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Abel Sanchez


Enviado por   •  25 de Septiembre de 2013  •  27.833 Palabras (112 Páginas)  •  503 Visitas

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ABEL SÁNCHEZ

UNA HISTORIA DE PASIÓN

Miguel de Unamuno

Al morir Joaquín Monegro encontróse entre sus papeles

una especie de Memoria de la sombría pasión que le

hubo devorado en vida. Entremézclanse en este relato

fragmentos tomados de esa confesión ––así la rotuló––,

y que vienen a ser al modo de comentario que se

hacía Joaquín a sí mismo de su propia dolencia.

Esos fragmentos van entrecomillados. La Confesión

iba dirigida a su hija:

PRÓLOGO A ESTA SEGUNDA EDICIÓN

Al corregir las pruebas de esta segunda edición de mi Abel Sánchez: Una historia

de pasión -acaso estaría mejor: historia de una pasión- y corregirlas aquí, en el

destierro fronterizo, a la vista pero fuera de mi dolorosa España, he sentido revivir

en mí todas las congojas patrióticas de que quise librarme al escribir esta historia

congojosa. Historia que no había querido volver a leer.

La primera edición de esta novela no tuvo en un principio, dentro de España, buen

suceso. Perjudicóle, sin duda, una lóbrega y tétrica portada alegórica que me

empeñé en dibujar y colorear yo mismo; pero perjudicóle acaso más la tétrica

lobreguez del relato mismo. El público no gusta que se llegue con el escalpelo a

hediondas simas del alma humana y que se haga saltar pus.

Sin embargo, esta novela, traducida al italiano, al alemán y al holandés, obtuvo

muy buen suceso en los países en que se piensa y siente en estas lenguas. Y empezó

a tenerlo en los de nuestra lengua española. Sobre todo después que el joven crítico

José A. Balseiro en el tomo II de El vigía le dedicó un agudo ensayo. De tal modo

que se ha hecho precisa esta segunda edición.

Un joven norteamericano que prepara una tesis de doctorado sobre mi obra

literaria me escribía hace poco preguntándome si saqué esta historia del Caín de lord

Byron, y tuve que contestarle que yo no he sacado mis ficciones novelescas -o

nivolescas- de libros, sino de la vida social que siento y sufro -y gozo- en tomo mío y

de mi propia vida. Todos los personajes que crea un autor, si los crea con vida;

todas las criaturas de un poeta, aun las más contradictorias entre sí -y

contradictorias en sí misma~, son hijas naturales y legítimas de su autor -¡feliz si

autor de sus siglos!-, son partes de él.

Al final de su vida atormentada, cuando se iba a morir, decía mi pobre Joaquín

Monegro: «¿Por qué nací en tierra de odios? En tierra en que el precepto parece ser:

“Odia a tu prójimo como a ti mismo.” Porque he vivido odiándome; porque aquí

todos vivimos odiándonos. Pero... traed al niño.» y al volver a oírle a mi Joaquín esas

palabras, por segunda vez y al cabo de los años -¡Y qué años!- que separan estas

dos ediciones, he sentido todo el horror de la calentura de la lepra nacional española,

y me he dicho: «Pero... traed al niño.» Porque aquí, en esta mi nativa tierra vasca -

francesa o española es igual- a la que he vuelto de largo asiento después de treinta y

cuatro años que salí de ella, estoy reviviendo mi niñez. No hace tres meses escribía

aquí:

Si pudiera recogerme del camino

y hacerme uno de entre tantos como he sido;

si pudiera al cabo darte, Señor mío,

el que en mí pusiste cuando yo era niño...!

Pero ¡qué trágica mi experiencia de la vida española! Salvador de Madariaga,

comparando ingleses, franceses y españoles, dice que en el reparto de los vicios

capitales de que todos padecemos, al inglés le tocó más hipocresía que a los otros

dos, al francés más avaricia y al español más envidia. Y esta terrible envidia,

phthonos de los griegos, pueblo democrático y más bien demagógico, como el

español, ha sido el fermento de la vida social española. Lo supo acaso mejor que

nadie Quevedo; lo supo fray Luis de León. Acaso la soberbia de Felipe II no fue más

que envidia. «La envidia nació en Cataluña», me decía una vez Cambó en la plaza

Mayor de Salamanca. ¿Por qué no en España? Toda esa apestosa enemiga de los

neutros, de los hombres de sus casas, contra los políticos, ¿qué es sino envidia? ¿De

dónde nació la vieja Inquisición, hoy rediviva?

Y al fin la envidia que yo traté de mostrar en el alma de mi Joaquín Monegro es

una envidia trágica, una envidia que se defiende, una envidia que podría llamarse

angélica; pero, ¿y esa otra envidia hipócrita, solapada, abyecta, que está devorando

a lo más indefenso del alma de nuestro pueblo?, ¿esa envidia colectiva?, ¿la envidia

del auditorio que va al teatro a aplaudir las burlas a lo que es más exquisito o más

profundo?

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