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Contrato Social

jjsp16 de Abril de 2013

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Contrato Social.

Libro I

Me he propuesto buscar si puede existir en el orden civil alguna regla de administración legítima y segura, considerando los hombres como son en sí y las leyes como pueden ser. En este examen procuraré unir siempre lo que permite el derecho con lo que dicta el interés, a fin de que no estén separadas la utilidad y la justicia.

Entro en materia sin probar la importancia de mi tema. Se me preguntará si soy acaso príncipe o legislador para escribir sobre política. Contestaré que no, y que este es el motivo por el cual escribo sobre este punto. Si fuese príncipe o legislador, no pediría el tiempo en decir lo que es conveniente hacer. Lo haría, o callaría.

Siendo por nacimiento ciudadano de un Estado libre y miembro del poder soberano, por poca influencia que mi voz pueda tener en los negocios públicos, el derecho que tengo a emitir mi voto me basta para imponerme el deber de enterarme de ellos. ¡Feliz me considero, pues siempre que medito sobre los gobiernos, hallo en mis investigaciones nuevos motivos para amar al de mi país!

Capítulo I

Asunto de este primer libro

El hombre ha nacido libre, y en todas partes se halla entre cadenas. El mismo que se considera señor de los demás no por esto deja de ser menos esclavo que los demás. ¿Cómo ha tenido efecto esta transformación? Lo ignoro. ¿Qué puede legitimarla? Creo poder resolver esta cuestión.

Si no considero más que la fuerza y el efecto que produce, diré: mientras un pueblo se vea forzado a obedecer, hará bien en obedecer; pero tan pronto como pueda sacudir el yugo, si lo sacude, obrará mucho mejor; pues recobrando su libertad por el mismo derecho con que se la han quitado, prueba que tiene derecho a disfrutar de ella. De lo contrario, no fue jamás digno de poseerla. Pero el orden social es un derecho sagrado que sirve de base a todos los demás. Este derecho, sin embargo, no viene de la naturaleza; luego se funda en convenciones. De lo que se trata, pues, es de saber qué convenciones son éstas. Más antes de llegar a este punto, será menester que fundamente lo que acabo de enunciar.

Capítulo II

De las primeras sociedades

La sociedad más antigua de todas, y la única natural, es la de una familia; y aun en esta sociedad los hijos sólo permanecen unidos a su padre el tiempo que le necesitan para su conservación. Desde el momento en que cesa esta necesidad, el vínculo natural se disuelve. Los hijos, libres de la obediencia que debían al padre, y el padre, exento de los cuidados que debía a los hijos, recobran ambos su independencia. Si continúan unidos, ya no es por naturaleza, sino por su voluntad; y la familia misma no se mantiene sino por convención.

Esta libertad común es una consecuencia de la naturaleza del hombre. Su principal deber es procurar su propia conservación, sus principales cuidados son los que se debe a sí mismo; y después que adquiere uso de razón, siendo él sólo el juez de los medios propios para conservarse, llega a ser por este motivo su propio dueño.

Es, pues, la familia, si así se quiere, el primer modelo de las sociedades políticas: el jefe es la imagen del padre, y el pueblo es la imagen de los hijos; y habiendo nacido todos iguales y libres, sólo enajenan su libertad por su utilidad misma. Toda la diferencia consiste en que, en una familia, el amor paternal recompensa al padre de los cuidados que prodiga a sus hijos, en tanto que en el Estado el placer de mandar suple el amor que el jefe no siente por sus gobernados.

Grocio niega que todo poder humano se haya establecido en favor de los gobernados, y pone por ejemplo la esclavitud. La manera de discurrir, que más constantemente usa, consiste en establecer el derecho por el hecho Bien podría emplearse un método más consecuente, pero no se hallaría uno que fuese más favorable a los tiranos.

Resulta dudoso pues, según Grocio, saber si el género humano pertenece a un centenar de hombres, o si este centenar de hombres pertenecen al género humano. Según se deduce de todo su libro, él se inclina a lo primero. Del mismo parecer es Hobbes. De este modo tenemos al género humano dividido en hatos de ganado, cada uno con su jefe que le guarda para devorarle.

Así como un pastor de ganado es de una naturaleza superior a la de su rebaño, así también los pastores de hombres, que son sus jefes, son de una naturaleza superior a la de sus pueblos. Así discurría, según cuenta Filón, el emperador Calígula, deduciendo con bastante razón de esta analogía que los reyes eran dioses, o que los pueblos se componían de bestias.

Este argumento de Calígula se condice con el de Hobbes y con el de Grocio. Antes de ellos, Aristóteles había dicho que los hombres no son naturalmente iguales, sino que los unos nacen para ser esclavos y los otros para la dominarlos.

