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CLASE DE ESPAÑOL: PROYECTO


Enviado por   •  12 de Febrero de 2015  •  43.954 Palabras (176 Páginas)  •  144 Visitas

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La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter Prólogo Las ideas que defiendo no son mías. Las tomé prestadas deSócrates, se las birlé a Chesterfield, se las robé a Jesús. Y si no osgustan sus ideas, ¿las de quién hubierais preferido utilizar? DALE CARNEGIE La decisión de ir fue mía; no se puede culpar a nadie más. Cuando me paro areconsiderarlo, me resulta casi imposible pensar que yo, el atareado director de unaimportante instalación industrial, dejara la fábrica abandonada a su suerte para pasar unasemana en un monasterio al norte de Michigan. Sí, así como suena: un monasterio. Unmonasterio completo, con sus monjes, sus cinco servicios religiosos diarios, sus cánticos, susliturgias, su comunión y sus alojamientos comunes; no faltaba detalle. Quiero que quede claro que me resistí como gato panza arriba. Pero, finalmente, ladecisión de ir fue mía. «Simeón» es un nombre que me ha perseguido desde que nací. Me bautizaron en laparroquia luterana de mi barrio y, en la partida de bautismo, podía leerse que los versículosescogidos para la ceremonia eran del capítulo segundo del Evangelio de Lucas y hablaban deun tal Simeón. Según Lucas, Simeón era un «hombre justo y piadoso y el Espíritu Santoestaba sobre él». Al parecer había tenido una inspiración sobre la llegada inminente delMesías; aquello era un lío que nunca llegué a entender. Ése fue mi primer encuentro conSimeón, pero desde luego no había de ser el último. Me confirmaron en la iglesia luterana al concluir el octavo grado. El pastor había escogidoun versículo para cada uno de nosotros y, cuando me llegó el turno en la ceremonia, leyó envoz alta el mismo pasaje de Lucas sobre el personaje de Simeón. Recuerdo que en aquelmomento pensé: «Qué coincidencia más curiosa...». Poco tiempo después —y durante los veinticinco años siguientes—, empecé a tener unsueño recurrente, que acabó causándome terror. En el sueño, es ya muy entrada la noche, yoestoy absolutamente perdido en un cementerio y corro para salvar mi vida. Aunque no puedover lo que me persigue, sé que es maligno, algo que quiere hacerme mucho daño. De repente,de detrás de un gran crucifijo de cemento sale frente a mí un hombre que lleva un hábitonegro con capucha. Cuando me estampo contra él, este hombre viejísimo me coge por loshombros y, mirándome atentamente a los ojos, me grita: «¡Encuentra a Simeón, encuentra aSimeón y escúchale!». Llegado a ese punto del sueño me despertaba siempre bañado en sudorfrío. La guinda fue que el día de mi boda, el sacerdote, en su breve homilía, se refirió almismo personaje bíblico: Simeón. Me quedé tan estupefacto que me hice un lío al decir losvotos y pasé bastante mal rato. Nunca estuve muy seguro de si todas aquellas «coincidencias con Simeón» tendríanalgún sentido, de si significarían algo. Rachael, mi mujer, siempre ha estado convencida deque sí. A finales de los años noventa, según todas las apariencias, mi vida era un éxito absoluto. Trabajaba para una empresa de producción de vidrio plano, de categoría internacional,en la que ocupaba el puesto de director general de una fábrica de más de quinientosempleados, con unas cifras de facturación por encima de los cien millones de dólares al año. 3

4. La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. HunterEn la época en que me promocionaron al puesto, yo era el director general más joven en todala historia de la compañía, hecho que todavía hoy me enorgullece. La empresa funcionaba demanera muy descentralizada yeso me concedía una gran autonomía, que yo apreciaba mucho.Además tenía un sueldo considerable, que incluía una cantidad significativa de dólares enprimas sujeta a la consecución de objetivos determinados y evaluables en la fábrica. Rachael, que es mi bella esposa desde hace dieciocho años, y yo nos conocimos cuandoestudiábamos en la Universidad de Valparaiso en el norte de Indiana, donde yo me gradué enEmpresariales y ella se licenció en Psicología. Deseábamos con locura tener hijos, pero tuvimosque luchar contra la esterilidad durante varios años. Nos sometimos a todo tipo detratamientos de fecundación, inyecciones, pruebas, exploraciones, punciones, acupuntura,todo lo habido y por haber... sin ningún resultado. El problema resultaba especialmentedoloroso para Rachael, pero nunca desesperó de tener hijos. Con frecuencia, cuando medespertaba por la noche, la oía rezar en voz baja pidiendo un hijo. Más adelante, por una serie de circunstancias poco usuales pero maravillosas, adoptamosun niño recién nacido. Le llamamos John (por mí), y se convirtió para todos en nuestro niño«milagro». Dos años más tarde, Rachael se quedó embarazada cuando ya nadie lo esperaba, ynació nuestro segundo «milagro»: Sarah. John hijo, que hoy tiene catorce años, acababa de entrar en noveno grado, Sarah habíaempezado séptimo. Desde el día en que adoptamos a John, Rachael había reducido susprácticas de terapia a un solo día a la semana, ya que pensamos que, a ser posible, eraimportante que pudiera dedicarse al hogar a tiempo completo. Además, ese día le daba unpequeño respiro en su «rutina diaria de Mami», amén de permitirle mantenerseprofesionalmente activa. Estábamos encantados de poder bandear esta situación desde elpunto de vista económico. Éramos propietarios (junto con el banco) de una casa muy agradable en la riberanoroeste del lago Erie, a unos cincuenta kilómetros al sur de Detroit. Teníamos unaembarcación deportiva de nueve metros de eslora, que guardábamos al lado de la casa sobreel soporte adecuado (al lado de una moto acuática Sea—Doo); en el garaje había dos cochesnuevos —sistema de leasing—; nos íbamos de vacaciones familiares como poco dos veces alaño, y aún conseguíamos ahorrar una buena suma anual que quedaba en el banco para losestudios de los chicos y la jubilación. Como decía, según todas las apariencias, mi vida era un éxito absoluto. Pero, por supuesto, las cosas no siempre son lo que pare cen. Lo cierto era que mi vida seestaba desmoronando. Rachael me había dicho un mes antes que llevaba algún tiemposintiéndose infeliz en nuestro matrimonio e insistía en que las cosas no podían seguir así. Medijo que no se estaba atendiendo a sus «necesidades». ¡Yo no daba crédito a lo que estabaoyendo! «Mira tú —pensé—, le doy todo lo que una mujer podría pedir, ¡Y todavía me dice queno atiendo a sus necesidades! Pero, ¿qué más necesidades puede tener?» Con los chicos tampoco iban bien las cosas. John estaba cada vez más contestón y habíallegado a llamar «bruja» a Rachael tres semanas antes. Yo me enfurecí tanto que casi le pegoy acabé por castigarle una semana sin salir después de aquel incidente. No había manera queobedeciera, desafiaba toda autoridad y llegó incluso a ponerse un pendiente en la oreja. De noser

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