especie de astronomía interior, sino una ley que les impone el autor desde afuera, transformado éste, en fin, en testigo que persigue a sus propios personajes, examinando y apuntando los datos de la realidad. Al igual que Pérez Galdós, Fuentes buscó conferir a Las buenas conciencias la misma dimensión social que se forja en la profunda relación de los personajes con su tiempo. También la minucia en la presentación ambiental contribuye para la manifestación de la personalidad espiritual de los caracteres, que adquieren “individualidad concreta a través de un gesto, de una pasión, de un vicio o de un dolor.” (Torrente Ballester, p. 83)
En Las buenas conciencias, sin embargo, las convergencias y divergencias de estilo equivalen. Al contrario de Pérez Galdós, bastante influenciado por el naturalismo y el cientificismo finiseculares, Fuentes refrena la tendencia al agotamiento descriptivo, alcanzando así la síntesis y la intuición de lo esencial, por lo general ausentes, según los críticos, de las obras del escritor español. En Pérez Galdós, una sutil ironía, que encuentra en el uso del lenguaje popular una de sus más ricas expresiones, ameniza el tono de indignación que asume el narrador al tratar de ciertas deformaciones de los hábitos y de las pasiones humanas, el amor entre ellas, visto más bien como perversión que como sentimiento. Fuentes buscó imprimir en Las buenas conciencias este mismo tono irónico cuando, siguiendo el ejemplo del escritor realista, satiriza el determinismo que parece condicionar la vida de la gran mayoría de sus personajes, casi siempre nacidos en fechas no muy gloriosas para la historia nacional. Pero reflejando la influencia de los esquemas narrativos de sus dos primeros libros, en los que predomina, como en Rulfo, el estilo confesional, Fuentes no exime al narrador en tercera persona de una complicidad con relación al destino de los protagonistas, recreando así la tensión derivada de la confrontación entre la tentativa de distanciamiento crítico y la necesidad de participación en la angustiante búsqueda de la verdad personal dentro de un anquilosado orden social. Tanto para Pérez Galdós como para Fuentes, el gran centro de interés narrativo es la evolución de la pequeña burguesía, en tanto que elemento actuante y transformador dentro de un determinado período de la Historia nacional. Sin embargo, la Guanajuato de Fuentes poco tiene que ver con el bullicioso mundo de transición madrileño captado por Pérez Galdós. En Las buenas conciencias, la pequeña ciudad de antaño aparece, en verdad, como que salida de las páginas del realista José María Pereda o del modernista Jacinto Benavente, cuyas obras retratan la cristalización de la vida provinciana, “donde lo inalterable y lo inmóvil se han convertido en lo bueno” y donde inmediatamente “se juzga malo todo lo que vive, lo que se mueve no porque viva o se mueva, sino porque amenaza conmover y destruir las formas de vida respetadas.” (Torrente Ballester, p. 86)
El gran mérito del autor mexicano fue saber adaptar la especialísima doble concepción galdosiana de un inconsciente individual y un inconsciente colectivo, la cual, imbuida de un “cervantismo de fondo”3, refleja a través de nuevo prisma el eterno conflicto entre la dinámica de la fantasía personal y el marasmo de valores y normas sociales que (pre)moldan la realidad. Se comprende así el porqué de la dedicatoria dirigida a Luis Buñuel -“gran destructor de conciencias tranquilas”-, bien como la función mediadora de los epígrafes, citas de las obras de Søren Kierkegaard y Emmanuel Mounier, que prenuncian la crisis del individualismo y la condena al fracaso como temas nodales del relato.4
En una Guanajuato que es para México lo que Flandes representa para Europa (“el cogollo, la esencia de un estilo, la casticidad exacta”) y cuyos habitantes son “mochos laicos” capaces “de servir a la iglesia más oportuna” desde que ésta les pueda garantizar “la mejor administración práctica de la ‘voluntad general’ teórica” (LBC, p. 14-5), se delinea un conflicto irresoluble desencadenado en la figura del joven protagonista Jaime Ceballos, el mismo personaje que, ya entonces en edad adulta, abogado y novio de Betina Régules, frecuenta los meetings nocturnos de La región más transparente y que vuelve a actuar, ya casado, en las extravagantes fiestas promovidas por Artemio Cruz. Un doble y contradictorio movimiento de rechazo y protección exagerada marca, como un estigma, la presencia de Jaime en el clan de los Ceballos, la pobre familia de inmigrantes madrileños que hacia 1852 logra instalar en la ciudad su tienda de “paños”. Habiendo ambos patriarcas Higino y Pepe curiosamente fallecido en fatídicas fechas (el primero, el día en que Maximiliano pisa tierras veracruzanas; el segundo, el día del asesinato del revolucionario Aquiles Serdán, el más notable dirigente maderista), pasa a las manos del marido de la heredera Asunción Ceballos -el guachupín5 Barcácel del Moral- la responsabilidad de preservar el status alcanzado por la familia a lo largo de los años, no sin algunos estorbos y buena dosis de ilegalidad como, por ejemplo, la compra, bajo la protección del régimen porfirista, de grandes extensiones de tierra usurpadas de los labriegos, por lo general indios sin títulos de propiedad. El niño vendría a nacer bajo el signo de una orfandad camuflada: angustiada e impotente ante la fuerza opresora de los valores de la burguesía provinciana, Adelina abandona al marido; Rodolfo mantiene, a su vez, una proximidad desobligada que señala el abandono simbólico del hijo, cuya educación deposita ciegamente en las manos de los tíos (y tambiém padrinos) del niño. Con el traslado definitivo de Asunción y Barcácel a la casa de Jardín Morelos, se inicia la invasión física y psíquica del restricto mundo de Jaime, moldeado por “interesada devoción” y una “normatividad farisaica”.
Diferentemente de Pérez Galdós, Fuentes no centra el punto de interés de la obra en la infancia del protagonista, época considerada por el escritor español como una edad de inocencia y redención, lo que justifica la muerte prematura de algunos de sus más importantes personajes, en general niños enfermos y débiles6. Para poder expresar en Las buenas conciencias la confrontación entre la formación de una identidad individual y la acción unificadora y alienante de los valores católico-burgueses, Fuentes nos presenta a un Jaime Ceballos en plena adolescencia, dividido entre la obediencia y la rebeldía al enterarse de la existencia de otra realidad, que se le revela en el desconcertador descubrimiento del propio cuerpo y de la sexualidad. En esa especie de fase fálica, como sin duda la denominaría Freud7, el joven comienza a interrogarse acerca de la legitimidad de los valores que le había impuesto la autoridad patriarcal del tío, para quien, según su concepción maniqueísta del mundo, buenos eran todos aquellos que pensaban como él. Con Barcácel, Jaime aprende desde luego que debe venerar la tradición y el buen nombre de los Ceballos, “paradigma de caballeros... de gente decente”, y que “la familia y la religión son los tesoros del hombre” (LBC, p. 41). Pero también muy temprano percibe la hipocresía que, en la práctica, anula la intención edificante de esos preceptos morales. Pasa a odiar este apellido, en cuya raíz cebar parece identificar el destino que le han reservado.
A los trece años enfrenta su primer crisis de identidad, que se manifiesta de forma sugestiva durante los tres días de la Semana Santa. En el viernes de la Pasión, entre las festividades que animan la Procesión del Señor, representación clásica de la reconciliación de las partes y del todo (Bossy, 1990, p. 91), Jaime ve y siente algo distinto al contemplar la imagen del gran Cristo
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