Abel Sanchez, Una historia de pasión
sofiabfiorito25 de Septiembre de 2013
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ABEL SÁNCHEZ
UNA HISTORIA DE PASIÓN
Miguel de Unamuno
Al morir Joaquín Monegro encontróse entre sus papeles
una especie de Memoria de la sombría pasión que le
hubo devorado en vida. Entremézclanse en este relato
fragmentos tomados de esa confesión ––así la rotuló––,
y que vienen a ser al modo de comentario que se
hacía Joaquín a sí mismo de su propia dolencia.
Esos fragmentos van entrecomillados. La Confesión
iba dirigida a su hija:
PRÓLOGO A ESTA SEGUNDA EDICIÓN
Al corregir las pruebas de esta segunda edición de mi Abel Sánchez: Una historia
de pasión -acaso estaría mejor: historia de una pasión- y corregirlas aquí, en el
destierro fronterizo, a la vista pero fuera de mi dolorosa España, he sentido revivir
en mí todas las congojas patrióticas de que quise librarme al escribir esta historia
congojosa. Historia que no había querido volver a leer.
La primera edición de esta novela no tuvo en un principio, dentro de España, buen
suceso. Perjudicóle, sin duda, una lóbrega y tétrica portada alegórica que me
empeñé en dibujar y colorear yo mismo; pero perjudicóle acaso más la tétrica
lobreguez del relato mismo. El público no gusta que se llegue con el escalpelo a
hediondas simas del alma humana y que se haga saltar pus.
Sin embargo, esta novela, traducida al italiano, al alemán y al holandés, obtuvo
muy buen suceso en los países en que se piensa y siente en estas lenguas. Y empezó
a tenerlo en los de nuestra lengua española. Sobre todo después que el joven crítico
José A. Balseiro en el tomo II de El vigía le dedicó un agudo ensayo. De tal modo
que se ha hecho precisa esta segunda edición.
Un joven norteamericano que prepara una tesis de doctorado sobre mi obra
literaria me escribía hace poco preguntándome si saqué esta historia del Caín de lord
Byron, y tuve que contestarle que yo no he sacado mis ficciones novelescas -o
nivolescas- de libros, sino de la vida social que siento y sufro -y gozo- en tomo mío y
de mi propia vida. Todos los personajes que crea un autor, si los crea con vida;
todas las criaturas de un poeta, aun las más contradictorias entre sí -y
contradictorias en sí misma~, son hijas naturales y legítimas de su autor -¡feliz si
autor de sus siglos!-, son partes de él.
Al final de su vida atormentada, cuando se iba a morir, decía mi pobre Joaquín
Monegro: «¿Por qué nací en tierra de odios? En tierra en que el precepto parece ser:
“Odia a tu prójimo como a ti mismo.” Porque he vivido odiándome; porque aquí
todos vivimos odiándonos. Pero... traed al niño.» y al volver a oírle a mi Joaquín esas
palabras, por segunda vez y al cabo de los años -¡Y qué años!- que separan estas
dos ediciones, he sentido todo el horror de la calentura de la lepra nacional española,
y me he dicho: «Pero... traed al niño.» Porque aquí, en esta mi nativa tierra vasca -
francesa o española es igual- a la que he vuelto de largo asiento después de treinta y
cuatro años que salí de ella, estoy reviviendo mi niñez. No hace tres meses escribía
aquí:
Si pudiera recogerme del camino
y hacerme uno de entre tantos como he sido;
si pudiera al cabo darte, Señor mío,
el que en mí pusiste cuando yo era niño...!
Pero ¡qué trágica mi experiencia de la vida española! Salvador de Madariaga,
comparando ingleses, franceses y españoles, dice que en el reparto de los vicios
capitales de que todos padecemos, al inglés le tocó más hipocresía que a los otros
dos, al francés más avaricia y al español más envidia. Y esta terrible envidia,
phthonos de los griegos, pueblo democrático y más bien demagógico, como el
español, ha sido el fermento de la vida social española. Lo supo acaso mejor que
nadie Quevedo; lo supo fray Luis de León. Acaso la soberbia de Felipe II no fue más
que envidia. «La envidia nació en Cataluña», me decía una vez Cambó en la plaza
Mayor de Salamanca. ¿Por qué no en España? Toda esa apestosa enemiga de los
neutros, de los hombres de sus casas, contra los políticos, ¿qué es sino envidia? ¿De
dónde nació la vieja Inquisición, hoy rediviva?
Y al fin la envidia que yo traté de mostrar en el alma de mi Joaquín Monegro es
una envidia trágica, una envidia que se defiende, una envidia que podría llamarse
angélica; pero, ¿y esa otra envidia hipócrita, solapada, abyecta, que está devorando
a lo más indefenso del alma de nuestro pueblo?, ¿esa envidia colectiva?, ¿la envidia
del auditorio que va al teatro a aplaudir las burlas a lo que es más exquisito o más
profundo?