No dejaba de tener razón; pero tomaba el efecto por la causa. Todo hombre nacido en la esclavitud, nace para la esclavitud; nada más cierto. Viviendo entre cadenas los esclavos lo pierden todo, hasta el deseo de librarse de ellas; quieren su servidumbre como los compañeros de Ulises querían su brutalidad. Luego, sólo hay esclavos por naturaleza, porque los ha habido contrariando sus leyes. La fuerza ha hecho los primeros esclavos, su cobardía los ha perpetuado.

Nada he dicho del rey Adán ni del emperador Noé, padre de los tres grandes monarcas que se dividieron el universo, como hicieron los hijos de Saturno, a quienes se ha creído reconocer en ellos. Espero que se me tenga a bien esta moderación; pues descendiendo directamente de unos de estos príncipes, y quizás de la rama primogénita, ¿quién sabe si, hecha la comprobación de los títulos, no resultaría yo legítimo rey del género humano? Sea como fuere, hay que convenir que Adán fue soberano del mundo mientras que le habitó sólo, como Robinson de su isla; y lo que tenia de cómodo este imperio era que el monarca, seguro sobre su trono, no tenía que temer ni rebeliones, ni guerras, ni conspiraciones.

Capítulo III

Del derecho del más fuerte

El más fuerte nunca lo es bastante para dominar siempre, si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en obligación. De aquí viene el derecho del más fuerte; derecho que al parecer se toma irónicamente, pero que en realidad está erigido en principio. ¿Habrá, no obstante, quien nos explique qué significa esta palabra? La fuerza no es más que un poder físico; y no sé concebir qué moralidad puede resultar de sus efectos. Ceder a la fuerza es un acto de necesidad y no de voluntad; cuando más es un acto de prudencia. ¿En qué sentido, pues, se considerará como derecho?

Supongamos por un momento este pretendido derecho. Tendremos que sólo resultará de él un galimatías inexplicable; pues admitiendo que la fuerza es la que constituye el derecho, el efecto cambiará cuando cambie su causa: cualquiera fuerza que supere a la anterior modificará el derecho de ésta. Desde que se puede desobedecer impunemente, se puede hacerlo legítimamente: y teniendo siempre razón el más fuerte, sólo se trata de procurar llegar a serlo. Según esto, ¿en qué consiste un derecho que se acaba cuando la fuerza cesa? Si se ha de obedecer por fuerza, no hay necesidad de obedecer por deber; y cuando a uno no le pueden forzar a obedecer, ya no está obligado a hacerlo. Se ve pues que esta palabra derecho nada añade a la fuerza, ni tiene aquí significación alguna.

Obedeced al poder. Si esto quiere decir, ceded a la fuerza, el precepto es bueno, aunque del todo inútil. Garantizo que no será violado jamás. Todo poder viene de Dios, es verdad; pero también vienen de él las enfermedades. ¿Se dirá por esto que está prohibido llamar al médico? Si un bandido me sorprende en medio de un bosque, ¿se pretenderá acaso que no sólo le dé por fuerza mi bolsa, sino que, aun pudiendo ocultarla y quedarme con ella, estoy obligado en conciencia a dársela? Al fin y al cabo, la pistola que el ladrón tiene en la mano no deja de ser también un poder.

Convengamos, pues, en que la fuerza no constituye un derecho, y en que sólo hay obligación de obedecer a los poderes legítimos. De este modo volvemos siempre a mi primera cuestión.

Capítulo IV

De la esclavitud

Ya que por naturaleza nadie tiene autoridad sobre sus semejantes y que la fuerza no produce ningún derecho, sólo quedan las convenciones para servir de base a toda autoridad legítima entre los hombres.

Si un particular, dice Grocio, puede enajenar su libertad y hacerse esclavo de un amo, ¿por qué todo un pueblo no ha de poder enajenar su libertad y hacerse súbdito de un rey? Hay en esta pregunta muchas palabras equívocas que necesitarían explicación; pero atengámonos a la palabra enajenar Enajenar es dar o vender. Ahora bien, un hombre que se hace esclavo de otro, no se da a éste; se vende, cuando menos, por su subsistencia. Pero ¿con qué objeto un pueblo se vendería a un rey? Lejos de procurar la subsistencia a sus súbditos, el rey saca la suya de ellos, y según Rebeláis no es poco lo que un rey necesita para vivir. ¿Será que los súbditos ceden su persona a condición de que se les quiten también sus bienes? ¿Que les quedará después para conservar?

Se me dirá que el déspota asegura a sus súbditos la tranquilidad civil. Sea; pero ¿qué ganan los súbditos en esto si las guerras que les atrae la ambición de su señor, si la insaciable codicia de éste, si las vejaciones de su ministerio, les causan más desastres de los que experimentarían abandonados a sus disensos internos? ¿Qué ganan en esto, si la misma tranquilidad es una de sus desdichas? También hay tranquilidad

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