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Bajo La Rueda

felipe999927 de Mayo de 2012

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CAPITULO I

Joseph Giebenrath, agente y comisionista, no se diferenciaba en particular del resto de sus

conciudadanos. Al igual que ellos, poseía una naturaleza corpulenta y sana, un regular talento

comercial unido a una adoración ingenua y cariñosa al dinero, una casa con un minúsculo

jardincillo, una tumba familiar en el cementerio, una afición por la iglesia algo clarificada por

sus aficiones materiales, un comedido respeto de Dios y de la Justicia y una férrea sumisión a

los mandamientos del decoro y la decencia ciudadana. Acostumbraba beber algunas veces,

pero jamás se emborrachaba, y aunque emprendía, de pasada, algunos negocios no libres de

reproche, nunca los llevaba más allá de lo permitido formalmente. Maldecía por igual a los

míseros que mendigaban una limosna y de los potentados que hacían ostentación de su

riqueza. Era miembro de una sociedad burguesa y ciudadana y tomaba parte cada viernes en

los juegos de bolos, cuidando de elegir con cautela el momento propicio para cada jugada.

Su vida interior se diferenciaba en nada a la de un patán. Las cualidades de su alma estaban

poco menos que embotadas y constituían muy poco más que un buen sentido familiar, un

desconmensurado orgullo de su propio hijo y una oportuna e intermitente dadivosidad para

con los pobres. Sus aptitudes y capacidades espirituales no sobrepasaban las de una astucia y

un cálculo nativos y limitados. Sus lecturas se circunscribían a los periódicos, y para ocultar

su falta de goces artísticos bastaba la representación anual que la sociedad dedicaba a sus

protectores y la visita a un círculo en cualquiera de los días del año.

Con cualquier vecino hubiera podido cambiar vivienda y nombre, sin que sus costumbres y

su existencia entera sufrieran la menor variación. En lo más hondo de su alma, compartía con

las restantes familias de la ciudad la desconfianza en toda fuerza superior y toda personalidad

descollante y la hostilidad implacable e instintiva contra todo lo extraordinario, lo libre, lo

selecto y lo espiritual.

Pero basta ya con él. Sólo un profundo humorista podría seguir la descripción de su vida

trivial y su desconocida tragedia. Nuestro hombre tenía un hijo único y de él queremos hablar.

Sin duda alguna Hans Giebenrath era un niño talentoso. Para darse cuenta de ello, bastaba

contemplar el retraimiento y la abstracción casi constante que le diferenciaba de los demás. La

pequeña villa de la Selva Negra no era pródiga en tales figuras y jamás se había dado ninguna

que sobrepasara en algo el nivel de sus habituales ciudadanos. Sólo Dios sabía de donde había

sacado aquel muchacho los ojos graves y la frente ancha. ¿Acaso de su madre? Esta había

muerto hacía bastantes años, y en todo el tiempo que duró su vida no se advirtió en ella nada

extraordinario, aparte de la frágil naturaleza que la hacía estar siempre enfermiza. A su padre

no había que tenerlo siquiera en cuenta, de modo que la misteriosa inteligencia del muchacho

parecía haber caído súbitamente en la villa, que en ocho o nueve siglos de existencia había

dado siempre ciudadanos honrados a carta cabal, pero nunca un talento o un genio

descollante.

Acaso un observador imbuido de las modernas tendencias y teniendo en cuenta la débil

naturaleza de la madre y la vetustez de la estirpe, hubiera podido señalar un síntoma clarísimo

de degeneración en aquella hipertrofia de la inteligencia. Pero la villa tenía la dicha de no

contar con tales observadores, y sólo los más jóvenes entre los funcionarios y los maestros de

escuela poseían una indecisa noción del "hombre

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