En estos años que separan las dos ediciones de esta mi historia de una pasión
trágica -la más trágica acaso-, he sentido enconarse la lepra nacional y en estos
cerca de cinco años que he tenido que vivir fuera de mi España he sentido cómo la
vieja envidia tradicional -y tradicionalista- española, la castiza, la que agrió las
gracias de Quevedo y las de Larra, ha llegado a constituir una especie de partidillo
político, aunque, como todo lo vergonzante e hipócrita, desmedrado; he visto a la
envidia constituir juntas defensivas, la he visto revolverse contra toda natural
superioridad. y ahora, al releer, por primera vez, mi Abel Sánchez para corregir las
pruebas de esta su segunda -y espero que no última - edición, he sentido la grandeza
de la pasión de mi Joaquín Monegro y cuán superior es, moralmente, a todos los
Abeles. No es Caín lo malo; lo malo son los cainitas. y los abelitas.
Mas como no quiero hurgar en viejas tristezas, en tristezas de viejo régimen -no
más tristes que las del llamado nuevo- termino este prólogo escrito en el destierro,
pero a la vista de mi España, diciendo con mi pobre Joaquín Monegro: «¡Pero... traed
al niño!»
MIGUEL DE UNAMUNO.
En Hendaya. el 14 de julio de 1928.
I
No recordaban Abel Sánchez y Joaquín Monegro desde cuándo se conocían. Eran
conocidos desde antes de la niñez, desde su primera infancia, pues sus dos sendas
nodrizas se juntaban y los juntaban cuando aún ellos no sabían hablar. Aprendió
cada uno de ellos a conocerse conociendo al otro. Y así vivieron y se hicieron juntos
amigos desde nacimiento, casi más bien hermanos de crianza. En sus paseos, en sus
juegos, en sus otras amistades comunes, parecía dominar e iniciarlo todo Joaquín, el
más voluntarioso; pero era Abel quien, pareciendo ceder, hacía la suya siempre. Yes
que le importaba más no obedecer que mandar. Casi nunca reñían. «¡Por mí como tú
quieras...!», le decía Abel a Joaquín, y este se exasperaba a las veces porque con
aquel «¡como tú quieras... !» esquivaba las disputas.
-¡Nunca me dices que no! -exclamaba Joaquín.
-¿ Y para qué? -respondía el otro. -
-Bueno, este no quiere que vayamos al Pinar -dijo una vez aquel, cuando varios
compañeros se disponían a un paseo.
-¿Yo? ¡pues no he de quererlo...! -exclamó Abel-. Sí, hombre, sí; como tú quieras.
¡Vamos allá!
-¡No, como yo quiera, no! ¡Ya te he dicho otras veces que no! ¡Como yo quiera no!
¡Tú no quieres ir!
-Que sí, hombre...
-Pues entonces no lo quiero yo...
-Ni yo tampoco...
-Eso no vale -gritó ya Joaquín-. ¡O con él o conmigo!
Y todos se fueron con Abel, dejándole a Joaquín solo. Al comentar este en sus
Confesiones tal suceso de la infancia, escribía: «Ya desde entonces era él simpático,
no sabía por qué, y antipático yo, sin que se me alcanzara mejor la causa de ello, y
me dejaban solo. Desde niño me aislaron mis amigos.»
Durante los estudios del bachillerato, que siguieron juntos, Joaquín era el
empollón, el que iba a la caza de los premios, el primero en las aulas y el primero
Abel fuera de ellas, en el patio del Instituto, en la calle, en el campo, en los novillos,
entre los compañeros. Abel era el que hacía reír con sus gracias y, sobre todo,
obtenía triunfos de aplauso por las caricaturas que de los catedráticos hacía.
«Joaquín es mucho más aplicado, pero Abel es más listo... si se pusiera a
estudiar...» Y este juicio común de los compañeros, sabido por Joaquín, no hacía
sino envenenarle el corazón. Llegó a sentir la tentación de descuidar el estudio y
tratar de vencer al otro en el otro campo, pero diciéndose: «¡bah!, qué saben
ellos...», siguió fiel a su propio natural. Además, por más que procuraba aventajar al
otro en ingenio y donosura no lo conseguía. Sus chistes no eran reídos y pasaba por
ser fundamentalmente serio. «Tú eres fúnebre -solía decirle Federico Cuadrado-, tus
chistes son chistes de duelo.»
Concluyeron ambos el bachillerato. Abel se dedicó a ser artista siguiendo el estudio
de la pintura y Joaquín se matriculó en la Facultad de Medicina. Veíanse con
frecuencia y hablaba cada uno al otro de los progresos que en sus respectivos
estudios hacían, empeñándose Joaquín en probarle a Abel que la Medicina era
...