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BAJO LA MISMA ESTRELLA


Enviado por   •  18 de Agosto de 2014  •  4.813 Palabras (20 Páginas)  •  194 Visitas

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A finales del invierno de mi decimoséptimo año de vida, mi madre llegó a la conclusión de que estaba deprimida, segura- mente porque apenas salía de casa, pasaba mucho tiempo en la cama, leía el mismo libro una y otra vez, casi nunca comía y dedicaba buena parte de mi abundante tiempo libre a pen- sar en la muerte. Cuando leemos un folleto sobre el cáncer, una página web o lo que sea, vemos que sistemáticamente incluyen la depresión entre los efectos colaterales del cáncer. Pero en realidad la depre- sión no es un efecto colateral del cáncer. La depresión es un efec- to colateral de estar muriéndose. (El cáncer también es un efecto colateral de estar muriéndose. La verdad es que casi todo lo es.) Aunque mi madre creía que debía someterme a un trata- miento, así que me llevó a mi médico de cabecera, el doctor Jim, que estuvo de acuerdo en que estaba hundida en una depresión total y paralizante, que había que cambiarme la medicación y que además debía asistir todas las semanas a un grupo de apoyo. El grupo de apoyo ponía en escena un elenco cambiante de personajes en diversos estadios de enfermedad tumoral. ¿Por

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qué el elenco era cambiante? Un efecto colateral de estar mu- riéndose. El grupo de apoyo era de lo más deprimente, por supues- to. Se reunía cada miércoles en el sótano de una iglesia epis- copal de piedra con forma de cruz. Nos sentábamos en corro justo en medio de la cruz, donde se habrían unido las dos ta- blas de madera, donde habría estado el corazón de Jesús. Me di cuenta porque Patrick, el líder del grupo de apoyo y la única persona en la sala que tenía más de dieciocho años, hablaba sobre el corazón de Jesús en cada puñetera reunión, y decía que nosotros, como jóvenes supervivientes del cáncer, nos sentábamos justo en el sagrado corazón de Cristo, y todo ese rollo. En el corazón de Dios las cosas funcionaban así: los seis, o siete, o diez chicos que formábamos el grupo entrábamos a pie o en silla de ruedas, echábamos mano a un decrépito surti- do de galletas y limonada, nos sentábamos en el «círculo de la confianza» y escuchábamos a Patrick, que nos contaba por enésima vez la miserable y depresiva historia de su vida: que tuvo cáncer en los huevos y pensaban que se moriría, pero no se murió, y ahora aquí está, todo un adulto en el sótano de una iglesia en la ciudad que ocupa el puesto 137 de la lista de las ciudades más bonitas de Estados Unidos, divorciado, adicto a los videojuegos, casi sin amigos, que a duras penas se gana la vida explotando su pasado cancerígeno, que intenta sacarse po co a poco un máster que no mejorará sus expectativas labo- rales y que espera, como todos nosotros, que caiga sobre él la espada de Damocles y le proporcione el alivio del que se libró hace muchos años, cuando el cáncer le invadió los cojones, pe- ro le dejó lo que solo un alma muy generosa llamaría vida.

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¡Y TAMBIÉN VOSOTROS PODÉIS TENER ESA GRAN SUERTE! Luego nos presentábamos: nombre, edad, diagnóstico y cómo estábamos en ese momento. «Me llamo Hazel —dije cuando me llegó el turno—. Dieciséis años. Al principio tiroi- des, pero hace mucho hizo metástasis en los pulmones. Y es- toy muy bien.» Una vez concluido el círculo, Patrick siempre preguntaba si alguien quería compartir algo. Y entonces empezaban las pajas en grupo, y todo el mundo hablaba de pelear, luchar, vencer, retroceder y hacerse escáneres. Para ser justa con Pa- trick, debo decir que también nos dejaba hablar de la muerte, aunque la mayoría de ellos no estaban muriéndose. La mayo- ría de ellos llegarían a adultos, como Patrick. (Eso implica que había bastante competitividad, porque todo el mundo quería derrotar no solo el cáncer, sino también a las demás personas de la sala. Ya sé que es absurdo, pero es como cuando te dicen que tienes, pongamos por caso, un veinte por ciento de posibilidades de vivir cinco años. Enton- ces entran en juego las matemáticas y calculas que es una po- sibilidad de cada cinco… así que miras a tu alrededor y pien- sas lo que pensaría cualquier persona sana: «Tengo que durar más que cuatro de estos capullos».) Lo único positivo del grupo de apoyo era Isaac, un chico de cara alargada, flacucho y con el pelo rubio y liso cayéndo- le sobre un ojo. Y sus ojos eran el problema. Tenía un extraño y poco fre- cuente cáncer de ojos. De niño le habían extirpado un ojo, y ahora llevaba unas gafas de culo de botella que hacían que sus ojos parecieran inmensos (los dos, el real y el de cristal),

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como si toda su cara se redujera a ese ojo falso y ese ojo verda- dero, que te miraban fijamente. Por lo que pude entender en las raras ocasiones en que Isaac compartió sus experiencias con el grupo, el cáncer se había reproducido y amenazaba de muerte al ojo que le quedaba. Isaac y yo nos comunicábamos casi exclusivamente con la mirada. Cada vez que alguien hablaba de dietas contra el cán- cer, de esnifar aleta de tiburón molida o cosas por el estilo, me lanzaba una mirada. Yo movía ligeramente la cabeza y resopla- ba a modo de respuesta.

El grupo de apoyo era un coñazo, y a las pocas semanas casi te- nían que llevarme a rastras. De hecho, el miércoles que conocí a Augustus Waters había hecho todo lo posible por librarme de él mientras veía con mi madre la tercera etapa de un maratón de doce horas de America’s Nex Top Model, un rea li ty show de la temporada anterior, sobre chicas que quieren ser modelos, que tengo que admitir que ya había visto, pero me daba igual. Yo: Me niego a ir al grupo de apoyo. Mi madre: Uno de los síntomas de la depresión es no te- ner interés en nada. Yo: Déjame ver el reality, por favor. Es hacer algo. Mi madre: Ver la televisión no es hacer algo. Yo: Uf, mamá, por favor. Mi madre: Hazel, eres una adolescente. Ya no eres una niña pequeña. Tienes que hacer amigos, salir de casa y vivir tu vida. Yo: Si quieres que sea una adolescente, no me mandes al grupo de apoyo. Cómprame un DNI falso para que pueda ir a la disco, beber vodka y fumar porros.

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